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NIETZSCHE

FRIEDRICH W. NIETZSCHE: LA CRISIS DE LA CULTURA OCCIDENTAL. 


Friedrich W. Nietzsche (1844-1900) fue profesor de Filología clásica en la Universidad de Basilea (Suiza). Se afirmó como filósofo por sus sugerencias críticas e incluso provocativas frente a la cultura, a la religión y a la sociedad de su tiempo, preocupado por la superación del ser humano. Podemos ver su filosofía como creación de un vitalismo antropológico axiológico.

1.    VIDA Y OBRA.

Nietzsche nació en Rocken, junto a Lutzen, en Sajonia (Alemania) el 15 de octubre de 1844. fue hijo de un pastor protestante y sus dos abuelos habían sido también eclesiásticos. En 1846, nació su hermana Elisabeth, que influiría mucho en su vida.

El padre de Nietzsche falleció cuando este solo tenía cuatro años de edad. La familia se trasladó a Naunburg, donde el futuro filósofo realizó estudios primarios y secundarios. En aquella época fue cuando se iniciaron los dolores de cabeza y oculares que no le abandonarían durante el resto de su vida.

Como becario, ingresó en la fundación Pforta, donde habían estudiado, entre oros, Fichte y Novalis. La disciplina era durísima y se estudiaban con profundidad las lenguas clásicas. Allí conoció a Paul Deussen y fundó Germania con sus compañeros y amigos Wilhelm Prinder y Gustav Krug, para ejercitarse en trabajos que discutían entre ellos.

Ingresó en la Universidad de Bonn en 1864. Estudió teología y filología, donde mostró ser un alumno aventajado. Se unió a la asociación juvenil Franconia y participó en excursiones por el Rin con su amigo Paul Deussen. Al año siguiente, abandonó la teología y se trasladó a la Leipzing siguiendo a su profesor de filología, Friedrich Ritischl.

Descubrió a Schopenhauer y se interesó por la filosofía; fundó la Unión Filológica y compuso música. Leyó la Historia del materialismo de Lange. Investigó De Laertii Diogenis Fontibus y fue premiado por la facultad de filosofía. El 8 de noviembre conoció a Wagner, de quien Nietzsche y su amigo Erwin Rohde fueron fervientes admiradores.

Cuando proyectaba estudiar química en París, junto con Rohde, entregado a un vida bohemia, recibió la propuesta de ser profesor de filología clásica en la Universidad de Basilea. Además, le fue otorgado el título de doctor en atención a sus publicaciones. Nietzsche pronunció su lección inaugural, sobre Homero y la filología clásica, en 1869. visitó a Richard y Cósima Wagner.

En enero de 1889, sufrió un fuerte ataque de naturaleza esquizofrénica. Fue recogido por su amigo Franz Overbeck, que lo ingresó en la Clínica Universitaria de Basilea; después, se hizo cargo de él su hermana, hasta el día de su muerte el 25 de agosto de 1900, sin haber recuperado la lucidez. Nietzsche sufrió una vida atormentada por fuertes dolores. Sólo la amistad de Salomé (quien rechazó la petición de matrimonio del filósofo), le dio fuerzas para continuar. Su enfermedad, una parálisis general progresiva que pudo gestarse a partir de algún contagio sifilítico en los años  de Bonn, le condujo a la pérdida total de la razón.

A continuación, expondremos la evolución literaria de Nietzsche.

Periodo romántico (1871-1878); es el momento en que el filósofo alemán se encuentra bajo la influencia de la filosofía griega, de Schopenhauer y Wagner. Nietzsche propone la figura del genio como centro de una futura cultura. Las obras escritas en este periodo son: El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, Sobre la verdad y mentira en sentido extramoral, Las consideraciones intempestivas.

Periodo positivista e ilustrado (1878-1885): durante este periodo Nietzsche despierta del sueño romántico de veneración de los héroes y se aparta de la influencia que había recibido de Schopenhauer y Wagner. Es una de sus etapas más difíciles de interpretar. Condena la metafísica, la religión y el arte por su carácter ilusorio. No entiende por ciencia el estudio de un ámbito de la realidad, sino la reflexión crítica sobre la metafísica, la religión, el arte y la moral. Elabora su método genealógico para realizar el desenmascaramiento psicológico de los grandes ideales de la tradición cultural. Habla por primera vez del eterno retorno y de la muerte de Dios. En los años que comprenden este periodo escribió tres obras importantes: Humano, demasiado humano, Aurora. Pensamiento sobre los prejuicios morales y la Gaya ciencia.

Periodo de la filosofía de Zaratustra (1883-1885): en este periodo se ponen de manifiesto las ideas fundamentales de la filosofía de Nietzsche: aparece el concepto de superhombre, la muerte de Dios, la voluntad de poder y el eterno retorno. Escribe en tono profético, como si fuera una Biblia, a medio camino entre la poesía y la filosofía. El recurso literario que emplea es la metáfora. La obra característica de este periodo es Así habló Zaratustra.

Periodo crítico (1866-1888): durante esta etapa, Nietzsche lleva a cabo lo que él mismo llamaba filosofía del martillo. Es el momento más crítico del pensamiento del filósofo alemán, puesto que considera necesaria la destrucción de los valores tradicionales de la religión, la filosofía y la moral para que pueda surgir el superhombre. Nietzsche opina que para crear es necesario primero destruir. Las obras fundamentales de este momento son: Más allá del bien y del mal. La genealogía de la moral. El crepúsculo de los ídolos, El anticristo.


2.    LA INTERPRETACIÓN NIETZSCHEANA DE LA CULTURA OCCIDENTAL.

Para Nietzsche, la tradición occidental está configurada por una ciencia positivista, una filosofía idealista y una religión cristiana, que, a  juicio del pensador alemán, asumen una gnoseología del concepto, una ontología del ser y una moral del ideal ascético. Veamos, pues, en qué consiste cada una de estas tesis y en qué medida subyacen a la cultura occidental.

2.1         LA GNOSEOLOGÍA DEL CONCEPTO Y LA VERDAD COMO CORRESPONDENCIA.

Nietzsche divide el desarrollo de la historia de la filosofía occidental en dos etapas: la primera se extiende desde Parménides hasta la escolástica, mientras que la segunda abarca desde Descartes hasta Hegel. En ambas etapas, nos dice el pensador alemán, se interpreta el conocimiento como la posesión del concepto de la idea correspondiente, y la verdad, como la correspondencia entre el concepto y la realidad. Dado que el concepto es asunto del pensamiento, la filosofía occidental se basa en la correspondencia entre pensamiento y ser: en otras palabras, ser equivale a pensar. Repasemos esto como más detenimiento.

De Parménides a la escolástica.
Recordemos brevemente que, para los griegos, el concepto es el universal, la esencia, la idea, y tiene una doble dimensión:
  • Una dimensión de organización de la realidad, ya sea como idea trascendente (Platón) o inmanente (Aristóteles) a este mundo.
  • Una dimensión gnoseológica de representación: las ideas representan en el pensamiento esa realidad que organizan fuera del mismo.

En cuanto a la verdad, esta no es sino la correspondencia entre ambas dimensiones. El argumento es el siguiente:

La realidad está ordenada. Este orden, principio fundacional de la filosofía griega, afecta a todas y cada una de las cosas que hay en el cosmos, pues ninguna está desordenada. ¿Y qué es aquello que introduce orden en el cosmos en su conjunto y que, al mismo tiempo, ordena cada una de las cosas que hay en él? La respuesta es la idea, el concepto, que es universal porque lo comparten todos los individuos que pertenecen a un mismo tipo de cosas.

El orden de la realidad es orden universal, afecta a todas las cosas, a causa de lo universal, es decir, el concepto universal de cada cosa es lo que introduce orden ellas. Dicho de otro modo: cada cosa no es sino materia ordenada de acuerdo con un principio de organización, esencia, concepto, universal, que comparten cuantas cosas pertenecen a un mismo tipo de cosas.

Conocer algo es decir lo que es, y decir lo que significa expresar aquello que hace que una cosa sea precisamente eso que es y no otra cosa. Eso que convierte a cada cosa en lo que bien es su esencia, su concepto; luego, conocer es decir el concepto. Ahora bien, si el concepto es el fundamento del orden de la realidad, decir el concepto es decir el orden de la realidad: el concepto se corresponde con el orden de la realidad, y en esa correspondencia consiste la verdad.

Por consiguiente, la verdad de un concepto es su correspondencia con el orden de la realidad.

De Descartes a Hegel.

El concepto remite, por un lado, a la cosa que representa y, por el otro, al pensamiento que lo piensa. A partir de Descartes, la filosofía empieza a analizar el concepto desde esta segunda perspectiva, es decir, desde la relación que guarda con el pensamiento que lo piensa.

Recordemos que para Descartes, los conceptos son contenidos del pensamiento, y que este puede tener un proceder correcto o incorrecto: es correcto cuando se atiene a sus reglas internas. Por otra parte, lo que cumple unas reglas está, evidentemente, ordenado; luego, el método, las reglas del pensar correcto es el orden del  pensamiento.

¿Y cuándo es verdadero un concepto? Cuando satisface las reglas del método, esto es, el orden del pensamiento. Por tanto, la verdad de un concepto es su correspondencia con el orden del pensamiento. Y ese orden es, de nuevo, un orden universal, porque la razón es la misma para todos los sujetos que piensan: cuando pensamos correctamente, todos pensamos lo mismo. En la verdad coincidimos, mientras que el error nos separa.
Cabe resumir lo dicho hasta ahora en el siguiente razonamiento:
La verdad es la correspondencia del concepto con el orden de la realidad. La verdad es la correspondencia del concepto con el orden de pensamiento. Por tanto, el orden de la realidad coincide con el orden del pensamiento y las leyes del pensamiento coinciden con las leyes de la realidad.

Esa identificación entre realidad y pensamiento, anunciada en Parménides, se consuma en la obra de Hegel, quien llegará a firmar que todo lo racional es real y todo lo real es racional.

Así pues, en la filosofía occidental, el proceso de conocimiento es entendido como una relación cognoscitiva entre el sujeto y el objeto, a través del concepto.

Esta relación presenta, según Nietzsche, las siguientes características:
Universalidad (relación de lo universal con lo universal). Por un lado, el concepto verdadero es válido para todo el que lo piense, es universal. Por el otro, el concepto verdadero nos dice lo que de universal hay en cada cosa, su esencia, aquello que comparten todas las cosas que pertenecen a un mismo tipo, es universal.

Inmutabilidad (relación de lo inmóvil con lo inmóvil). El concepto verdadero no cambia: expresa lo inmutable de un acto cognoscitivo. La verdad no está sujeta a los vaivenes de la historia, pues el concepto verdadero expresa lo que de inmutable hay en el objeto conocido, aquello que permanece a través de sus transformaciones, es decir, su esencia. Si definimos, enunciamos el concepto de, ciprés como árbol de la familia de las cupresáceas, dicha definición no variará pese a las transformaciones que el ciprés pueda sufrir durante su vida: lo que definimos o enunciamos es lo que de inmutable hay en cada ciprés, aquello que le hace ser lo que en verdad es, a pesar de sus transformaciones. Nos obliga a diferenciar entre lo que permanece en el ciprés y lo que cambia, entre su esencia y su devenir. En otras palabras: la epistemología del concepto exige una ontología que diferencie entre el ser y el devenir, exige una ontología dualista.

Antes de abordar la exposición de esa ontología, hemos de señalar una última característica, también criticada por Nietzsche, propia de la epistemología subyacente a la cultura occidental: su concepción del hombre como un ser primariamente preocupado por la verdad, como un animal teorético. Recordemos que Aristóteles afirmaba, al comienzo de su Metafísica, que, por naturaleza, todo hombre aspira al saber. El saber es expresión de la naturaleza humana. De ahí que los griegos entendiesen al hombre como un animal que desea saber. Como veremos, el saber no es, para Nietzsche, un interés primario del hombre, sino derivado. Y es que, antes que teoréticos, el animal humano es precisamente eso, animal, es decir, viviente.

2.2         LA ONTOLOGÍA DEL SER Y SU CONTRAPOSICIÓN  CON EL DEVENIR.

En la filosofía tradicional conocer es decir lo que las cosas son, esto es, expresar un concepto. Y eso que expresa el concepto no cambia, es inmutable: el ser de las cosas es inmutable. Sin embargo, nuestra experiencia sensible nos muestra que las cosas sí cambian. ¿Cómo reconciliar ambas posturas? La solución ya la había dado Parménides. Es cierto, pensaba el filósofo griego, que el concepto nos revela el ser de las cosas y que este ser es inmutable; y también lo es que nuestra experiencia sensible nos muestra las cosas en sus modificaciones. Pero es que el concepto es cosa del pensamiento, mientras que la experiencia sensible pertenece al ámbito de los sentidos. Al ser solo accedemos a través del pensamiento, no de los sentidos. Se dan por tanto, las siguientes correlaciones:

PENSAMIENTO          SER          SENSACIÓN            DEVENIR

Estas correlaciones tienen tres consecuencias fundamentales:
  • Si los sentidos no son capaces de aprehender el ser de las cosas, es porque este está más allá de los sentidos. Lo que está más allá de los sentidos se denomina supra-sensible. Por tanto, el ser de las cosas es suprasensible, concepción que preside el platonismo, las ideas son suprasensibles y la religión judeocristiana, Dios y el mundo sobrenatural son suprasensibles.
  • Si el ser de las cosas es distinto de su devenir, este no puede constituir el ser de las cosas, no nos indica lo que las cosas son, si el devenir no es el ser de las cosas, tiene qu ser algo distinto: su apariencia. El devenir es mera apariencia: parece el ser, pero no lo es.
  • Si el devenir es mera apariencia y los sentidos nos muestran el devenir, no lo que las cosas son, sino lo que parece que son, la consecuencia evidente es que los sentidos nos engañan.

Ahora bien, la mera apariencia carece de valor: lo importante es ser, no parecer. Esta afirmación es fundamental, porque pone de manifiesto que la ontología dualista subyacente a la tradición occidental es consecuencia de un menosprecio o rechazo del devenir. La actitud moral que esto implica, presidida por una actitud de rechazo del devenir, es denominada por Nietzsche moral del ideal ascético.

2.3         LA MORAL DEL IDEAL ASCÉTICO: LA MORAL COMO CONTRANATURALEZA.

Si lo importante es ser, y no parecer, y el ser está más allá de lo sensible, entonces lo valioso también está más allá de lo sensible, más allá de nuestros sentidos, en lo suprasensible. Ahora bien, dado que nuestra vida acontece en este mundo de cosas y seres humanos, un mundo al que nos abrimos gracias a las ventanas que nos proporcionan los sentidos, afirmar que lo valioso es suprasensible equivale a decir que lo valioso está fuera de este mundo y que, por tanto, esta vida que vivimos y colma nuestros sentidos no es valiosa para los apóstoles del ideal ascético. En otras palabras: la moral del ideal ascético es la moral que nace de una actitud de rechazo a esta vida. Ahora bien, ¿por qué se rechaza esta vida y quién la rechaza?

La respuesta a la primera pregunta es obvia: la vida se rechaza por lo que tiene de dolor, de sufrimiento. ¿Y qué puede hacerse para aliviar ese dolor?

Nietzsche matiza que lo peor no es dolor, sino su falta de sentido; cuando sufrimos, lo que realmente nos atormenta es el porqué de ese sufrimiento. Y el ideal ascético nos da una respuesta: sufrimos para alcanzar el premio en la otra vida, sufrimos para superar definitivamente el sufrimiento. El ser humano pone el sentido de la existencia en abandonar este “valle de lágrimas” y alcanzar esa otra vida en la que no tiene cabida el sufrimiento. He aquí, dice Nietzsche, el falso valor del ideal ascético, que proporciona un falso consuelo, al dar un sentido falso al dolor humano. Falso porque solo existe este mundo. Un mundo más allá de este es una quimera, no existe, anhela la nada. El ideal ascético es un ideal nihilista.

En cuanto a la pregunta acerca de quién rechaza esta vida, la respuesta nos lleva la tipología humana básica de la psicología de Nietzsche. El pensador alemán distingue entre los hombres capaces de aceptar la vida tal como es, los fuertes, los aristócratas de la vida y del espíritu, los señores, y quienes son incapaces de afrontarla, los débiles, los carentes de valor, los apóstoles del ideal ascético y paladines del resentimiento, los esclavos.

Hemos mostrado hasta aquí que la gnoseología del concepto exige, y al mismo tiempo, es consecuencia de una ontología dualista que distingue entre ser y devenir, y que esta ontología dualista exige, y a la vez, es consecuencia de una moral del ideal ascético. El meollo de la exposición, el lugar hacia el que esta apunta, es, por tanto, el ideal ascético, fundamento de todo lo demás. ¿En qué medida preside este ideal la tradición occidental?

Nietzsche no vacila en responder que el ideal ascético se manifiesta en absolutamente todos los ámbitos de nuestra cultura:

  • En la religión occidental, en concreto en el judeocristianismo, ya que este pone lo valioso en el más allá de esta vida: en la otra vida.

  • En la filosofía occidental, especialmente en cuanto tiene de idealismo, pues este entiende el conocimiento como conceptuación, la verdad como correspondencia y el ser como contrapuesto al devenir. Además, también pone lo valioso más allá de este mundo, ya sea en ámbito trascendente, platonismo y cristianismo, o en el ámbito inmanente, como ocurre en el caso del ideal utópico-ilustrado del progreso que, por utópico, está siempre más allá. La misma praxis filosófica es expresión del ideal ascético: filosofar exige una ascética del esfuerzo intelectual, que implica un cierto distanciamiento/rechazo del mundo sensible.

  • En la ciencia occidental.

Esto último merece un comentario aparte, pues no deja de resultar chocante que el ideal ascético presida, también, la ciencia, sobre todo si tenemos en cuenta que en el mundo contemporáneo tiende a contraponerse la ciencia, fruto del método experimental y, por tanto, más apegada a este mundo, a la filosofía, fruto de la especulación intelectual, que a veces pierde de vista el mundo sensible. ¿Por qué afirma Nietzsche que la ciencia comparte con la religión y la filosofía el ideal ascético? Sus motivos son:

  • La ciencia aspira a una descripción objetiva del mundo, fruto de una desinteresada labor de investigación. Al igual que la filosofía idealista, la ciencia cree en la objetividad, la verdad como correspondencia entre pensamiento y ser, y en el carácter desinteresado de la investigación.
  • La ciencia reproduce en su seno la diferencia entre lo sensible y lo suprasensible. ¿Cómo es esto posible, no es la ciencia experimental? En cierto sentido no: la ciencia aspira a describir el orden inmutable del universo, es decir, aquellas leyes necesarias y universales que rigen todos los acontecimientos fenoménicos. Ahora bien, en la medida en que rigen todos los acontecimientos sensibles, dichas leyes están más allá de ellos, incluyen más de lo que los sentidos nos proporcionan, solo los casos particulares. Y si las leyes que la ciencia pretende describir están más allá de la información que los sentidos nos proporcionan, es que esa leyes son suprasensibles.
  • La ciencia asume las consecuencias gnoseológicas y ontológicas del ideal ascético, y la praxis científica, al igual que ocurría con la filosófica, requiere una ascética del intelecto: el científico vive para estudiar, no estudia para vivir; la vida está al servicio de la ciencia, y no al revés.

En definitiva, la tradición occidental, la religión, filosofía y ciencia, manifiesta la victoria del ideal ascético. ¿A qué se debe esa victoria?

Para contestar a esta pregunta, hemos de retomar otra que planteábamos más arriba: ¿quién rechaza esta vida? La respuesta es los débiles, que Nietzsche describe metafóricamente como camellos, pues soportan sin queja su carga. Los débiles detestan a los aristócratas del espíritu, a los fuertes capaces de sobrellevar la vida con alegría. De ese odio hacia quien vive como ellos son incapaces de vivir nace el resentimiento, que se expresa en lo que Nietzsche denominaba la inversión de los valores, a saber, la consideración como moralmente bueno de todo aquello que es propio de la impotencia, la cobardía y la mediocridad, entre estos valores, Nietzsche incluye todos aquellos sentimientos morales que tienden a igualar a los seres humanos. La compasión, la benevolencia, la caridad, la mansedumbre... recordemos aquí que el ideal aristocrático, defendido por Nietzsche, es siempre un ideal de excelencia y que la excelencia lo es siempre de unos pocos: no es igualitaria. De ahí que cualquier ideal que tienda a la igualdad del hombre sea antiaristocrático.

Como el hombre, por otro lado, es esencialmente un animal débil, los fuertes, los héroes son una minoría, no es de extrañar que su ideal, el ideal ascético,  haya triunfado. La mayoría de los hombres necesita, para vivir, encontrar un sentido al sufrimiento que conlleva la vida, y ese sentido se lo proporciona el ideal ascético, en su versión trascendente y utópica.

El ideal ascético constituye la esencia de la cultura occidental. Ahora bien, el ideal ascético es un ideal nihilista. Por tanto: el nihilismo es la esencia de la cultura occidental. Es necesario un nuevo ideal que cumpla con la doble misión de fundamentar la crítica a la tradición occidental e iluminar una nueva aurora.

3.    CRÍTICA A LA TRADICIÓN OCCIDENTAL.

La esencia de la cultura occidental es el nihilismo, fruto de una actitud de rechazo hacia esta vida. Para Nietzsche, es esencial modificar esa actitud básica y afirmar la vida de manera radical y taxativa, lo que le lleva a criticar la moral, la ontología y la gnoseología tradicionales.

3.1         CRÍTICA A LA MORAL DEL IDEAL ASCÉTICO.

La moral del ideal ascético pone el sentido de esta vida en otra que está más allá. ¿En qué se apoya la creencia en esa otra vida que permite el rechazo de esta, la única que existe?

Se apoya en Dios: hay otra vida y un alma inmortal porque creemos en Dios. Por tanto, concluye Nietzsche, para reivindicar esta vida es menester anunciar la muerte de Dios: ¡Dios ha muerto! Es la primera afirmación de la nueva moral que proclama el pensador alemán.

Ahora bien, ¿qué le ocurre al ser humano tras la muerte de Dios? El escritor Dostoievski dice en su obra los hermanos Karamazov: “Si Dios ha muerto, todo está permitido”. En otras palabras, si Dios ha muerto, no es posible ningún criterio moral, ninguna guía. Nietzsche reconoce que este es uno de los peligros que nos acecha una vez anunciada la muerte de Dios: falta el amo y los criados asaltan la despensa para comer, embriagarse  y holgarse escandalosamente, actitud que el filósofo alemán critica muy duramente, pues considera que sigue siendo propia del esclavo, del débil, del que se deja llevar por un resentimiento victorioso, incapaz de tensarse a sí mismo con virtudes heroicas.

Para Nietzsche, no se trata de eso: si Dios ha muerto, no todo está permitido, porque su muerte se anuncia para afirmar la vida. Esta y solo esta ha de erigirse en criterio de sí misma. ¿En qué se traduce esto? ¿cuáles son las actitudes, los valores y los comportamientos que afirman la vida, y cuáles los que la rechazan?

La respuesta a estas preguntas es un asunto muy delicado que expondremos más adelante, al desarrollar las ideas fundamentales de la propuesta nietzscheana: la voluntad de poder, el eterno retorno y el superhombre. Por el momento, nos limitaremos a afirmar que la nueva moral conlleva una crítica a la ontología y la gnoseología tradicionales.

3.2         CRÍTICA A LA ONTOLOGÍA DEL SER Y SU CONTRAPOSICIÓN CON EL DEVENIR.

La diferenciación entre ser y devenir, apariencia, era consecuencia, según Nietzsche, de la actitud de rechazo hacia esta  vida. Descubierta la motivación oculta que justificaba tal rechazo, la afirmación radical de esta vida conlleva inexorablemente la disolución de dicha distinción. El ser y el devenir son lo mismo. O, si se prefiere, el ser solo es tal deviniendo, cosa que la experiencia parece confirmar; ya que la totalidad del universo está en constante proceso de transformación. Por tanto, el ser solo es tal en su devenir. Ahora bien, ¿cómo conocer lo que está en constante cambio? Esta pregunta nos lleva al siguiente y último punto de crítica de Nietzsche.

3.3         CRÍTICA A LA GNOSEOLOGÍA DEL CONCEPTO Y DE LA VERDAD COMO CORRESPONDENCIA.

Para explicar en qué consiste la crítica de Nietzsche a la gnoseología tradicional, imaginemos la siguiente escena: un biólogo y un poeta pasean por el claustro del monasterio de Silos, en cuyo patio se yergue un ciprés. Cada uno describe el árbol a su manera:
El biólogo: árbol de la familia de las cupresáceas, que alcanza de 15 a 20 m de altura, de tronco derecho, ramas erguidas y cortas, copa espesa y cónica, hojas pequeñas en filas imbricadas, persistentes y verdinegras. Su madera es rojiza y olorosa y pasa por incorruptible.
El poeta: enhiesto surtidor de sombra y sueño que acongojas el cielo con tu lanza. Chorro que a las estrellas casi alcanza devanado a sí mismo en loco empeño. Mástil de soledad, prodigio isleño, flecha de fe, saeta de esperanza.

Comparemos ambos textos. Para la filosofía tradicional, el primero aporta verdadero conocimiento: desvela el ser del ciprés. El segundo no, pues es una mera retahíla de metáforas poéticas que tan solo nos ofrecen una impresión subjetiva del mismo ciprés. El primero es objetivo y verdadero, el segundo es subjetivo,  y su validez es puramente personal, mera cuestión de gustos. El primer texto reúne, además, las características propias de una relación cognoscitiva entre el sujeto y el objeto mediada por el concepto, a saber, universalidad e inmutabilidad:

Es un texto válido para todos los sujetos que en verdad sepan lo que es un ciprés. Cualquier sujeto pensante, si conoce realmente el ser del ciprés, asumirá la definición propuesta. Al ser válido para todos, el texto científico es universal, universalidad del sujeto cognoscente.
  • Es un texto válido para todos los cipreses posibles. Ningún ciprés escapa a la definición propuesta por una razón muy sencilla: porque si lo hiciera, no sería un ciprés, universalidad del objeto conocido.
  • Es un texto que expresa un acto de conocimiento, una verdad inmutable. Todo aquel que piense el ciprés con verdad, pensará exactamente esto y no otra cosa: la verdad inmutable de lo que el ciprés es. Verdad que, como tal, es siempre verdadera, en todo tiempo y lugar, inmutabilidad de la verdad, del acto cognoscitivo del sujeto cognoscente.
  • Es un texto que recoge aquello que no cambia del ciprés a lo largo de sus transformaciones, inmutabilidad del objeto conocido.

En definitiva, es un texto que establece una doble correspondencia, en la que el orden del pensar se corresponde con el orden del ser.

En cuanto al texto poético, ¿cuál es su valor de verdad? Para responder analicemos primero cómo acontece el proceso cognoscitivo.

Según la tradición filosófica, el proceso de conocimiento se da mediante una relación universal e inmutable entre el sujeto y el objeto de conocimiento a través del concepto. Ahora bien Nietzsche pone esto en duda.

El fundamento del conocimiento es la experiencia. Tanto el biólogo como el poeta hablan del ciprés precisamente porque tienen experiencia del mismo. S no la tuvieran, no podrían decir nada al respecto ¿Y cómo es esta experiencia? La de un sujeto individual, ese que tiene la experiencia, y de un objeto individual, ese que se está experimentado. La experiencia es siempre un yo experimentando esta cosa: no un yo cualquiera, sino precisamente “yo”; no un ciprés cualquiera, sino justamente “este”. Por tanto la epistemología tradicional se equivoca al afirmar que el conocimiento lo es de un sujeto y un objeto universales; por el contrario, lo es de un objeto y un sujeto particulares.

Tampoco es cierto que el objeto que experimentamos sea inmutable. El ciprés se mece y cambia de forma según sopla el viento, su color se modifica en función de la luz que incide sobre él... el ciprés está en continuo devenir, en ininterrumpida transformación. El ser del objeto deviene constantemente. Y lo mismo le ocurre al sujeto que experimenta el mundo. El devenir del universo también arrastra al ser humano. Cambian sus sensaciones, sus deseos, sus actitudes... por eso, lo que el ciprés evoca en nosotros no es siempre lo mismo: euforia, melancolía, eternidad... el ser del sujeto deviene constantemente.

Por tanto, la epistemología tradicional también se equivoca al afirmar que el conocimiento lo es de un sujeto y un objeto inmutables; antes bien, lo es de un objeto y un sujeto en constante devenir, en constante movimiento.

Estas dos primeras consideraciones tienen varias consecuencias. Así, para la filosofía tradicional, el conocimiento es posible porque hay correspondencia entre el orden del ser y el del pensar, correspondencia que se manifiesta en que a la universalidad e inmutabilidad del  sujeto cognoscente le corresponde la universalidad e inmutabilidad del objeto conocido. Pero si, como acaba de demostrar Nietzsche, esta condición no se cumple, tampoco existe la correspondencia entre el ser y el pensar. ¿Quiere decir esto que no hay conocimiento?

No hay conocimiento en el sentido en el que lo ha entendido la filosofía tradicional, es decir, como una copia exacta y fidedigna de la realidad, como si aprehendiéramos lo real en toda su compleja estructura. Para Nietzsche, el conocimiento se asemeja más a la reconstrucción imaginativa de lo real que a una fotografía de los hechos.

El lenguaje es un pálido reflejo de la realidad, que solo deja a nuestros pies pequeñas pistas del gran misterio que nos envuelve. El idealismo es soberbia ignorancia: no hay correspondencia entre nuestro pensamiento y la realidad que nos rodea.

Para la filosofía tradicional, el conocimiento es una actividad querida por sí misma y que responde a la verdadera naturaleza humanA: el anhelo del hombre es contemplar el ser, ya se trate de las ideas trascendentes de Platón, de las ideas inmanentes de Aristóteles o de la divinidad de la filosofía cristiana. Por eso, la filosofía tradicional ha conceptuado al ser humano como un animal racional. Grave error, porque si bien es cierto que el hombre es lo primero animal, es falso, sin embargo, que sea lo segundo, racional. El ser humano es, ante todo, un animal, un ser viviente y como todo ser viviente, aspira a permanecer en vida: la ocupación primordial de todo viviente es vivir.

Ahora bien, la vida solo es posible a través del domino del medio, a través del ejercicio del poder: el ser humano tiene la voluntad de vivir; vivir exige poder; luego, el ser humano tiene voluntad de poder. Es más, no solo tiene voluntad de poder, sino que es voluntad de poder: esta es la esencia que constituye al ser humano como viviente, el anhelo por el que desea todo lo demás. De ahí que el conocimiento, ya sea el científico, el filosófico o cualquier otro, no sea nunca desinteresado. Por el contrario, el conocimiento en cualquiera de sus formas, está al servicio de la vida, de la voluntad de poder.

Que el conocimiento científico y el filosófico no sean desinteresados, no significa, por otro lado, que sean puro error. El error radica en considerar uno y otro como  la única forma de conocimiento posible. Para Nietzsche, el conocimiento consiste en el establecimiento de relaciones entre sensaciones, entre experiencias. Así, por ejemplo, cuando de un tronco decimos que es recto, estamos relacionando dos cosas: tronco y rectitud. Conocer es relacionar, y lo que hacen la ciencia y la filosofía es establecer relaciones. Ahora bien, dada la mutabilidad constante de los objetos conocidos y de los sujetos cognoscentes, esas relaciones son infinitas, de modo que siempre es posible establecer relaciones nuevas. A la expresión lingüística de las relaciones, Nietzsche la denomina metáfora. El conocimiento se expresa en metáforas. Y el error de la ciencia y la filosofía tradicionales no radica tanto en las metáforas que proponen, como en la creencia de que esas son las únicas válidas: el error de la ciencia y de la filosofía es su afán de monopolio del conocimiento.

Nietzsche entiende por metáfora: la expresión de un conocimiento al servicio de la vida, de la voluntad de poder. Según esto, será más verdadera aquella metáfora que mejor cumpla esa finalidad, aquella que permita al ser humano acrecentar su poder y vivir una existencia más rica y plena.

En el marco de la crítica al proceso del conocimiento tal y como lo ha entendido la tradición, Nietzsche se plantea una última pregunta: ¿existe alguna disciplina que se dedique expresamente a formular metáforas en aras de engrandecer la vida? Según el pensador alemán hay una disciplina o actividad humana que aborda la tarea de formular metáforas para hacer de la vida algo rico y pleno: el arte.

Ello supone, en primer lugar, que el arte tiene un constante afán de búsqueda de nuevas metáforas. Frente a la mirada solidificada de la ciencia y de la filosofía, ancladas ambas en conceptos que no son sino metáforas petrificadas por el tiempo y la costumbre, el arte es una continua búsqueda expresiva, va constantemente es pos de nuevas representaciones de la realidad que alumbren facetas desconocidas de la vida. Por su afán siempre renovador, el arte es más verdadero que la ciencia y que la filosofía.

En segundo lugar, el arte es consciente del esfuerzo creador que preside la elaboración de metáforas: el artista sabe lo arduo que es crear, porque conoce el carácter caleidoscópico y efímero de la realidad y, por eso mismo, de sus propias propuestas. El artista es consciente del incesante devenir de lo real y de que, por lo mismo, su expresión es siempre problemática. Esta conciencia que el arte tiene de la limitación de sus metáforas, frente a la soberbia de la ciencia y de la filosofía, hace que el arte sea más verdadero que estas.

Vemos pues, que la crítica al modelo tradicional del proceso cognoscitivo lleva al pensador alemán a afirmar que las propuestas del arte son más verdaderas que las de la ciencia y las de la filosofía.

Tras desenmascarar mediante una crítica demoledora la mentira que preside la cultura occidental, el ideal ascético, así como a sus protagonistas, los esclavos, y anunciar la muerte de Dios, fundamento de esta crítica ¿qué nos queda?

Queda, en primer lugar, un ser humano desorientado: muerto Dios, al que creía fundamento ontológico, gnoseológico y axiológica de la realidad, el hombre ya no sabe qué hacer ni hacia dónde orientar sus pasos. Queda, además el peligro del fácil desenfreno. Y queda otro peligro, el del blando y confiado ateísmo que ha venido a ocupar el lugar que Dios ha dejado vacante, a saber, la torpe ideología de progreso. Y es que Nietzsche no cree en el progreso espontáneo y constante de la humanidad, ni tampoco en panaceas científico-políticas que conviertan la vida en un lecho de rosas sin espinas. Quien crea esto no se ha percatado de la seriedad de la vida, de la inexorabilidad del dolor y el sufrimiento que la acompañan. Es más, no sólo no hay progreso, sino que la historia de la humanidad pone de manifiesto un paulatino envilecimiento.

4.    LA NUEVA AURORA.

Ni Dios, ni desenfreno, ni progreso. Entonces ¿qué hacer ante la desorientación que provoca el descubrimiento de la esencia nihilista de nuestra cultura? La respuesta de Nietzsche es el anuncio de una nueva aurora. El filósofo alemán se enfrenta al reto de convertir el nihilismo en una salida positiva a la crisis en que su crítica de la cultura occidental ha sumido al ser humano. Naturalmente, dicha propuesta ha de partir de los presupuestos teóricos de la crítica realizada.

·         El ser es devenir (presupuesto ontológico).
·         El devenir se aprehende metafóricamente, y la verdad de la metáfora se mide en función de su capacidad para promover la plenitud de la vida (presupuesto gnoseológico)
·         La finalidad de la vida es su afirmación (presupuesto ético).

Consecuente con su pensamiento, Nietzsche desarrolla su tesis mediante tres metáforas: la voluntad de poder, el eterno retorno y el superhombre.

4.1         LA METÁFORA DE LA VOLUNTAD DE PODER.

El ser solo es ser deviniendo. Ahora bien ¿en qué consiste el devenir? En la concepción nietzscheana del devenir son evidentes las resonancias presocráticas: el devenir de la realidad acontece como una constante producción y destrucción de formas. Aquello que tiene el poder de producir y destruir es un poder. Ahora bien, es un poder que consiste en querer ese proceso de producción-destrucción. Como la facultad de querer es lo que conocemos como voluntad, Nietzsche bautizó a este poder con la denominación de voluntad de poder.

El término elegido por Nietzsche para designar ese poder, al que se refirió como Dionisio, nombre del dios griego de la embriaguez, puede inducir a error, ya que solemos entender que la voluntad lo es de alguien que la tiene; es decir, podría pensarse que esa voluntad remite a algún ser que quiere expresarse ejerciendo su poder. Sin embargo, tal y como Nietzsche entiende el concepto, no hay nadie ni nada que devenga, no existe ningún sujeto del devenir sino mera y simplemente devenir, y la terminología que emplea responde al contexto romántico en que estaba inmerso el filósofo alemán. Si Nietzsche hubiese vivido en nuestra época, probablemente habría denominado al devenir poder de producción-destrucción o energía cósmica que produce y destruye incesantemente nuevas forma. Todas las cosas reales participan de esa voluntad de poder o energía cósmica. Todas son la expresión de un poder y, por lo mismo, tienen el poder. Ese poder se manifiesta en su voluntad de perseverar en la realidad. Desde la minúscula bacteria hasta el ser humano, todas las cosas se esfuerzan por seguir viviendo, aun a costa de otras.

Una vez definido el devenir, la siguiente pregunta es cómo deviene. La respuesta conduce a la segunda metáfora, el eterno retorno.

4.2         LA METÁFORA DEL ETERNO RETORNO.

 Esta segunda metáfora de Nietzsche es, cuando menos, extraña. De hecho, el propio filósofo reconoce que es su idea más complicada, quizás porque no fue capaz de pensarla con la suficiente claridad, o porque el lenguaje carece de recursos para expresarla cabalmente; puede incluso que se deba a que, por muchas vueltas que se le de, es una idea absurda. El caso es que la metáfora del eterno retorno es, también, la idea más apreciada de Nietzsche. Esta metáfora tiene una doble dimensión: cosmológica y ética, que conviene analizar por separado.

Dimensión cosmológica del eterno retorno.

Según Nietzsche el devenir deviene como el eterno retorno de lo mismo. En otras palabras, la realidad en su conjunto deviene en un eterno recorrido circular, y cada círculo repite exactamente la cadena de acontecimientos que configuran el periplo cósmico. Por tanto, lo que parece decir Nietzsche es, por poner un ejemplo, que, andando el tiempo, circular, tú volverás a leer una y otra vez eternamente estas mismas páginas que, por lo demás, ya has leído una y otra vez eternamente en ciclos anteriores. Y así con todo: el conjunto de los actos de la vida de cada ser humano se repetirá eternamente en el futuro, igual que se han venido repitiendo eternamente en el pasado.

Para Nietzsche la realidad es devenir, y el devenir es voluntad de poder, poder que abarca todo lo real. Imaginemos, ahora, un cosmos con tiempo lineal, un cosmos que nazca, se desarrolle y muera en un tiempo lineal, es decir, un cosmos con pasado, presente y futuro. Ese cosmos es el resultado de la expresión de una energía, de una voluntad de poder. Dicho poder, tal y como Nietzsche lo concibe, debería abarcar todo lo real; ahora bien, ¿sería esto posible si el tiempo fuera lineal? Un tiempo lineal limitaría el poder, pues no podría modificar ni el pasado, porque lo que ha sido, ya no está, ni el futuro, porque lo que no ha sido, aún no está. La voluntad de poder en un cosmos que aconteciese en un tiempo lineal estaría limitada por ese tiempo; ya no afectaría a la totalidad de lo real, sino que estaría sujeta a un poder más grande: el poder del tiempo.

En cambio, en un devenir circular no hay pasado, pues lo pasado va a volver a repetirse, ni futuro, pues el futuro ya ha sucedido en el pasado, si no hay pasado ni futuro, es que solo hay presente, solo hay puro devenir en el presente, sin limitación alguna. En un devenir circular no hay nada que escape a la voluntad de poder, pues todo lo que esta puede está siendo en el presente: todo instante incluye la totalidad plena de la voluntad de poder.

Lo que Nietzsche consigue con este concepto es conferir al presente, al estar viviendo, una importancia enorme. Aunque difícil de entender, es una idea que encaja perfectamente en el pensamiento del filósofo alemán, para quien el valor de una metáfora depende de su fecundidad para enaltecer la vida. Así, la concepción lineal del tiempo del cristianismo menoscaba el pasado, ante el cual solo cabe resignarse, pues no se puede cambiar y el futuro pues parece que la plenitud de la vida se aplaza siempre, mientras que lo que busca Nietzsche es una metáfora con la que la existencia pueda vivirse cada instante en su plenitud.

Dimensión ética del eterno retorno.

El eterno retorno implica un instante presente que se repite eternamente. Ahora bien, si el instante presente va a repetirse una y otra vez ¿no sería lógico intentar que cada instante fuera de euforia y alegría para que lo que ha de repetirse sean estos estados de ánimo y no la resignación y la pesadez de espíritu? En esto se revela la dimensión ética del eterno retorno. En la exigencia de hacer de todo instante una experiencia de plenitud de la vida. Ese es el desafío que plantea la metáfora del eterno retorno.

Pero para conseguir que todos y cada uno de los instantes de la vida sean de plenitud, hace falta una sensibilidad y una voluntad muy especiales, muy por encima de las que ahora tenemos, hace falta una supersensibilidad y una supervoluntad. Para afrontar el desafío de la metáfora del eterno retorno, y salir airoso del mismo, hay que ser un héroe, un superhombre.

4.3         LA METÁFORA DEL SUPERHOMBRE.

Par Nietzsche la vida plena es ajena al resentimiento, a la resignación y al aplazamiento. De esto cabe deducir dos rasgos de lo que sería una vida plena:

  • Es aquella que no se dirige contra nada ni contra nadie, el resentimiento es siempre una reacción contra alguien o algo, esto es, no es negación de nada ni de nadie, sino pura afirmación de sí misma en cada instante presente.
  • Es aquella que se vuelca en exprimir el presente para que dé de sí todo cuanto sea posible.

Ahora bien, esta afirmación de la vida es también afirmación del dolor y del sufrimiento que conlleva. Afirmar significa aquí, no lo olvidemos, querer. Así pues, afirmar el sufrimiento es quererlo, no resignarse a él. La perspectiva que nuestra cultura tiene del dolor ha descarriado al ser humano por la senda del resentimiento, al no encontrar sentido alguno al sufrimiento de esta vida en esta vida. Para Nietzsche, sin embargo, el dolor tiene un doble sentido: por un lado, pone en tensión las virtudes heroicas y, por el otro, es un espectáculo.

Lo primero no es una idea demasiado sorprendente, pues es cierto que, por lo general, se tiende a admirar a quien soporta el sufrimiento sin perder su dignidad, sin amargura, sin queja. Suele admitirse con cierta facilidad que el sufrimiento es un reto que pone en juego todos los recursos del ser humano: su sensibilidad para seguir reconociendo la belleza de la vida y su fuerza de voluntad para no dejarse llevar por el abatimiento.

El segundo sentido que Nietzsche le otorga al sufrimiento, ser espectáculo es, sin embargo, más difícil de entender... hasta que uno constata el poder de convocatoria que tiene el sufrimiento. Así, por ejemplo, las ejecuciones públicas siempre han tenido un gran éxito en la historia de la humanidad, Nietzsche, no obstante pretende hacer de eso un ideal humano, un ideal de excelencia. ¿Y qué excelencia puede haber en hacer del sufrimiento un espectáculo?

Para responder conviene adoptar una perspectiva cósmica y reflexionar sobre la fascinación que provocan en el ser humano las fuerzas de la naturaleza desatadas en todo su magnífico y pavoroso poder: la erupción de un volcán, la violencia de un huracán...suscitan en nosotros un asombro silencioso y maravillado. Es el espectáculo de la naturaleza como poder o, en terminología nietzscheana, como voluntad de poder eternamente creadora y destructora de formas. Y es tanta la belleza con la que el espectáculo cósmico anega nuestros ojos que el corazón asiente a cuanto ve. Es tanta la belleza de la vida que la afirmamos sin asomo de duda ni recelo. Afirmar así la vida, asintiendo a su maravilloso espectáculo, ha de ser la actitud del superhombre. Desde esta mirada cósmica, la historia de los hombres, con toda su carga de sangre y furia, no es sino un episodio más de la secuencia sublime y aterradora de la voluntad de poder, un hilo más de la trama de la vida. Esta actitud requiere una sensibilidad especial, la de reconocer la belleza que preside lo que acontece en cada instante en el cosmos, y una voluntad especial, la de asentir gozosamente a su devenir.

Quedan así dibujadas la actitud, la sensibilidad y la voluntad del superhombre. Falta por saber en qué actividad se plasman estas cualidades, y la respuesta ya ha sido apuntada: en el quehacer artístico. El artista, como la voluntad de poder, expresa su poder en la producción constante de nuevas formas. El artista es la metáfora humana de la esencia de la realidad, y el arte, por lo mismo, la actividad humana más alta: la única capaz de convertir el sufrimiento en espectáculo, el dolor en sueño de poetas. El sentido de la vida es, así, su contemplación estética. La experiencia estética es el fundamento del sentido de la existencia.

Nietzsche engloba estos atributos distintivos del superhombre (sensibilidad, voluntad, actitud y actividad) bajo el nombre de: amor fati, amor al destino. El que ama la vida con amor fati es como el jugador que acepta, con todos sus riesgos, el juego al que se entrega; ríe porque, al aceptar el devenir, ningún acontecimiento puede presentársele como tragedia, danza porque, en el baile, las formas aparecen y desaparecen con la misma despreocupada alegría con la que la vida se expresa en múltiples formas efímeras, y es inocente como un niño porque la culpabilidad nace del reconocimiento de que existe algo que ha debido ser, pero quien ama así la vida la asume afirmando cada uno de sus instantes: nada hay que no deba ser.

De este modo, el superhombre, el hombre del amor fati, se nos aparece en la metáfora de Nietzsche como un niño que danza, juega y ríe sobre las aguas eternas del sagrado río de la vida, pues el curso del río es el curso de su propio deseo, de su propia voluntad. Los hombres del amor fati, los superhombres, armonizan su voluntad con la del cosmos. Hasta ahí alcanza el poder del ser humano.

5.    INFLUENCIAS RECIBIDAS Y REPERCUSIÓN DE LA DOCTRINA DE NIETZSCHE.

5.1         INFLUENCIAS RECIBIDAS.

Nietzsche es explícito respecto a las influencias recibidas, señalando la herencia de la cultura griega y romana. Y lo explica con toda precisión en el último artículo del Crepúsculo de los ídolos: “lo que debo a los antiguos”. Su conocimiento de los griegos y de los latinos lo adquirió durante los seis años que estudió en Pforta. Después, en la universidad completó los aspectos filológicos.
Cita, en primer lugar, el nombre del historiador romano Salustio, del que aprendió el epigrama como estilo literario. El pensamiento breve, conciso y agudo es propio del estilo de Nietzsche. Según cuenta en Ecce homo, de su modelo Salustio imitaba el rigor y la concisión. También recuerda el estilo lacónico, a veces, del poeta latino Horacio y del historiador griego Tucídides, así como la cultura de los sofistas.

En los griegos encuentra su más fuerte instinto, la voluntad de poder y, especialmente, identifica la cultura griega con Dionisio, en el que percibe la vida, el eterno retorno y el sentimiento trágico, el cual, en contra de la interpretación de Aristóteles, no es pesimista, sino símbolo de afirmación y de anticipación del dolor, que, paralelamente a lo que ocurre a la parturienta, implica creación de futuro. Dioniso y lo que representa le proporciona su forma específica de ver la vida y el cosmos, así como la salida a la cultura nihilista occidental y cristiana.

Por otra parte, su crítica a Sócrates y a Platón es feroz, precisamente porque su línea racionalista ha impedido ver lo genuino de los griegos y ha dirigido el pensamiento hacia lo cristiano, condenando la vida.

En sus obras se percibe siempre el oleaje de los presocráticos, con toda su riqueza de contenidos, y de entre ellos sobre todo de Demócrito y de  Heráclito, especialmente en los temas relativos al cambio, al devenir a la pluralidad, al perecer, a las sensaciones, a las apariencias.

Del siglo XVII, Nietzsche aprecia la Ética de Spinoza. Sin duda, el tratamiento de las pasiones, la alegría y el encadenamiento de todo en la sustancia infinita, así como la independencia y autonomía del hombre confirmarán a Nietzsche en la necesidad de asumir estos predicados, una vez producida la muerte de Dios.

Ya más cercana al propio Nietzsche está le herencia de la Ilustración, en el siglo XVIII. Respecto a Kant, Nietzsche se revuelve, ya que Kant, por una parte, hace una fuerte crítica a los metafísicos y a los teólogos de la tradición, y, por otra, mantiene el imperativo categórico, por donde pueden colarse nuevamente muchos valores de la antigua moralidad decadente que se habían rechazado ya. Por eso le llama hipócrita.

Nietzsche es un gran adversario de Hegel, ya que considera que en sus venas hay sangre teológica. Goethe también es citado por Nietzsche, y el poeta romántico alemán Heine le influyó igualmente en su crítica al racionalismo y en su deseo de volver a los dioses paganos, aunque la filosofía alemana no se haya atrevido a concluir la eliminación de Dios.

Las relaciones con Wagner fueron de amor y odio: su música es el sonido del mundo, que la filosofía traduce en conceptos; luego llegó el desencanto y la ruptura.

Con apenas veinte años leyó El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer, y quedó embriagado, fascinado y conmocionado. Schopenhauer captó  que lo esencial del mundo es el impulso vital y solo el arte redime. Cuando posteriormente se distanció de él, le siguió llamando “mi gran maestro”.

5.2         REPERCUSIÓN DE LA DOCTRINA DE NIETZSCHE.

Nietzsche es seguramente el pensador que más ha influido en todos los autores del siglo XX. La complejidad de su doctrina le mantiene vivo no solo entre los filósofos, sino en cualquier rama del saber.

Savater presenta a Nietzsche como una opción contra el progreso. En una imagen precisa y clara dice que partió en dos toda la historia universal, trastornando todo proyecto humanista. El mismo Nietzsche se dio cuenta de que producía en su coetáneos irritación y odio porque provocaba y escandalizaba con sus escritos, aunque creía ser útil hasta para sus enemigos, que extraerían de su proyecto la fuerza y la alegría de formularse ellos también su ser y de sacar de él espíritu y vida. En cualquier caso, Foucault lleva razón: pensar después de Nietzsche solo puede hacerse reflexionando sobre las condiciones de posibilidad y las condiciones de la realidad de la vida.

Nietzsche ha ejercido influencia en dos importantes pensadores españoles: Unamuno  y Ortega. En los dos se encuentran referencias al filósofo alemán. Entre Nietzsche y Unamuno se da un paralelismo, ya que ambos fueron filólogos y profesores de griego. No se trata de mera coincidencia. Los dos tienen un estilo propio que se confunde con el hombre que es cada uno.

La cuestión se presenta con mucha mayor importancia si se los considera en cuanto filósofos. ¿Es filósofo Unamuno? Si nadie discute que lo sea Nietzsche, Unamuno se encuentra en la misma perspectiva de un pensamiento no sistemático, sino de orientación muy crítica. En el caso de Nietzsche, su crítica se dirige a la moral, a la metafísica, al lenguaje, al arte, etc. Unamuno critica el progreso, la moral, la religión, la política, entre otros aspectos, e igualmente se sirve de metáforas y de símbolos para transmitir sus ideas. Los dos son provocadores y polémicos, y escribieron con mucho apasionamiento.

En cuanto a Ortega, Nietzsche ha sido uno de los impulsores intelectuales de la moral orteguiana de plenitud vital, de la aventura de la creación. Su idea de voluntad de vida, o de poder, está presente en el concepto de vida del pensador español. La moral de Zaratustra que propone liberar las energías, atrajo fuertemente a Ortega.

El vitalismo. De entre los filósofos del vitalismo opuestos al positivismo, Henri Brgson (1859-1941) distinguirá como Nietzsche la inteligencia, que opera con conceptos de la intuición, única forma de acceso a la realidad, que es dinamismo en fluir incesante. La inteligencia, que es capacidad de medir, por exigencia de la vida práctica, congela en bloques conceptuales el río de la vida real. Los conceptos de la filosofía y de la ciencia especializan e interpretan al modo mecanicista la duración de lo real, que es a la vez la entraña de la conciencia y la memoria.

Sólo la intuición puede alcanzar el conocimiento metafísico de la diversificación y multiplicación creadora de ese impulso vital. Una nueva comprensión y la vida será la empresa del raciovitalismo de Ortega.

Los filósofos de la sospecha. Marx, Nietzsche y Freud, que fueron llamados filósofos de la sospecha, han aportado los conceptos de mayor influencia en el siglo XX. Marx había sospechado una explicación de la historia en las formas de producción material de la vida humana, ocultada tras la pretendida racionalidad del Estado.

La sospecha freudiana de una líbido censurada hasta lo inconsciente por la moral y la cultura burguesa, y que es, sin embargo, la explicación última de la conducta humana, tiene su ampliación universal en la sospecha nietzscheana de esa huida y miedo a la vida que está en el origen del pensamiento occidental.

Son tres apuestas por un nuevo comienzo del hombre, en lo político social, en su misma autocomprensión personal y en la definitiva y radical autocreación del superhombre.

Las ideologías de posguerra. En la primera mitad del siglo XX los filósofos, envueltos en la destrucción y la muerte de dos guerras mundiales, se ven obligados a hacer, en vez de una filosofía del hombre o del superhombre, la filosofía del existente que asume coherentemente toda la angustia y la nada de la aniquilación y el nihilismo del “Dios ha muerto” anunciados por Nietzsche.

La filosofía de Nietzsche, a causa de su extraordinaria fuerza y su carácter asistemático, dio lugar a toda suerte de malentendidos y utilizaciones, tanto en la dirección de un pensamiento elitista antisocial al estilo del darwinismo social, como por ciertas tendencias anarquizantes, o por los cantores de un superior espíritu alemán. Muy particularmente los conceptos de voluntad de poder y del superhombre, merced a sus impresiones y montajes interesados llevados a cabo por la hermana de Nietzsche en sus escritos, obtuvieron una interpretación fascista antisemita en manos de ciertos teóricos nazis del III Reich.


Se pretendió ver el pensamiento del filósofo alemán un adelanto de la exaltación de la raza aria y del designio del nazismo de dominar Europa. Sin embargo, las teorías nazis nada parecían tener que ver con el anuncio del superhombre como vuelta de la humanidad a la originalidad del niño creador de valores

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