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Textos p.a.u. filosofía, curso 2009-2010
Comunidad de Madrid
PLATÓN, Fedón 74a - 83d _____________________________ 2
ARISTÓTELES______________________________________ 19
Ética a Nicómaco Libro II 4-6___________________________________________ 19
Ética a Nicómaco Libro X, 6-8 __________________________________________ 24
Política Libro I, 1-3______________________________________________________ 32
SAN AGUSTÍN, Del libre albedrío II, 1-2 _________________ 49
SANTO TOMÁS, Suma Teológica 1ª Parte, cuestión 2, arts. 1-3 54
DESCARTES, Meditaciones metafísicas, Meditación tercera___ 62
(a) LOCKE, Ensayo sobre el entendimiento humano, Libro II, cap.
2, §§ 1-3 _________________________________________ 75
(b) HUME, Investigación sobre el conocimiento humano, Sección
7 De la idea de conexión necesaria, Parte II ______________ 78
ROUSSEAU, Contrato social, Caps. 6-7___________________ 83
KANT, Crítica de la razón pura, Prólogo a la 2ª edición ______ 89
MARX, La ideología alemana, Introducción, apartado A, 1)
Historia _________________________________________ 105
NIETZSCHE, La gaya ciencia, libro quinto Nosotros, los sin temor,
&343-346 ___ __114
WITTGENSTEIN ___________________________________ 121
Tractatus logico-philosophicus, 6.41-7 _______________________________ 121
Inestigaciones filosóficas, §§ 116-133 _____________________ 125
ORTEGA Y GASSET, El tema de nuestro tiempo Cap. X______ 130
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PLATÓN, Fedón 74a - 83d
Trad. Carlos García Gual, ed. Gredos
[-Por ejemplo, tomemos lo siguiente. Ciertamente es distinto el
conocimiento de un ser humano y el de una lira.
-¿Cómo no?
-Desde luego sabes que los amantes, cuando ven una lira o un manto o
cualquier otro objeto que acostumbra a utilizar su amado, tienen esa
experiencia. Reconocen la lira y, al tiempo, captan en su imaginación la
figura del muchacho al que pertenece la lira. Eso es una reminiscencia.
De igual modo, al ver uno a Simmias a menudo se acuerda de Cebes, y
podrían darse, sin duda, otros mil ejemplos.
-Mil, desde luego, ¡por Zeus! -dijo Simmias.
-Por tanto, dijo él-, ¿no es algo semejante una reminiscencia? ¿Y en
especial cuando uno lo experimenta con referencia a aquellos objetos
que, por el paso del tiempo o al perderlos de vista, ya los había tenido
en el olvido?
-Así es, desde luego -contestó.
-¿Y qué? -dijo él-. ¿Es posible al ver pintado un caballo o dibujada una
lira rememorar a una persona, o al ver dibujado a Simmias acordarse de
Cebes?
-Claro que sí.
-¿Por lo tanto, también viendo dibujado a Simmias acordarse del
propio Simmias?]
-Lo es, en efecto -respondió.
-¿Entonces no ocurre que, de acuerdo con todos esos casos, la
reminiscencia se origina a partir de cosas semejantes, y en otros casos
también de cosas diferentes?
-Ocurre.
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-Así que, cuando uno recuerda algo a partir de objetos semejantes, ¿no
es necesario que experimente, además, esto: que advierta si a tal
objeto le falta algo o no en su parecido con aquello a lo que recuerda?
-Es necesario.
-Examina ya -dijo él- si esto es de este modo. Decimos que existe algo
igual. No me refiero a un madero igual a otro madero ni a una piedra
con otra piedra ni a ninguna cosa de esa clase, sino a algo distinto, que
subsiste al margen de todos esos objetos, lo igual en sí mismo.
¿Decimos que eso es algo, o nada?
-Lo decimos, ¡por Zeus! -dijo Simmias-, y de manera rotunda.
-¿Es que, además, sabemos lo que es?
-Desde luego que sí -repuso él.
-¿De dónde, entonces, hemos obtenido ese conocimiento? ¿No, por
descontado, de las cosas que ahora mismo mencionábamos, de haber
visto maderos o piedras o algunos otros objetos iguales, o a partir de
ésas cosas lo hemos intuido, siendo diferente a ellas? ¿O no te parece
que es algo diferente? Examínalo con este enfoque. ¿Acaso piedras que
son iguales y leños que son los mismos no le parecen algunas veces a
uno iguales, y a otro no?
-En efecto, así pasa.
-¿Qué? ¿Las cosas iguales en sí mismas es posible que se te muestren
como desiguales, o la igualdad aparecerá como desigualdad?
-Nunca jamás, Sócrates.
-Por lo tanto, no es lo mismo -dijo él- esas cosas iguales y lo igual en sí.
-De ningún modo a mí me lo parece, Sócrates.
-Con todo -dijo-, ¿a partir de esas cosas, las iguales, que son diferentes
de lo igual en sí, has intuido y captado, sin embargo, el conocimiento de
eso?
-Acertadísimamente lo dices -dijo.
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-¿En consecuencia, tanto si es semejante a esas cosas como si es
desemejante?
-En efecto.
-No hay diferencia ninguna -dijo él-. Siempre que al ver un objeto, a
partir de su contemplación, intuyas otro, sea semejante o desemejante,
es necesario -dijo- que eso sea un proceso de reminiscencia.
-Así es, desde luego.
-¿Y qué? -dijo él-. ¿Acaso experimentamos algo parecido con respecto a
los maderos y a las cosas iguales de que hablábamos ahora? ¿Es que no
parece que son iguales como lo que es igual por sí, o carecen de algo
para ser de igual clase que lo igual en sí, o nada?
-Carecen, y de mucho, para ello -respondió.
-Por tanto, ¿reconocemos que, cuando uno al ver algo piensa: lo que
ahora yo veo pretende ser como algún otro de los objetos reales, pero
carece de algo y no consigue ser tal como aquél, sino que resulta
inferior, necesariamente el que piensa esto tuvo que haber logrado ver
antes aquello a lo que dice que esto se asemeja, y que le resulta
inferior?
-Necesariamente.
-¿Qué, pues? ¿Hemos experimentado también nosotros algo así, o no,
con respecto a las cosas iguales y a lo igual en sí?
-Por completo.
-Conque es necesario que nosotros previamente hayamos visto lo igual
antes de aquel momento en el que al ver por primera vez las cosas
iguales pensamos que todas ellas tienden a ser como lo igual pero que
lo son insuficientemente.
-Así es.
-Pero, además, reconocemos esto: que si lo hemos pensado no es
posible pensarlo, sino a partir del hecho de ver o de tocar o de alguna
otra percepción de los sentidos. Lo mismo digo de todos ellos.
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-Porque lo mismo resulta, Sócrates, en relación con lo que quiere aclarar
nuestro razonamiento.
-Por lo demás, a partir de las percepciones sensibles hay que pensar
que todos los datos en nuestros sentidos apuntan a lo que es lo igual, y
que son inferiores a ello. ¿O cómo lo decimos?
-De ese modo.
-Por consiguiente, antes de que empezáramos a ver, oír, y percibir todo
lo demás, era necesario que hubiéramos obtenido captándolo en algún
lugar el conocimiento de qué es lo igual en sí mismo, si es que a este
punto íbamos a referir las igualdades aprehendidas por nuestros
sentidos, y que todas ellas se esfuerzan por ser tales como aquello, pero
le resultan inferiores.
-Es necesario de acuerdo con lo que está dicho, Sócrates.
-¿Acaso desde que nacimos veíamos, oíamos, y teníamos los demás
sentidos?
-Desde luego que sí.
-¿Era preciso, entonces, decimos, que tengamos adquirido el
conocimiento de lo igual antes que éstos?
-Sí.
-Por lo tanto, antes de nacer, según parece, nos es necesario haberlo
adquirido.
-Eso parece.
-Así que si, habiéndolo adquirido antes de nacer, nacimos teniéndolo,
¿sabíamos ya antes de nacer y apenas nacidos no sólo lo igual, lo
mayor, y lo menor, y todo lo de esa clase? Pues el razonamiento nuestro
de ahora no es en algo más sobre lo igual en sí que sobre lo bello en sí,
y lo bueno en sí, y lo justo y lo santo, y, a lo que precisamente me
refiero, sobre todo aquello que etiquetamos con «eso lo que es»1, tanto
al preguntar en nuestras preguntas como al responder en nuestras
1 El texto de la edición de Burnet propone autó en vez de toûto, que dan los manuscritos. De aceptar esa
conjetura, habría que traducir «lo que es en sí». Pero no parece necesario; el verbo esti tiene aquí su valor
existencial fuerte: «lo que es».
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respuestas. De modo que nos es necesario haber adquirido los
conocimientosde todo eso antes de nacer.
-Así es.
-Y si después de haberlos adquirido en cada ocasión no los olvidáramos,
naceríamos siempre sabiéndolos y siempre los sabríamos a lo largo de
nuestra vida. Porque el saber consiste en esto: conservar el
conocimiento que se ha adquirido y no perderlo. ¿O no es eso lo que
llamamos olvido, Simmias, la pérdida de un conocimiento?
-Totalmente de acuerdo, Sócrates -dijo.
-Y si es que después de haberlos adquirido antes de nacer, pienso, al
nacer los perdimos, y luego al utilizar nuestros sentidos respecto a esas
mismas cosas recuperamos los conocimientos que en un tiempo anterior
ya teníamos, ¿acaso lo que llamamos aprender no sería recuperar un
conocimiento ya familiar? ¿Llamándolo recordar lo llamaríamos
correctamente?
-Desde luego.
-Entonces ya se nos mostró posible eso, que al percibir algo, o viéndolo
u oyéndolo o recibiendo alguna otra sensación, pensemos a partir de
eso en algo distinto que se nos había olvidado, en algo a lo que se
aproximaba eso, siendo ya semejante o desemejante a él. De manera
que esto es lo que digo, que una de dos, o nacemos con ese saber y lo
sabemos todos a lo largo de nuestras vidas, o que luego quienes
decimos que aprenden no hacen nada más que acordarse, y el aprender
sería reminiscencia.
-Y en efecto que es así, Sócrates.
-¿Cuál de las dos explicaciones prefieres, Simmias? ¿Que hemos nacido
sabiéndolo o que luego recordamos aquello de que antes hemos
adquirido un conocimiento?
-No sé, Sócrates, qué elegir en este momento.
-¿Qué? ¿Puedes elegir lo siguiente y cómo te parece bien al respecto de
esto? ¿Un hombre que tiene un saber podría dar razón de aquello que
sabe2, o no?
2 Poder «dar razón» (lógon didōnai) es lo propio del dialéctico, como se dice en Rep. 543b. En eso,
efectivamente, se distingue el verdadero conocimiento de una creencia u opinión acertada (Menón 98a).
7
-Es de todo rigor, Sócrates -dijo.
-Entonces, ¿te parece a ti que todos pueden dar razón de las cosas de
que hablábamos ahora mismo?
-Bien me gustaría -dijo Simmias-. Pero mucho más me temo que
mañana a estas horas ya no quede ningún hombre capaz de hacerlo
dignamente.
-¿Por, tanto, no te parece -dijo-, Simmias, que todos lo sepan?
-De ningún modo.
-¿Entonces es que recuerdan lo que habían aprendido?
-Necesariamente.
-¿Cuándo han adquirido nuestras almas el conocimiento de esas mismas
cosas? Porque no es a partir de cuando hemos nacido como hombres.
-No, desde luego.
-Antes, por tanto.
-Sí.
-Por tanto existían, Simmias, las almas incluso anteriormente, antes de
existir en forma humana, aparte de los cuerpos, y tenían entendimiento.
-A no ser que al mismo tiempo de nacer, Sócrates, adquiramos esos
saberes, pues aún nos queda ese espacio de tiempo.
-Puede ser, compañero. ¿Pero en qué otro tiempo los perdemos? Puesto
que no nacemos conservándolos, según hace poco hemos reconocido.
¿O es que los perdemos en ese mismo en que los adquirimos? ¿Acaso
puedes decirme algún otro tiempo?
-De ningún modo, Sócrates; es que no me di cuenta de que decía un
sinsentido.
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-¿Entonces queda nuestro asunto así, Simmias? -dijo él-. Si existen las
cosas de que siempre hablamos, lo bello y lo bueno y toda la realidad3
de esa clase, y a ella referimos todos los datos de nuestros sentidos, y
hallamos que es una realidad nuestra subsistente de antes, y estas
cosas las imaginamos de acuerdo con ella, es necesario que, así como
esas cosas existen, también exista nuestra alma antes de que nosotros
estemos en vida. Pero si no existen, este razonamiento que hemos dicho
sería en vano. ¿Acaso es así, y hay una idéntica necesidad de que
existan esas cosas y nuestras almas antes de que nosotros hayamos
nacido, y si no existen las unas, tampoco las otras?
-Me parece a mí, Sócrates, que en modo superlativo -dijo Simmias- la
necesidad es la misma de que existan, y que el razonamiento llega a
buen puerto en cuanto a lo de existir de igual modo nuestra alma antes
de que nazcamos y la realidad de la que tú hablas. No tengo yo, pues,
nada que me sea tan claro como eso: el que tales cosas existen al
máximo: lo bello, lo bueno, y todo lo demás que tú mencionabas hace
un momento. Y a mí me parece que queda suficientemente demostrado.
-Y para Cebes, ¿qué? -repuso Sócrates-. Porque también hay que
convencer a Cebes.
-Satisfactoriamente -dijo Simmias-, al menos según supongo. Aunque
es el más resistente de los humanos en el prestar fe a los argumentos.
Pero pienso que está bien persuadido de eso, de que antes de nacer
nosotros existía nuestra alma. No obstante, en cuanto a que después de
que hayamos muerto aún existirá, no me parece a mí, Sócrates, que
esté demostrado; sino que todavía está en pie la objeción que Cebes
exponía hace unos momentos, esa de la gente, temerosa de que, al
tiempo que el ser humano perezca, se disperse su alma y esto sea para
ella el fin de su existencia. Porque, ¿qué impide que ella nazca y se
constituya de cualquier origen y que exista aun antes de llegar a un
cuerpo humano, y que luego de llegar y separarse de éste, entonces
también ella alcance su fin y perezca?
-Dices bien, Simmias -dijo Cebes-. Está claro, pues, que queda
demostrado algo así como la mitad de lo que es preciso: que antes de
nacer nosotros ya existía nuestra alma. Pero es preciso demostrar,
además, que también después de que hayamos muerto existirá no en
menor grado que antes de que naciéramos, si es que la demostración ha
de alcanzar su final.
3 De nuevo tenemos aquí el término ousía, que traducimos por «realidad»; también «entidad» sería traducción
aceptable.
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-Ya está demostrado, Simmias y Cebes -dijo Sócrates-, incluso en este
momento, si queréis ensamblar en uno solo este argumento y el que
hemos acordado antes de éste: el de que todo lo que vive nace de lo
que ha muerto. Pues si nuestra alma existe antes ya, y le es necesario a
ella, al ir a la vida y nacer, no nacer de ningún otro origen sino de la
muerte y del estar muerto, ¿cómo no será necesario que ella exista
también tras haber muerto, ya que le es forzoso nacer de nuevo?
Conque lo que decís ya está demostrado incluso ahora. Sin embargo,
me parece que tanto tú como Simmias tenéis ganas de que tratemos en
detalle, aún más, este argumento, y que estáis atemorizados como los
niños de que en realidad el viento, al salir ella del cuerpo, la disperse y
la disuelva, sobre todo cuando en el momento de la muerte uno se
encuentre no con la calma sino en medio de un fuerte ventarrón.
Entonces Cebes, sonriendo, le contestó:
-Como si estuviéramos atemorizados, Sócrates, intenta convencernos. O
mejor, no es que estemos temerosos, sino que probablemente hay en
nosotros un niño que se atemoriza ante esas cosas. Intenta, pues,
persuadirlo de que no tema a la muerte como al coco.
-En tal caso -dijo Sócrates- es preciso entonar conjuros cada día, hasta
que lo hayáis conjurado4.
-¿Pero de dónde, Sócrates -replicó él-, vamos a sacar un buen
conjurador de tales temores, una vez que tú -dijo- nos dejas?
-¡Amplia es Grecia, Cebes! -respondió él-. Y en ella hay hombres de
valer, y son muchos los pueblos de los bárbaros, que debéis escrutar
todos en busca de un conjurador semejante, sin escatimar dineros ni
fatigas, en la convicción de que no hay cosa en que podáis gastar más
oportunamente vuestros haberes. Debéis buscarlo vosotros mismos y
unos con otros. Porque tal vez no encontréis fácilmente quienes sean
capaces de hacerlo más que vosotros.
-Bien, así se hará -dijo Cebes-. Pero regresemos al punto donde lo
dejamos, si es -que es de tu gusto.
-Claro que es de mi gusto. ¿Cómo, pues, no iba a serlo?
-Dices bien -contestó.
4 Puede verse, sobre esos conjuros del alma, lo que Platón pone en boca del famoso mago Zalmoxis en
Cármides 157a. Al aludir, en broma, a tales conjuradores, el ateniense podía recordar a figuras de
«chamanes» o exorcizadores renombrados, como Zalmoxis, o Ábaris el Hiperbóreo, o Epiménides de Creta.
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-Por lo tanto -dijo Sócrates-, conviene que nosotros nos preguntemos
que a qué clase de cosa le conviene sufrir ese proceso, el
descomponerse, y a propósito de qué clase de cosa hay que temer que
le suceda eso mismo, y a qué otra cosa no. Y después de esto,
entonces, examinemos cuál de las dos es el alma, y según eso habrá
que estar confiado o sentir temor acerca del alma nuestra.
-Verdad dices -contestó.
-¿Le conviene, por tanto, a lo que se ha compuesto y a lo que es
compuesto por su naturaleza sufrir eso, descomponerse del mismo
modo como se compuso? Y si hay algo que es simple, sólo a eso no le
toca experimentar ese proceso, si es que le toca a algo.
-Me parece a mí que así es -dijo Cebes.
-¿Precisamente las cosas que son siempre del mismo modo y se
encuentran en iguales condiciones, éstas es extraordinariamente
probable que sean las simples, mientras que las que están en
condiciones diversas y en diversas formas, ésas serán compuestas?
-A mí al menos así me lo parece.
-Vayamos, pues, ahora -dijo- hacia lo que tratábamos en nuestro
coloquio de antes. La entidad misma, de cuyo ser dábamos razón al
preguntar y responder, ¿acaso es siempre de igual modo en idéntica
condición, o unas veces de una manera y otras de otras? Lo igual en sí,
lo bello en sí, lo que cada cosa es en realidad, lo ente, ¿admite alguna
vez un cambio y de cualquier tipo? ¿O lo que es siempre cada uno de los
mismos entes, que es de aspecto único en sí mismo, se mantiene
idéntico y en las mismas condiciones, y nunca en ninguna parte y de
ningún modo acepta variación alguna?
-Es necesario -dijo Cebes- que se mantengan idénticos y en las mismas
condiciones, Sócrates.
-¿Qué pasa con la multitud de cosas bellas, como por ejemplo personas
o caballos o vestidos o cualquier otro género de cosas semejantes, o de
cosas iguales, o de todas aquellas que son homónimas con las de antes?
¿Acaso se mantienen idénticas, o, todo lo contrarío a aquéllas, ni son
iguales a sí mismas, ni unas a otras nunca ni, en una palabra, de ningún
modo son idénticas?
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-Así son, a su vez -dijo Cebes-, estas cosas: jamás se presentan de
igual modo.
-¿No es cierto que éstas puedes tocarlas y verlas y captarlas con los
demás sentidos, mientras que a las que se mantienen idénticas no es
posible captarlas jamás con ningún otro medio, sino con el
razonamiento de la inteligencia, ya que tales entidades son invisibles y
no son objetos de la mirada?
-Por completo dices verdad -contestó.
-Admitiremos entonces, ¿quieres? -dijo-, dos clases de seres, la una
visible, la otra invisible.
-Admitámoslo también -contestó.
-¿Y la invisible se mantiene siempre idéntica, en tanto que la visible
jamás se mantiene en la misma forma?
-También esto -dijo- lo admitiremos.
-Vamos adelante. ¿Hay una parte de nosotros -dijo él- que es el cuerpo,
y otra el alma?
-Ciertamente -contestó.
-¿A cuál, entonces, de las dos clases afirmamos que es más afín y
familiar el cuerpo?
-Para cualquiera resulta evidente esto: a la de lo visible.
-¿Y qué el alma? ¿Es perceptible por la vista o invisible?
-No es visible al menos para los hombres, Sócrates -contestó.
-Ahora bien, estamos hablando de lo visible y lo no visible para la
naturaleza humana. ¿O crees que en referencia a alguna otra?
-A la naturaleza humana.
-¿Qué afirmamos, pues, acerca del alma? ¿Que es visible o invisible?
-No es visible.
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-¿Invisible, entonces?
-Sí.
-Por tanto, el alma es más afín que el cuerpo a lo invisible, y éste lo es a
lo visible.
-Con toda necesidad, Sócrates.
-¿No es esto lo que decíamos hace un rato, que el alma cuando utiliza el
cuerpo para observar algo, sea por medio de la vista o por medio del
oído, o por medio de algún otro sentido, pues en eso consiste lo de por
medio del cuerpo: en el observar algo por medio de un sentido,
entonces es arrastrada por el cuerpo hacia las cosas que nunca se
presentan idénticas, y ella se extravía, se perturba y se marea como si
sufriera vértigos, mientras se mantiene en contacto con esas cosas?
-Ciertamente.
-En cambio, siempre que ella las observa por sí misma, entonces se
orienta hacia lo puro, lo siempre existente e inmortal, que se mantiene
idéntico, y, como si fuera de su misma especie se reúne con ello, en
tanto que se halla consigo misma y que le es posible, y se ve libre del
extravío en relación con las cosas que se mantienen idénticas y con
elmismo aspecto, mientras que está en contacto con éstas. ¿A esta
experiencia es a lo que se llama meditación?
-Hablas del todo bella y certeramente, Sócrates -respondió.
-¿A cuál de las dos clases de cosas, tanto por lo de antes como por lo
que ahora decimos, te parece que es el alma más afín y connatural?
-Cualquiera, incluso el más lerdo en aprender -dijo él-, creo que
concedería, Sócrates, de acuerdo con tu indagación, que el alma es por
completo y en todo más afín a lo que siempre es idéntico que a lo que
no lo es.
-¿Y del cuerpo, qué?
-Se asemeja a lo otro.
-Míralo también con el enfoque siguiente: siempre que estén en un
mismo organismo alma y cuerpo, al uno le prescribe la naturaleza que
sea esclavo y esté sometido, y a la otra mandar y ser dueña. Y según
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esto, de nuevo, ¿cuál de ellos te parece que es semejante a lo divino y
cuál a lo mortal? ¿O no te parece que lo divino es lo que está
naturalmente capacitado para mandar y ejercer de guía, mientras que lo
mortal lo está para ser guiado y hacer de siervo?
-Me lo parece, desde luego.
-Entonces, ¿a cuál de los dos se parece el alma?
-Está claro, Sócrates, que el alma a lo divino, y el cuerpo a lo mortal.
-Examina, pues, Cebes -dijo-, si de todo lo dicho se nos deduce esto:
que el alma es lo más semejante a lo divino, inmortal, inteligible,
uniforme, indisoluble y que está siempre idéntico consigo mismo,
mientras que, a su vez, el cuerpo es lo más semejante a lo humano,
mortal, multiforme, irracional, soluble y que nunca está idéntico a sí
mismo. ¿Podemos decir alguna otra cosa en contra de esto, querido
Cebes, por lo que no sea así?
-No podemos.
-Entonces, ¿qué? Si las cosas se presentan así, ¿no le conviene al
cuerpo disolverse pronto, y al alma, en cambio, ser por completo
indisoluble o muy próxima a ello?
-Pues ¿cómo no?
-Te das cuenta, pues -prosiguió-, que cuando muere una persona, su
parte visible, el cuerpo, que queda expuesto en un lugar visible, eso que
llamamos el cadáver, a lo que le conviene disolverse, descomponerse y
disiparse, no sufre nada de esto enseguida, sino que permanece con
aspecto propio durante un cierto tiempo, si es que uno muere en buena
condición y en una estación favorable, y aun mucho tiempo. Pues si el
cuerpo se queda enjuto y momificado como los que son momificados en
Egipto, casi por completo se conserva durante un tiempo incalculable. Y
algunas partes del cuerpo, incluso cuando él se pudra, los huesos,
nervios y todo lo semejante son generalmente, por decirlo así,
inmortales. ¿O no?
-Sí.
-Por lo tanto, el alma, lo invisible, lo que se marcha hacia un lugar
distinto y de tal clase, noble, puro, e invisible, hacia el Hades en sentido
14
auténtico5, a la compañía de la divinidad buena y sabia, adonde, si dios
quiere, muy pronto ha de irse también el alma mía, esta alma nuestra,
que es así y lo es por naturaleza, al separarse del cuerpo, ¿al punto se
disolverá y quedará destruida, como dice la mayoría de la gente?
De ningún modo, queridos Cebes y Simmias. Lo que pasa, de
seguro, es lo siguiente: que se separa pura, sin arrastrar nada del
cuerpo, cuando ha pasado la vida sin comunicarse con él por su propia
voluntad, sino rehuyéndolo y concentrándose en sí misma, ya que se
había ejercitado continuamente en ello, lo que no significa otra cosa,
sino que estuvo filosofando rectamente y que de verdad se ejercitaba en
estar muerta con soltura. ¿O es que no viene a ser eso la preocupación
de la muerte?
-Completamente.
-Por lo tanto, ¿estando en tal condición se va hacia lo que es semejante
a ella, lo invisible, lo divino, inmortal y sabio6, y al llegar allí está a su
alcance ser feliz, apartada de errores, insensateces, terrores, pasiones
salvajes, y de todos los demás males humanos, como se dice de los
iniciados en los misterios, para pasar de verdad el resto del tiempo en
compañía de los dioses? ¿Lo diremos así, Cebes, o de otro modo?
-Así, ¡por Zeus! -dijo Cebes.
-Pero, en cambio, si es que, supongo, se separa del cuerpo contaminada
e impura, por su trato continuo con el cuerpo y por atenderlo y amarlo,
estando incluso hechizada por él, y por los deseos y placeres, hasta el
punto de no apreciar como verdadera ninguna otra cosa sino lo
corpóreo, lo que uno puede tocar, ver, y beber y comer y utilizar para
los placeres del sexo, mientras que lo que para los ojos es oscuro e
invisible, y sólo aprehensible por el entendimiento y la filosofía, eso está
acostumbrada a odiarlo, temerlo y rechazarlo, ¿crees que un alma que
está en tal condición se separará límpida ella en sí misma?
-No, de ningún modo -contestó.
-Por lo tanto, creo, ¿quedará deformada por lo corpóreo, que la
comunidad y colaboración del cuerpo con ella, a causa del continuo trato
y de la excesiva atención, le ha hecho connatural?
5 Hay un juego de palabras entre aidés «invisible» y Háidēs «Hades». Parece correcta la etimología de Hades
como el «invisible»; que era de uso popular, aunque Platón propone otra en Crátilo 404b
6 La calificación de «sabio» se agrega aquí como una nota más, de acuerdo con la noción tradicional de los
atributos de «lo divino».
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-Sin duda.
-Pero hay que suponer, amigo mío -dijo-, que eso es embarazoso,
pesado, terrestre y visible. Así que el alma, al retenerlo, se hace pesada
y es arrastrada de nuevo hacia el terreno visible, por temor a lo invisible
y al Hades, como se dice, dando vueltas en torno a los monumentos
fúnebres y las tumbas, en torno a los que, en efecto, han sido vistos
algunos fantasmas sombríos de almas; y tales espectros7 los
proporcionan las almas de esa clase, las que no se han liberado con
pureza, sino que participan de lo visible. Por eso, justamente, se dejan
ver.
-Es lógico, en efecto, Sócrates.
-Lógico ciertamente, Cebes. Y también que éstas no son en modo
alguno las de los buenos, sino las de los malos, las que están forzadas a
vagar en pago de la pena de su anterior crianza, que fue mala. Y vagan
errantes hasta que por el anhelo de lo que las acompaña como un
lastre, lo corpóreo, de nuevo quedan ligadas a un cuerpo. Y se ven
ligadas, como es natural, a los de caracteres semejantes a aquellos que
habían ejercitado ellas, de hecho, en su vida anterior8.
-¿Cuáles son esos que dices, Sócrates?
-Por ejemplo, los que se han dedicado a glotonerías, actos de lujuria, y
a su afición a la bebida, y que no se hayan moderado, ésos es verosímil
que se encarnen en las estirpes de los asnos y las bestias de tal clase.
¿No lo crees?
-Es, en efecto, muy verosímil lo que dices.
-Y los que han preferido las injusticias, tiranías y rapiñas, en las razas
de los lobos, de los halcones y de los milanos. ¿O a qué otro lugar
decimos que se encaminan las almas de esta clase?
7 La concepción de que las almas de los muertos perviven como sombras o espectros (eídōla) en el Hades está
ya bien atestiguada en HOMERO (en -la Nekuía o canto XI de la Odisea). Y lo está también la creencia de
que, si un cadáver no recibe los debidos honores fúnebres, su alma puede encontrar impedimentos para entrar
en el Hades, y así se ve obligada a vagar errante en torno a su tumba. (Ver Ilíada, XXIII 65-72, donde
Patroclo reclama un pronto servicio funerario.) Las almas vagan como «fantasmas sombríos» (skioeidē,
phantásmata).
8 La noción de la reencarnación de las almas en otros cuerpos, y en especies animales, es pitagórica. Ya
JENÓFANES alude a ella con ironía (fr. 7 DK). Platón, con una ironía aún más sutil, la invoca repetidas
veces. Así en Rep. 619e-620e, Fedro 248e-249b, y Timeo 41d-42d, 91d-92c. La combinación de la creencia
pitagórica y la tesis platónica sobre el alma provoca efectos extraños. ¿Cómo podría un alma que es -y lo es
esencialmente- racional reincorporarse en animales, de naturaleza irracional?
16
-Sin duda -dijo Cebes-, hacia tales estirpes.
-¿Así que -dijo él- está claro que también las demás se irán cada una de
acuerdo con lo semejante a sus hábitos anteriores?
-Queda claro, ¿cómo no? -dijo.
-Por tanto, los más felices de entre éstos -prosiguió- ¿son, entonces, los
que van hacia un mejor dominio, los que han practicado la virtud
democrática y política, esa que llaman cordura y justicia, que se
desarrolla por la costumbre y el uso sin apoyo de la filosofía y la razón?
-¿En qué respecto son los más felices?
-En el de que es verosímil que éstos accedan a una estirpe cívica y
civilizada, como por caso la de las abejas, o la de las avispas o la de las
hormigas, y también, de vuelta, al mismo linaje humano, y que de ellos
nazcan hombres sensatos.
-Verosímil.
-Sin embargo, a la estirpe de los dioses no es lícito que tenga acceso
quien haya partido sin haber filosofado y no esté enteramente puro, sino
tan sólo el amante del saber9. Así que, por tales razones, camaradas
Simmias y Cebes, los filosófos de verdad rechazan todas las pasiones
del cuerpo y se mantienen sobrios y no ceden ante ellas, y no por temor
a la ruina económica y a la pobreza, como la mayoría y los codiciosos. Y
tampoco es que, de otro lado, sientan miedo de la deshonra y el
desprestigio de la miseria, como los ávidos de poder y de honores, y por
ello luego se abstienen de esas cosas.
-No sería propio de ellos, desde luego, Sócrates -dijo Cebes.
-Por cierto que no, ¡por Zeus! -replicó él-. Así que entonces mandando a
paseo todo eso, Cebes, aquellos a los que les importa algo su propia
alma y que no viven amoldándose al cuerpo, no van por los mismos
caminos que estos que no saben adónde se encaminan, sino que
considerando que no deben actuar en sentido contrario a la filosofía y a
la liberación y el encanto de ésta, se dirigen de acuerdo con ella,
siguiéndola por donde ella los guía.
9 philomathēs equivale aquí a philósophos. Sólo a los auténtica y rectamente filosofantes les será permitido,
pues, presentarse ante los dioses y saludarles con un saludo parecido al que, según las laminillas áureas de
Turios, iban- a pronunciar los iniciados órficos: «¡También mi linaje es divino!».
17
-¿Cómo, Sócrates?
-Yo te lo dire -contestó-. Conocen, pues, los amantes del saber -dijoque
cuando la filosofía se hace cargo de su alma, está sencillamente
encadenada y apresada dentro del cuerpo, y obligada a examinar la
realidad a través de éste como a través de una prisión, y no ella por sí
misma, sino dando vueltas en una total ignorancia, y advirtiendo que lo
terrible del aprisionamiento es a causa del deseo, de tal modo que el
propio encadenado puede ser colaborador de su estar aprisionado. Lo
que digo es que entonces reconocen los amantes del saber que, al
hacerse cargo la filosofía de su alma, que está en esa condición, la
exhorta suavemente e intenta liberarla10, mostrándole que el examen a
través de los ojos está lleno de engaño, y de engaño también el de los
oídos y el de todos los sentidos, persuadiéndola a prescindir de ellos en
cuanto no le sean de uso forzoso, aconsejándole que se concentre
consigo misma y se recoja, y que no confíe en ninguna otra cosa, sino
tan sólo en sí misma, en lo que ella por sí misma capte de lo real como
algo que es en sí. Y que lo que observe a través de otras cosas que es
distinto en seres distintos, nada juzgue como verdadero. Que lo de tal
clase es sensible y visible, y lo que ella sola contempla inteligible e
invisible. Así que, como no piensa que deba oponerse a tal liberación, el
alma muy en verdad propia de un filósofo se aparta, así, de los placeres
y pasiones y pesares (y terrores) en todo lo que es capaz, reflexionando
que, siempre que se regocija o se atemoriza (o se apena) o se apasiona
a fondo, no ha sufrido ningún daño tan grande de las cosas que uno
puede creer, como si sufriera una enfermedad o hiciera un gasto
mediante sus apetencias, sino que sufre eso que es el más grande y el
extremo de los males, y no lo toma en cuenta.
-¿Qué es eso, Sócrates? -preguntó Cebes.
-Que el alma de cualquier humano se ve forzada, al tiempo que siente
un fuerte placer o un gran dolor por algo, a considerar que aquello
acerca de lo que precisa mente experimenta tal cosa es lo más evidente
y verdadero, cuando no es así. Eso sucede, en general, con las cosas
visibles, ¿o no?
-En efecto, sí.
-¿Así que en esa experiencia el alma se encadena al máximo con el
cuerpo?
10 Como apunta C. Eggers, parece tratarse de una hendíadis, que puede traducirse: «le exhorta a intentar
liberarse».
18
-¿Cómo es?
-Porque cada placer y dolor, como si tuviera un clavo, la clava en el
cuerpo y la fija como un broche y la hace corpórea, al producirle la
opinión de que son verdaderas las cosas que entonces el cuerpo afirma.
Pues a partir del opinar en común con el cuerpo y alegrarse con sus
mismas cosas, se ve obligada, pienso, a hacerse semejante en carácter
e inclinaciones a él, y tal como para no llegar jamás de manera pura al
Hades, sino como para partirse siempre contaminada del cuerpo, de
forma que pronto recaiga en otro cuerpo y rebrote en él como si la
sembraran, y con eso no va a participar11 de la comunión con lo divino,
puro y uniforme.
-Muy cierto es lo que dices, Sócrates -dijo Cebes.
-Entonces es por eso, Cebes, por lo que los en verdad amantes del
saber son ordenados y valerosos, y no por los motivos que dice la
gente. ¿O es que tú los crees?
11 El texto griego: dmoiros eînai tês synousías es algo más fuerte, al decir que el tal «se quedará sin su parte -o
su moira- en la comunión» con lo divino.
19
ARISTÓTELES
Trad. Patricio de Azcárate
Ética a Nicómaco Libro II 4-6
IV - Explicación del principio según el cual uno se hace uno
virtuoso ejecutando actos de virtud
Podría preguntarse qué es lo que entendemos cuando decimos que para
ser justo es preciso practicar la virtud, y para ser templado practicar la
templanza; porque si se hacen actos justos, actos de templanza, es
porque ya es uno justo y templado, lo mismo que si se aplican las reglas
de la gramática y de la música, es porque ya es uno gramático o músico
anteriormente.
¿Pero no es más exacto decir, que no es así, ni aun respecto de las artes
vulgares? ¿No es posible, por ejemplo, hacer una cosa muy correcta en
gramática por casualidad o con auxilio extraño o por sugestiones de
otro? Pero no será uno verdaderamente gramático, si lo que hace en
gramática no lo hace gramaticalmente, es decir, según las leyes de la
gramática que sabe y que él mismo posee. Hay además una diferencia,
que conviene señalar, entre las virtudes y las artes. Las cosas, que
producen las artes, llevan la perfección que les es propia en sí mismas,
y basta por consiguiente que aparezcan de una cierta manera. Pero los
actos, que producen las virtudes, no son justos ni moderados12
únicamente porque aparezcan de una cierta manera, sino que es preciso
además que el que obra se halle en cierta disposición moral en el
momento, mismo de obrar. La primera condición es que sepa lo que
hace; la segunda, que lo quiera así mediante una elección reflexiva y
que quiera los actos que produce a causa de los actos mismos; y, en fin,
es la tercera que al obrar, lo haga con resolución firme e inquebrantable
de no obrar jamás de otra manera. En las otras artes, no se tienen en
cuenta todas estas condiciones; basta saber lo que se hace. Por lo
contrario, respecto de las virtudes, el saber es punto de poca
importancia, y si se quiere, de ninguna; mientras que las otras dos
condiciones son de una importancia absoluta; porque las virtudes sólo
se conquistan mediante la constante repetición de actos de justicia, de
templanza, etc.
Y así pueden llamarse justos y templados los actos, cuando son de tal
naturaleza que un hombre templado y justo pueda ejecutarlos. Pero el
12 Distinción profunda: el acto virtuoso no es nada por sí mismo sin la intención de aquel que le produce.
20
hombre templado y justo no es simplemente el que los ejecuta, sino el
que los ejecuta como lo hacen los hombres verdaderamente justos y
templados. razón ha habido, pues, para decir que se hace justo el
hombre ejecutando acciones justas, templado ejecutando acciones de
templanza; y que si no se practican actos de este género, es imposible
que nadie llegue nunca a ser virtuoso. Pero el común de las gentes no
practican estas acciones; y pagándose de vanas palabras, creen crear
una filosofía y se imaginan que por este método adquieren una
verdadera virtud. Esto es poco más o menos lo mismo que hacen los
enfermos que escuchan muy atentos a los médicos, pero que no hacen
nada de lo que los mismos les ordenan; y así como los unos no pueden
tener el cuerpo sano, cuidándose de esta manera; lo mismo los otros no
tendrán jamás muy sana su alma, filosofando de esta suerte.
V - Teoría general de la virtud
Una vez fijados todos estos puntos, indicaremos lo que es la virtud.
Como en el alma no hay más que tres elementos: las pasiones o
afecciones, las facultades y las cualidades adquiridas o hábitos, es
preciso que la virtud sea una de estas tres cosas.
Llamo pasiones o afecciones, al deseo, a la cólera, al temor, al
atrevimiento, a la envidia, a la alegría, a la amistad, al odio, al pesar, a
los celos, a la compasión; en una palabra, a todos los sentimientos que
llevan consigo dolor o placer. Llamo facultades a las potencias que
hacen que se diga de nosotros, que somos capaces de experimentar
estas pasiones; por ejemplo, de encolerizarnos, de afligirnos, de
apiadarnos. En fin, entiendo por cualidad adquirida o hábito la
disposición moral, buena o mala, en que estamos para sentir todas
estas pasiones. Así, por ejemplo, en la pasión de la cólera, si la
sentimos demasiado viva o demasiado muerta, es una disposición mala;
si la sentimos en una debida proporción, es una disposición que se tiene
por buena. La misma observación se puede hacer respecto a todas las
demás pasiones.
De aquí se sigue, que ni las virtudes ni los vicios, hablando
propiamente13, son pasiones. Por el pronto y en realidad no se nos llama
buenos o malos en vista de nuestras pasiones, sino teniendo en cuenta
nuestras virtudes y nuestros vicios. En segundo lugar, al hombre no se
le alaba ni se le censura a causa de las pasiones que tiene; así que no
13 Las pasiones pueden ser indiferentemente buenas o malas según la medida en que se las siente, y según los
objetos a que se aplican. Por lo contrario, la virtud es siempre y exclusivamente buena; y el vicio es siempre y
exclusivamente malo.
21
se alaba ni se censura al que en general tiene miedo o se encoleriza,
sino que sólo es censurado el que experimenta estos sentimientos de
cierta manera; y, por el contrario, en razón de los vicios y virtudes que
descubrimos, somos directamente alabados o censurados. Además, los
sentimientos de cólera y de temor no dependen de nuestra elección y de
nuestra voluntad, mientras que las virtudes son voliciones muy
reflexivas, o por lo menos, no existen sin la acción de nuestra voluntad
y siendo objeto de nuestra preferencia. Añadamos también, que
respecto de las pasiones debe decirse que somos por ellas conmovidos,
mientras que respecto de las virtudes y de los vicios no se dice que
experimentamos emoción alguna; y sí sólo que tenemos una cierta
disposición moral.
Por estas mismas razones las virtudes no son tampoco simples
facultades; porque no se dice de nosotros que seamos virtuosos o malos
sólo porque tengamos la facultad de experimentar afecciones, así como
no es este motivo suficiente para que se nos alabe o se nos censure.
Además, la naturaleza es la que nos da la facultad, la posibilidad de ser
buenos o viciosos; pero no es ella la causa de que nos hagamos lo uno o
lo otro, como acabamos de ver.
Concluyamos, pues, diciendo, que si las virtudes no son pasiones, ni
facultades, no pueden ser sino hábitos o cualidades; y todo esto nos
prueba claramente lo que es la virtud, generalmente hablando.
VI - De la naturaleza de la virtud
Es preciso no contentarse con decir, como hemos hecho hasta ahora,
que la virtud es un hábito o manera de ser, sino que es preciso decir
también en forma específica cuál es esta manera de ser.
Comencemos por sentar, que toda virtud es, respecto a la cosa sobre
que recae, lo que completa la buena disposición de la misma y le
asegura la ejecución perfecta de la obra que le es propia. Así, por
ejemplo, la virtud del ojo hace que el ojo sea bueno, y que realice como
debe su función; porque gracias a la virtud del ojo se ve bien. La misma
observación, si se quiere, tiene lugar con la virtud del caballo; ella es la
que le hace buen caballo, a propósito para la carrera, para conducir al
jinete y para sostener el choque de los enemigos. Si sucede así en todas
las cosas, la virtud en el hombre será esta manera de ser moral, que
hace de él un hombre bueno, un hombre de bien, y gracias a la cual
sabrá realizar la obra que le es propia.
22
Ya hemos dicho cómo el hombre puede conseguir esto; pero nuestro
pensamiento se hará más evidente aún, cuando hayamos visto cuál es
la verdadera naturaleza de la virtud.
En toda cuantidad continua y divisible, pueden distinguirse tres cosas:
primero el más; después el menos, y en fin, lo igual; y estas
distinciones pueden hacerse o con relación al objeto mismo, o con
relación a nosotros. Lo igual es una especie de término intermedio entre
el exceso y el defecto, entre lo más y lo menos. El medio, cuando se
trata de una cosa, es el punto que se encuentra a igual distancia de las
dos extremidades, el cual es uno y el mismo en todos los casos. Pero
cuando se trata del hombre, cuando se trata de nosotros, el medio es lo
que no peca, ni por exceso, ni por defecto; y esta medida igual está
muy distante de ser una ni la misma para todos los hombres.
Veamos un ejemplo: suponiendo que el número diez represente una
cantidad grande, y el número dos una muy pequeña, el seis será el
término medio con relación a la cosa que se mide; porque seis excede al
dos en una suma igual a la que le excede a él el número diez. Este es el
verdadero medio según la proporción que demuestra la aritmética, es
decir, el número. Pero no es este ciertamente el camino que debe
tomarse para buscar el medio tratándose de nosotros. En efecto, porque
para tal hombre diez libras de alimento sean demasiado y dos libras
muy poco, no es razón para que un médico prescriba a todo el mundo
seis libras de alimento, porque seis libras para el que haya de tomarlas,
pueden ser una alimentación enorme o una alimentación insuficiente.
Para Milon14 es demasiado poco; por lo contrario, es mucho para el que
empieza a trabajar en la gimnástica15. Lo que aquí se dice de alimentos,
puede decirse igualmente de las fatigas de la carrera y de la lucha. Y
así, todo hombre instruido y racional se esforzará en evitar los excesos
de todo género, sean en más, sean en menos; sólo debe buscar el justo
medio y preferirle a los extremos. Pero aquel no es simplemente el
medio de la cosa misma, es el medio con relación a nosotros.
Gracias a esta prudente moderación, toda ciencia llena perfectamente su
objeto propio, no perdiendo jamás de vista este medio, y reduciendo
todas sus obras a este punto único. He aquí por qué se dice muchas
veces. cuando se habla de las obras bien hechas y se las quiere alabar,
que nada se las puede añadir ni quitar; como dando a entender, que así
como el exceso y el defecto destruirían la perfección, sólo el justo medio
puede asegurarla. Este es el fin, lo repetimos, a que se dirigen siempre
los esfuerzos de los buenos artistas en sus obras; y la virtud que es mil
14 Dícese que Milon comía veinte libras de alimento por día.
15 Uno de los cuidados más importantes de los gimnastas en la antigüedad era arreglar el alimento de sus
discípulos. Véase la Política, lib. V, cap. III.
23
veces más precisa y mil veces mejor que ningún arte, se fija
constantemente como la naturaleza misma en este medio perfecto.
Hablo aquí de la virtud moral; porque ella es la que concierne a las
pasiones y a los actos del hombre, y en nuestros actos y en nuestras
pasiones es donde se dan, ya el exceso, ya el defecto, ya el justo medio.
Así, por ejemplo, en los sentimientos de miedo y de audacia, de deseo y
de aversión, de cólera y de compasión, en una palabra, en los
sentimientos de placer y dolor se dan el más y el menos; y ninguno de
estos sentimientos opuestos son buenos. Pero saber ponerlos a prueba
como conviene, según las circunstancias, según las cosas, según las
personas, según la causa, y saber conservar en ellas la verdadera
medida, este es el medio, esta es la perfección que sólo se encuentra en
la virtud.
Con los actos sucede absolutamente lo mismo que con las pasiones:
pueden pecar por exceso o por defecto, o encontrar un justo medio.
Ahora bien, la virtud se manifiesta en las pasiones y en los actos; y para
las pasiones y los actos el exceso en más es una falta; el exceso en
menos es igualmente reprensible; el medio únicamente es digno de
alabanza, porque el sólo está en la exacta y debida medida; y estas dos
condiciones constituyen el privilegio de la virtud. Y así, la virtud es una
especie de medio, puesto que el medio es el fin que ella busca sin cesar.
Además, puede uno conducirse mal de mil maneras diferentes; porque
el mal pertenece a lo infinito, como oportunamente lo han representado
los pitagóricos; pero el bien pertenece a lo finito, puesto que no puede
uno conducirse bien sino de una sola manera. He aquí cómo el mal es
tan fácil y el bien, por lo contrario, tan difícil; porque, en efecto, es fácil
no lograr una cosa, y difícil conseguirla. He aquí también, por qué el
exceso y el defecto pertenecen juntos al vicio; mientras que sólo el
medio pertenece a la virtud:
«Es uno bueno por un sólo camino; malo, por mil.»
Por lo tanto, la virtud es un hábito, una cualidad que depende de
nuestra voluntad, consistiendo en este medio que hace relación a
nosotros, y que está regulado por la razón en la forma que lo regularía
el hombre verdaderamente sabio. La virtud es un medio entre dos
vicios, que pecan, uno por exceso, otro por defecto; y como los vicios
consisten en que los unos traspasan la medida que es preciso guardar, y
los otros permanecen por bajo de esta medida, ya respecto de nuestras
acciones, ya respecto de nuestros sentimientos, la virtud consiste, por lo
contrario, en encontrar el medio para los unos y para los otros, y
mantenerse en él dándole la preferencia.
24
He aquí por qué la virtud, tomada en su esencia y bajo el punto de vista
de la definición que expresa lo que ella es, debe mirársela como un
medio. Pero con relación a la perfección y al bien, la virtud es un
extremo y una cúspide16.
Por lo demás, es preciso decir, que ni todas las acciones, ni todas las
pasiones son indistintamente susceptibles de este medio. Hay tal acción,
tal pasión, que con sólo pronunciar su nombre, aparece la idea de mal y
de vicio: como por ejemplo, la malevolencia o tendencia a regocijarse
del mal de otro, la impudencia, la envidia; y en punto a acciones, el
adulterio, el robo, el asesinato; porque todas estas cosas y las parecidas
a ellas son declaradas malas y criminales únicamente a causa del
carácter horrible que ofrecen; y no por su exceso, ni por su defecto.
Respecto de estas cosas, por tanto, nunca hay medio de obrar bien; sólo
es posible la falta. En los casos de este género indagar lo que es bien y
lo que no es bien, es cosa inconcebible; como, por ejemplo, en el
adulterio, averiguar si ha sido cometido con tal mujer, en tales
circunstancias, de tal manera; porque hacer cualquiera de estas cosas
es, absolutamente hablando, cometer un crimen. Es como si uno
imaginara que en la iniquidad, en la cobardía, en la embriaguez, podía
haber un medio, un exceso y un defecto; porque entonces sería preciso
que hubiese un medio de exceso y de defecto, y un exceso de exceso, y
un defecto de defecto. Pero así como no hay exceso ni defecto para el
valor y para la templanza, porque en ellos el medio es, en cierta
manera, un extremo; en igual forma no hay para estos actos culpables,
ni medio, ni exceso, ni defecto; sino que de cualquier manera que se
tome, siempre es criminal el que los cometa; porque no es posible que
haya un medio, ni para el exceso, ni para el defecto, como no puede
haber ni exceso ni defecto para el medio.
Ética a Nicómaco Libro X, 6-8
VI - Rápida recapitulación de la teoría de la felicidad
Después de haber estudiado las diversas especies de virtudes, de
amistades y de placeres, sólo falta que tracemos un rápido bosquejo de
la felicidad, puesto que reconocemos que es el fin de todos los actos del
hombre. Recapitulando lo que hemos dicho, podremos abreviar nuestro
trabajo.
16 Modificación muy exacta e importante de la fórmula general.
25
Hemos sentado, que la felicidad no es una simple manera de ser
puramente pasiva; porque entonces la encontraríamos en el hombre que
pasase durmiendo toda la vida, viviendo la vida vegetativa de una
planta y experimentando las mayores desgracias. Si esta idea de
felicidad es inaceptable, es preciso suponerla más bien en un acto de
cierta especie, como he hecho ver anteriormente. Pero entre los actos,
hay unos que son necesarios y hay otros que pueden ser objeto de una
libre elección, ya en vista de otros objetos, ya en vista de ellos mismos.
Es harto claro, que es preciso colocar la felicidad entre los actos que se
eligen y que se desean por sí mismos, y no entre los que se buscan en
vista de otros. La felicidad no debe tener necesidad de otra cosa, y debe
bastarse a sí misma por completo. Los actos apetecibles en sí son
aquellos, en que no hay nada que buscar más allá del acto mismo; y en
mi opinión, estos son los actos conformes a la virtud, porque hacer
cosas buenas y bellas constituye precisamente uno de los actos que se
deben buscar por sí mismos. Entre la clase de cosas apetecibles por sí
mismas pueden incluirse también las simples diversiones; porque en
general sólo se las busca por sí mismas, por divertirse y nada más. Pero
muchas veces estas diversiones nos perjudican más que nos
aprovechan, si por ellas abandonamos el cuidado de nuestra salud y el
de nuestra fortuna. Y esto, no obstante, la mayor parte de los hombres,
cuya felicidad es objeto de envidia, sólo piensan en entregarse a estas
diversiones. también se observa que los tiranos hacen gran aprecio de
los que gustan mucho de esta clase de placeres; porque los aduladores
se muestran complacientes en todas las cosas que los tiranos desean, y
los tiranos a su vez tienen necesidad de gentes que los adulen. El vulgo
se imagina que estas diversiones son una parte de la felicidad, porque
los que ocupan el poder son los primeros a perder el tiempo en ellas;
pero la vida de estos hombres no puede servir de ejemplo ni de prueba.
La virtud y la inteligencia, origen único de todas las acciones buenas, no
son las compañeras obligadas del poder; y el que semejantes gentes,
incapaces como son de gustar un placer delicado y verdaderamente
libre, se entreguen a los placeres del cuerpo, su único refugio, no es
razón para que nosotros tengamos estos placeres groseros por los más
apetecibles. también los niños creen, que aquello que más aprecian es
lo más precioso que existe en el mundo. Pero es cosa bien clara, que lo
mismo que los hombres formales y los niños dan su estimación a cosas
muy diferentes, así también los malos y los buenos la dan a cosas
enteramente opuestas. Lo repito, aunque ya lo haya dicho muchas
veces: las cosas verdaderamente buenas y dignas de ser amadas son
las que tienen este carácter a los ojos del hombre virtuoso; y como para
cada individuo el acto que merece su preferencia es el que es conforme
a su propia manera de ser, el acto para el hombre virtuoso es el acto
conforme a la virtud.
26
La felicidad no consiste en divertirse; sería un absurdo que la diversión
fuera el fin de la vida; sería también absurdo trabajar y sufrir durante
toda la vida sin otra mira que la de divertirse. Puede decirse realmente
de todas las cosas del mundo, que sólo se las desea en vista de otra
cosa, excepto sin embargo la felicidad, porque ella es en sí misma fin.
Pero esforzarse y trabajar, repito, únicamente para conseguir el
divertirse, es una idea insensata y sobrado pueril. según Anacarsis17, es
preciso divertirse para dedicarse después a asuntos serios, y tiene
mucha razón. La diversión es una especie de reposo, y como no se
puede trabajar sin descanso, el ocio es una necesidad. Pero este ocio
ciertamente no es el fin de la vida; porque sólo tiene lugar en vista del
acto que se ha de realizar más tarde. La vida dichosa es la vida
conforme a la virtud; y esta vida es seria18 y laboriosa; no la
constituyen las vanas diversiones. Las cosas serias están en general
muy por encima de las gracias y de las burlas; y el acto de la mejor
parte de nosotros, o de lo mejor del hombre, se considera siempre como
el acto más serio. Ahora bien, el acto de lo mejor vale más por lo mismo
que es el mejor y proporciona más felicidad. El ser más rebajado o un
esclavo pueden gozar de los bienes del cuerpo como el más distinguido
de los hombres. Sin embargo, no puede reconocerse la felicidad en un
ser envilecido por la esclavitud, sino es en la forma que se reconoce en
el la vida. La felicidad no consiste en estos miserables pasatiempos;
consiste en los actos que son conformes a la virtud, como se ha dicho
anteriormente.
VII - Continuación de la recapitulación de las teorías sobre la
felicidad
Si la felicidad sólo consiste en el acto que es conforme con la virtud, es
natural que este acto sea conforme con la virtud más elevada, es decir,
la virtud de la parte mejor de nuestro ser. Y ya sea esta el
entendimiento u otra parte, que según las leyes de la naturaleza
parezca hecha para mandar y dirigir y para tener conocimiento de las
cosas verdaderamente bellas y divinas; o ya sea algo divino que hay en
nosotros, o por lo menos lo que haya más divino en todo lo que existe
en el interior del hombre, siempre resulta que el acto de esta parte
conforme a su virtud propia debe ser la felicidad perfecta; y ya hemos
dicho, que este acto es el del pensamiento y de la contemplación.
17 Anacarsis, considerado como uno de los sabios de la Grecia, a pesar de su cualidad de extranjero y bárbaro.
18 Idea exacta y grande de la vida. El estoicismo más tarde exageró este principio hasta la tristeza. El sistema
platoniano es el que verdaderamente se ha mantenido dentro de los límites debidos.
27
Esta teoría concuerda exactamente con los principios que anteriormente
hemos sentado y con la verdad. Por lo pronto este acto es sin
contradicción el mejor acto, puesto que el entendimiento es lo más
precioso que existe en nosotros y la cosa más preciosa entre todas las
que son accesibles al conocimiento del entendimiento mismo. Además,
este acto es aquel cuya continuidad podemos sostener mejor; porque
podemos pensar por muchísimo más tiempo que podemos hacer
ninguna otra cosa, cualquiera que ella sea. Por otra parte, creemos que
el placer debe mezclarse con la felicidad; y de todos los actos que son
conformes con la virtud, el que nos encanta y nos agrada más, según
opinión de todo el mundo, es el ejercicio de la sabiduría y de la ciencia.
Los placeres que proporciona la filosofía son al parecer admirables por
su pureza y por su certidumbre; y esta es la causa por qué procura mil
veces más felicidad el saber que el buscar la ciencia. Esta
independencia, de que tanto se habla, se encuentra principalmente en la
vida intelectual y contemplativa. Sin duda el sabio tiene necesidad de
las cosas indispensables para la existencia, como la tiene el hombre
justo y como la tienen los demás hombres, pero partiendo del supuesto
de que todos tengan igualmente satisfecha esta primera necesidad, el
justo necesita además de gentes para ejercitar en ellas y por ellas su
justicia. En el mismo caso están el hombre templado, el valiente y todos
los demás, puesto que necesitan estar en relación con otros hombres. El
sabio, el verdadero sabio, puede, aun estando sólo consigo mismo,
entregarse al estudio y a la contemplación; y cuanto más sabio sea más
se entrega a el. No quiero decir que no le viniera bien tener
colaboradores; pero no por eso deja de ser el sabio el más
independiente de los hombres y el más capaz de bastarse a sí mismo. Y
aún puede añadirse, que esta vida del pensamiento es la única que se
ama por sí misma; porque de esta vida no resulta otra cosa que la
ciencia y la contemplación, mientras que en todas aquellas en que es
necesario obrar, se va siempre en busca de un resultado que es más o
menos extraño a la acción.
También se puede sostener que la felicidad consiste en el reposo y la
tranquilidad; no se trabaja sino para llegar a descansar, como se hace la
guerra para obtener la paz. Ahora bien; todas las virtudes prácticas
tienen lugar y se ejercitan en la política o en la guerra; pero los actos
que ellas exigen al parecer no dejan al hombre ni un instante de tregua,
especialmente los de la guerra, en la que el reposo es cosa
absolutamente desconocida. Y así nadie quiere la guerra ni la prepara
por la guerra misma. Sería preciso ser un verdadero asesino para
convertir en enemigos a sus amigos, y provocar por capricho combates
y matanzas. En cuanto a la vida del hombre político, es tan poco
tranquila como la del hombre de guerra. Además de la dirección de los
28
negocios del Estado, es preciso que se ocupe incesantemente en
conquistar el poder y los honores, o por lo menos en asegurar su
felicidad personal y la de sus conciudadanos individualmente; porque
esta felicidad es muy diferente, casi no es menester decirlo, de la
felicidad general de la sociedad, y en nuestras indagaciones hemos
procurado distinguirlas cuidadosamente. Así, pues, entre los actos
conformes con la virtud, los de la política y la guerra podrán superar a
los demás en brillantez e importancia; pero tienen lugar en medio de la
agitación y se llevan a cabo en vista de un fin extraño, pues no se los
busca por sí mismos. Por el contrario, el acto del pensamiento y del
entendimiento, siendo como es contemplativo, supone una aplicación
mucho más seria; no tiene otro fin que él mismo, y lleva consigo el
placer que le es exclusivamente propio y que se ve aumentado por la
intensidad de la acción. Por lo tanto, así la independencia que se basta a
sí misma, como la tranquilidad y la calma, toda la que el hombre puede
disfrutar, y todas las ventajas análogas que se atribuyen de ordinario a
la felicidad, todas estas cosas se encuentran en el acto del pensamiento
contemplativo. Sólo esta vida es la que ciertamente constituye la
felicidad perfecta del hombre, con tal que, añado yo, sea tan extensa
como la vida; porque ninguna de las condiciones que se refieren a la
felicidad puede ser incompleta.
Quizá esta vida tan digna sea superior a las fuerzas del hombre, o por lo
menos si puede el hombre vivir de esta suerte, no es como hombre,
sino en tanto que hay en el un algo divino. Y tanto cuanto este principio
divino está por encima del compuesto19 a que él está unido, otro tanto
el acto de este principio es superior a cualquier otro acto, sea el que
quiera, conforme a la virtud. Pero si el entendimiento es algo divino con
relación al resto del hombre, la vida propia del entendimiento es una
vida divina con relación a la vida ordinaria de la humanidad. Por lo tanto
no hay que dar oídas a los que aconsejan al hombre que piense tan sólo
en las cosas humanas, y al ser mortal que sólo piense en las cosas que
son mortales como él. Lejos de esto, es preciso que el hombre se
inmortalice tanto cuanto sea posible; y que haga un esfuerzo por vivir
conforme al principio más noble de todos los que le constituyen. Aunque
este principio no es nada, si se considera el pequeño espacio que ocupa,
no por eso deja de ser infinitamente superior a todo lo demás del
hombre en poder y en dignidad. En mi opinión, él es el que nos
constituye a cada uno de nosotros y forma de cada cual un individuo,
puesto que es la parte dominante y superior; y sería un absurdo en el
hombre no adoptar su propia vida e ir a adoptar en cierta manera la de
otro. El principio que antes dejamos sentado concuerda perfectamente
19 Aristóteles en ninguna parte de sus obras es tan explícito como en este párrafo en lo relativo a la
espiritualidad del alma.
29
con lo que decimos aquí: lo que es propio de un ser y conforme con su
naturaleza está por encima de todo lo mejor y lo más agradable para él.
Ahora bien; lo más propio del hombre es la vida del entendimiento,
puesto que el entendimiento es verdaderamente todo el hombre; y por
consiguiente, la vida del entendimiento es también la vida más dichosa
a que el hombre puede aspirar.
VII - Superioridad de la felicidad intelectual
La vida, que puede colocarse en segunda línea después de esta superior,
es la que conforma con cualquiera otra virtud que no sean la sabiduría y
la ciencia; porque los actos, que se refieren a nuestras facultades
secundarias, son actos puramente humanos. De esta manera hacemos
actos de justicia y de valor, practicamos otras virtudes en el comercio
ordinario de la vida, cambiamos con nuestros semejantes mutuos
servicios, y sostenemos con ellos relaciones de mil géneros, así como,
en materia de sentimientos, procuramos dar a cada uno lo que le es
debido; pero todos estos actos no salen de la esfera humana. Hay
algunos que sólo afectan a cualidades del cuerpo; y en muchos casos la
virtud moral del corazón se liga estrechamente a las pasiones. Por lo
demás, la prudencia se une muy bien igualmente con la virtud moral, así
como esta virtud se liga recíprocamente con la prudencia, porque los
principios de la prudencia se relacionan íntimamente con las virtudes
morales, y la regla de estas virtudes se encuentra completamente
conforme con las de la prudencia. Pero las virtudes morales, como están
entremezcladas con las pasiones, afectan, a decir verdad, al compuesto
que constituye el hombre. Las virtudes del compuesto son simplemente
humanas; por consiguiente, la vida, que practica estas virtudes, y la
felicidad, que estas virtudes proporcionan, son puramente humanas. En
cuanto a la felicidad de la inteligencia, esta está completamente aparte.
Pero no quiero volver a tocar este punto, porque ir más lejos y precisar
pormenores, sería traspasar el fin que nos hemos propuesto.
Añádase solamente, que la felicidad de la inteligencia no exige casi
bienes exteriores, o más bien que los necesita mucho menos que la
felicidad que resulta de la virtud moral. Las cosas absolutamente
necesarias a la vida son condiciones indispensables para ambas, y en
este punto están en una misma línea. Sin duda el hombre, que se
consagra a la vida civil y política, tiene que ocuparse más del cuerpo y
de todo lo que al cuerpo se refiere; sin embargo, sobre este punto hay
siempre muy poca diferencia. Por lo contrario, con respecto a los actos,
la diferencia es enorme. Así el hombre liberal y generoso tendrá
30
necesidad de cierto grado de fortuna para ejercer su liberalidad; y el
hombre justo no advertirá menos la necesidad de ella para corresponder
dignamente a los demás en razón de lo que ha recibido; porque las
intenciones no se ven y los hombres inicuos fingen con facilidad tener la
intención de ser justos. El hombre de valor, por su parte, tiene también
necesidad de un cierto poder, para realizar los actos conformes a la
virtud que le distingue. El mismo hombre templado tiene necesidad de
algún bienestar, porque si no tuviera medios de satisfacer sus
necesidades, ¿cómo podría saber si era templado o si era otra cosa? Una
cuestión que importa resolver es si el punto capital en la virtud es la
intención o es el acto, pudiendo la virtud encontrarse a la vez en los
actos y en la intención. En mi opinión, evidentemente no hay virtud
completa si no aparecen reunidas ambas condiciones. Mas para las
acciones se necesitan muchas cosas; y cuanto más bellas y grandes
son, tanto más las necesitan.
Por lo contrario, cuando se trata de la felicidad que proporcionan la
inteligencia y la reflexión, no hay necesidad, en razón del acto del que
se entrega a ella, de todo esto; y hasta puede decirse que serian otros
tantos obstáculos, por lo menos respecto a la contemplación y al
pensamiento. Pero como en tanto que hombre y en tanto que se vive
con los demás se siente uno inclinado a practicar la virtud, habrá
necesidad precisamente de todos estos recursos materiales, para
desempeñar el papel de hombre en la sociedad.
He aquí otra prueba de que la perfecta felicidad es un acto de pura
contemplación. Suponemos siempre como incontestable, que los dioses
son los más dichosos y los más afortunados de todos los seres. Pues
bien; ¿qué actos pueden propiamente atribuirse a los dioses? ¿Es la
justicia? ¿Y no nos formaríamos una idea bien ridícula de los dioses, si
creyéramos que entre ellos se llevan a cabo convenios y se restituyen
depósitos, y que mantienen otras mil relaciones de este género? ¿Se les
puede tampoco atribuir actos de valor, el desprecio de los peligros, la
constancia en afrontarlos, haciéndolo sólo por exigirlo el honor? ¿O
acaso les atribuiremos actos de liberalidad? Pero en este caso, ¿a quién
habrían de hacer sus donativos? Y entonces, sería preciso incurrir en el
absurdo de suponer que se valen de la moneda y de otros expedientes
del mismo género. Por otra parte, si son templados, ¿cuál es el mérito
que en ello contraen? ¿No será una alabanza grosera decir que no
tienen pasiones vergonzosas? Si se recorren al por menor todas las
acciones que el hombre puede ejecutar, son todas verdaderamente bien
mezquinas para atribuirlas a los dioses, y completamente indignas de su
majestad. Sin embargo, el mundo entero cree en su existencia; por
consiguiente se cree también que obran, porque al parecer no duermen
31
siempre como Endimion20. Pero si en el ser vivo se suprime la idea del
obrar, y con más razón la idea de hacer algún acto exterior, ¿qué otra
cosa le queda más que la contemplación?21 Así, pues, el acto de Dios,
que supera en felicidad a todos los demás, es puramente contemplativo;
y de los actos humanos el que se aproxima más íntimamente a este es
también el acto que proporciona mayor grado de felicidad.
Añádase aún otra consideración, y es que el resto de los animales no
participan de la felicidad, porque son absolutamente incapaces de este
acto de que están privados. La existencia en los dioses es toda dichosa;
en cuanto a los hombres sólo es dichosa en cuanto es una imitación de
este acto divino; y para los demás animales, ni uno solo es partícipe de
la felicidad, porque ninguno participa de esta facultad del pensamiento y
de la contemplación. Tan lejos como va la contemplación, otro tanto
avanza la felicidad; y los seres más capaces de reflexionar y de
contemplar son igualmente los más dichosos, no indirectamente, sino
por efecto de la contemplación misma, que tiene en sí un precio infinito;
y en fin, en conclusión, la felicidad puede ser considerada como una
especie de contemplación.
20 Rey, pastor o cazador de Caria a quien Júpiter castigó condenándole a un sueño de cincuenta años, según
unos, y eterno según otros, por haberse enamorado de Juno.
21 Este principio exagerado ha llevado al misticismo a locuras que todos conocen.
32
ARISTÓTELES
Política Libro I, 1-3
Trad. Patricio de Azcárate
Cap. I - Origen del Estado y de la sociedad
Todo Estado es evidentemente una asociación, y toda asociación no se
forma sino en vista de algún bien, puesto que los hombres, cualesquiera
que ellos sean, nunca hacen nada sino en vista de lo que les parece ser
bueno. Es claro, por lo tanto, que todas las asociaciones tienden a un
bien de cierta especie, y que el más importante de todos los bienes debe
ser el objeto de la más importante de las asociaciones, de aquella que
encierra todas las demás, y a la cual se llama precisamente Estado y
asociación política.
No han tenido razón, pues, los autores para afirmar que los caracteres
de rey, magistrado, padre de familia y dueño se confunden. Esto
equivale a suponer, que toda la diferencia entre estos no consiste sino
en el más y el menos, sin ser específica; que un pequeño número de
administrados constituiría el dueño, un número mayor el padre de
familia, uno más grande el magistrado o el rey; es suponer, en fin, que
una gran familia es en absoluto un pequeño Estado. Estos autores
añaden, por lo que hace al magistrado y al rey, que el poder del uno es
personal e independiente, y que el otro es en parte jefe y en parte
súbdito, sirviéndose de las definiciones mismas de su pretendida ciencia.
Toda esta teoría es falsa; y bastará, para convencerse de ello, adoptar
en este estudio nuestro método habitual. Aquí, como en los demás
casos, conviene reducir lo compuesto a sus elementos
indescomponibles, es decir, a las más pequeñas partes del conjunto.
Indagando así cuáles son los elementos constitutivos del Estado,
reconoceremos mejor en qué difieren estos elementos, y veremos si se
pueden sentar algunos principios científicos para resolver las cuestiones
de que acabamos de hablar. En esto, como en todo, remontarse al
orígen de las cosas y seguir atentamente su desenvolvimiento, es el
camino más seguro para la observación.
Por lo pronto es obra de la necesidad la aproximación de dos seres que
no pueden nada el uno sin el otro: me refiero a la unión de los sexos
para la reproducción. Y en esto no hay nada de arbitrario, porque lo
33
mismo en el hombre que en todos los demás animales y en las plantas22
existe un deseo natural de querer dejar tras sí un ser formado a su
imagen.
La naturaleza, teniendo en cuenta la necesidad de la conservación, ha
creado a unos seres para mandar y a otros para obedecer. Ha querido
que el ser dotado de razón y de previsión mande como dueño, así como
también que el ser capaz por sus facultades corporales de ejecutar las
órdenes, obedezca como esclavo, y de esta suerte el interés del señor y
el del esclavo se confunden.
La naturaleza ha fijado por consiguiente la condición especial de la
mujer y la del esclavo. La naturaleza no es mezquina como nuestros
artistas, y nada de lo que hace se parece a los cuchillos de Delfos
fabricados por aquellos. En la naturaleza, un ser no tiene más que un
solo destino, porque los instrumentos son más perfectos cuando sirven,
no para muchos usos, sino para uno sólo. Entre los bárbaros la mujer y
el esclavo están en una misma línea, y la razón es muy clara; la
naturaleza no ha creado entre ellos un ser destinado a mandar, y
realmente no cabe entre los mismos otra unión que la de esclavo con
esclava, y los poetas no se engañan cuando dicen:
«Sí, el griego tiene derecho a mandar al bárbaro»,
puesto que la naturaleza ha querido que bárbaro y esclavo fuesen una
misma cosa23.
Estas dos primeras asociaciones, la del señor y el esclavo, la del esposo
y la mujer, son las bases de la familia, y Hesíodo lo ha dicho muy bien
en este verso24:
«La casa, después la mujer y el buey arador;»
porque el pobre no tiene otro esclavo que el buey. Así, pues, la
asociación natural y permanente es la familia, y Carondas ha podido
decir de los miembros que la componen «que comían a la misma mesa»,
y Epiménides de Creta «que se calentaban en el mismo hogar.»
La primera asociación de muchas familias, pero formada en virtud de
relaciones que no son cotidianas, es el pueblo, que justamente puede
llamarse colonia natural de la familia, porque los individuos que
componen el pueblo, como dicen algunos autores, «han mamado la
22 Algunos comentadores, al ver que Aristóteles atribuía a las plantas este deseo, han creído que conocía la
diferencia de sexos en los vegetales. Saint-Hilaire, p. 3.
23 Véase la Ifigenia de Eurípides, v. 1400.
24 Verso de Hesiodo, Las Obras y los días, v. 403.
34
leche de la familia», son sus hijos, «los hijos de sus hijos.» Si los
primeros Estados se han visto sometidos a reyes, y si las grandes
naciones lo están aún hoy, es porque tales Estados se formaron con
elementos habituados a la autoridad real, puesto que, en la familia, el
de más edad es el verdadero rey, y las colonias de la familia han
seguido filialmente el ejemplo que se les había dado. Por esto, Homero
ha podido decir25:
«Cada uno por separado gobierna como señor a sus mujeres y a sus
hijos.»
En su origen todas las familias aisladas se gobernaban de esta manera.
De aquí la común opinión según la que están los dioses sometidos a un
rey, porque todos los pueblos reconocieron en otro tiempo o reconocen
aún hoy la autoridad real, y los hombres nunca han dejado de atribuir a
los dioses sus propios hábitos, así como se los representaban a imagen
suya.
La asociación de muchos pueblos forma un Estado completo, que llega,
si puede decirse así, a bastarse absolutamente a sí mismo, teniendo por
origen las necesidades de la vida, y debiendo su subsistencia al hecho
de ser éstas satisfechas.
Así el Estado procede siempre de la naturaleza, lo mismo que las
primeras asociaciones, cuyo fin último es aquél; porque la naturaleza de
una cosa es precisamente su fin, y lo que es cada uno de los seres
cuando ha alcanzado su completo desenvolvimiento, se dice que es su
naturaleza propia, ya se trate de un hombre, de un caballo, o de una
familia. Puede añadirse, que este destino y este fin de los seres es para
los mismos el primero de los bienes, y bastarse a sí mismo es a la vez
un fin y una felicidad. De donde se concluye evidentemente que el
Estado es un hecho natural, que el hombre es un ser naturalmente
sociable, y que el que vive fuera de la sociedad por organización y no
por efecto del azar, es ciertamente, o un ser degradado, o un ser
superior a la especie humana; y a él pueden aplicarse aquellas palabras
de Homero26:
«Sin familia, sin leyes, sin hogar...»
El hombre, que fuese por naturaleza tal como lo pinta el poeta, sólo
respiraría guerra, porque sería incapaz de unirse con nadie como sucede
a las aves de rapiña.
25 Odisea, IX. 104, 115.
26 Iliada, IX, 63.
35
Si el hombre es infinitamente más sociable que las abejas y que todos
los demás animales que viven en grey, es evidentemente, como he
dicho muchas veces, porque la naturaleza no hace nada en vano. Pues
bien, ella concede la palabra al hombre exclusivamente. Es verdad que
la voz puede realmente expresar la alegría y el dolor, y así no les falta a
los demás animales, porque su organización les permite sentir estas dos
afecciones, y comunicárselas entre sí; pero la palabra ha sido concedida
para expresar el bien y el mal, y por consiguiente lo justo y lo injusto, y
el hombre tiene esto de especial entre todos los animales: que sólo él
percibe el bien y el mal, lo justo y lo injusto, y todos los sentimientos
del mismo orden, cuya asociación constituye precisamente la familia y el
Estado.
No puede ponerse en duda que el Estado está naturalmente sobre la
familia y sobre cada individuo, porque el todo es necesariamente
superior a la parte, puesto que una vez destruido el todo, ya no hay
partes, no hay pies, no hay manos, a no ser que por una pura analogía
de palabras se diga una mano de piedra, porque la mano separada del
cuerpo no es ya una mano real. Las cosas se definen en general por los
actos que realizan y pueden realizar, y tan pronto como cesa su aptitud
anterior, no puede decirse ya que sean las mismas; lo único que hay es
que están comprendidas bajo un mismo nombre. Lo que prueba
claramente la necesidad natural del Estado y su superioridad sobre el
individuo es, que si no se admitiera, resultaría que puede el individuo
entonces bastarse a sí mismo aislado así del todo como del resto de las
partes; pero aquel que no puede vivir en sociedad y que en medio de su
independencia no tiene necesidades no puede ser nunca miembro del
Estado; es un bruto o un dios.
La naturaleza arrastra pues instintivamente a todos los hombres a la
asociación política. El primero que la instituyó hizo un inmenso servicio,
porque el hombre, que cuando ha alcanzado toda la perfección posible
es el primero de los animales, es el último cuando vive sin leyes y sin
justicia. En efecto, nada hay más monstruoso que la injusticia armada.
El hombre ha recibido de la naturaleza las armas de la sabiduría y de la
virtud, que debe emplear sobre todo para combatir las malas pasiones.
Sin la virtud es el ser más perverso y más feroz, porque sólo tiene los
arrebatos brutales del amor y del hambre. La justicia es una necesidad
social, porque el derecho es la regla de vida para la asociación política, y
la decisión de lo justo es lo que constituye el derecho.
36
Cap. 2 - De la esclavitud
Ahora que conocemos de una manera positiva las partes diversas de
que se compone el Estado, debemos ocuparnos ante todo del régimen
económico de las familias, puesto que el Estado se compone siempre de
familias. Los elementos de la economía doméstica son precisamente los
de la familia misma, que, para ser completa, debe comprender esclavos
y hombres libres. Pero como para darse razón de las cosas, es preciso
ante todo someter a examen las partes más sencillas de las mismas,
siendo las partes primitivas y simples de la familia el señor y el esclavo,
el esposo y la mujer, el padre y los hijos, deberán estudiarse
separadamente estos tres órdenes de individuos, para ver lo que es
cada uno de ellos y lo que debe ser. Tenemos primero la autoridad del
señor, después la autoridad conyugal, ya que la lengua griega no tiene
palabra particular para expresar esta relación del hombre a la mujer; y,
en fin, la generación de los hijos, idea para la que tampoco hay una
palabra especial. A estos tres elementos, que acabamos de enumerar,
podría añadirse un cuarto, que ciertos autores confunden con la
administración doméstica, y que, según otros, es cuando menos un
ramo muy importante de ella: la llamada adquisición de la propiedad
que también nosotros estudiaremos.
Ocupémonos desde luego del señor y del esclavo, para conocer a fondo
las relaciones necesarias que los unen, y ver al mismo tiempo si
podemos descubrir en esta materia ideas que satisfagan más que las
recibidas hoy día.
Se sostiene por una parte, que hay una ciencia, propia del señor, la cual
se confunde con la del padre de familia, con la del magistrado y con la
del rey, de que hemos hablado al principio. Otros, por lo contrario,
pretenden que el poder del señor es contra naturaleza; que la ley es la
que hace a los hombres libres y esclavos, no reconociendo la naturaleza
ninguna diferencia entre ellos; y que por último la esclavitud es inicua,
puesto que es obra de la violencia27.
Por otro lado, la propiedad es una parte integrante de la familia; y la
ciencia de la posesión forma igualmente parte de la ciencia doméstica,
puesto que sin las cosas de primera necesidad, los hombres no podrían
vivir y menos vivir dichosos. Se sigue de aquí que, así como las demás
artes necesitan, cada cual en su esfera, de instrumentos especiales,
para llevar a cabo su obra, la ciencia doméstica debe tener igualmente
los suyos. Pero entre los instrumentos, hay unos que son inanimados y
27 Teopompo, historiador contemporáneo de Aristóteles, refiere (Ateneo, lib. VI, pág. 265) que los Quiotes
fueron los que introdujeron la costumbre de comprar los esclavos, y que el oráculo de Delfos, al tener
conocimiento de semejante crimen, declaró: que los Quiotes se habían hecho merecedores de la cólera de los
dioses. Esto sería una especie de protesta del cielo contra este abuso de la fuerza. S. H., pág. 12.
37
otros que son vivos; por ejemplo, para el patrón de una nave, el timón
es un instrumento sin vida, y el marinero de proa un instrumento vivo,
pues en las artes al operario, se le considera como un verdadero
instrumento. Conforme al mismo principio, puede decirse que la
propiedad no es más que un instrumento de la existencia, la riqueza una
porción de instrumentos, y el esclavo una propiedad viva; sólo que el
operario, en tanto que instrumento, es el primero de todos. Si cada
instrumento pudiese, en virtud de una orden recibida o, si se quiere,
adivinada, trabajar por sí mismo, como las estatuas de Dédalo28 o los
trípodes de Vulcano29 «que se iban solos a las reuniones de los dioses»;
si las lanzaderas tejiesen por sí mismas; si el arco tocase solo la cítara,
los empresarios prescindirían de los operarios, y los señores de los
esclavos. Los instrumentos, propiamente dichos, son instrumentos de
producción; la propiedad, por lo contrario, es simplemente para el uso.
Así, la lanzadera produce algo más que el uso que se hace de ella; pero
un vestido, una cama, sólo sirven para este uso. Además como la
producción y el uso difieren específicamente, y estas dos cosas tienen
instrumentos que son propios de cada una, es preciso que entre los
instrumentos de que se sirven haya una diferencia análoga. La vida es el
uso y no la producción de las cosas, y el esclavo sólo sirve para facilitar
estos actos que se refieren al uso. Propiedad es una palabra que es
preciso entender como se entiende la palabra parte: la parte no sólo es
parte de un todo, sino que pertenece de una manera absoluta a una
cosa distinta que ella misma. Lo mismo sucede con la propiedad; el
señor es simplemente señor del esclavo, pero no depende
esencialmente de él; el esclavo, por lo contrario, no es sólo esclavo del
señor, sino que depende de éste absolutamente. Esto prueba
claramente lo que el esclavo es en sí y lo que puede ser. El que por una
ley natural no se pertenece a sí mismo, sino que, no obstante ser
hombre, pertenece a otro, es naturalmente esclavo. Es hombre de otro
el que en tanto que hombre se convierte en una propiedad, y como
propiedad es un instrumento de uso y completamente individual.
Es preciso ver ahora si hay hombres que sean tales por naturaleza o si
no existen, y si, sea de esto lo que quiera, es justo y útil el ser esclavo,
o bien si toda esclavitud es un hecho contrario a la naturaleza. La razón
y los hechos pueden resolver fácilmente estas cuestiones. La autoridad y
la obediencia no son sólo cosas necesarias, sino que son eminentemente
útiles. Algunos seres, desde el momento en que nacen, están
destinados, unos a obedecer, otros a mandar; aunque en grados muy
diversos en ambos casos. La autoridad se enaltece y se mejora tanto
cuanto lo hacen los seres que la ejercen o a quienes ella rige. La
28 Platón habla de este talento de Dédalo en el Eutifron y en el Menon.
29 Iliada, XVIII, 376.
38
autoridad vale más en los hombres que en los animales, porque la
perfección de la obra está siempre en razón directa de la perfección de
los obreros, y una obra se realiza donde quiera que se hallan la
autoridad y la obediencia. Estos dos elementos, la obediencia y la
autoridad, se encuentran en todo conjunto formado de muchas cosas,
que conspiren a un resultado común, aunque por otra parte estén
separadas o juntas. Esta es una condición que la naturaleza impone a
todos los seres animados, y algunos rastros de este principio podrían
fácilmente descubrirse en los objetos sin vida: tal es, por ejemplo, la
armonía en los sonidos. Pero el ocuparnos de esto nos separaría
demasiado de nuestro asunto.
Por lo pronto el ser vivo se compone de un alma y de un cuerpo, hechos
naturalmente aquella para mandar y éste para obedecer. Por lo menos
así lo proclama la voz de la naturaleza, que importa estudiar en los
seres desenvueltos según sus leyes regulares y no en los seres
degradados. Este predominio del alma es evidente en el hombre
perfectamente sano de espíritu y de cuerpo, único que debemos
examinar aquí. En los hombres corrompidos o dispuestos a serlo, el
cuerpo parece dominar a veces como soberano sobre el alma,
precisamente porque su desenvolvimiento irregular es completamente
contrario a la naturaleza. Es preciso, repito, reconocer ante todo en el
ser vivo la existencia de una autoridad semejante a la vez a la de un
señor y la de un magistrado; el alma manda al cuerpo como un dueño a
su esclavo; y la razón manda al instinto como un magistrado, como un
rey; porque evidentemente no puede negarse, que no sea natural y
bueno para el cuerpo el obedecer al alma, y para la parte sensible de
nuestro ser el obedecer a la razón y a la parte inteligente. La igualdad o
la dislocación del poder, que se muestra entre estos diversos elementos,
sería igualmente funesta para todos ellos. Lo mismo sucede entre el
hombre y los demás animales: los animales domesticados valen
naturalmente más que los animales salvajes, siendo para ellos una gran
ventaja, si se considera su propia seguridad, el estar sometidos al
hombre. Por otra parte la relación de los sexos es análoga; el uno es
superior al otro; éste está hecho para mandar, aquél para obedecer.
Esta es también la ley general, que debe necesariamente regir entre los
hombres. Cuando es uno inferior a sus semejantes, tanto como lo son el
cuerpo respecto del alma y el bruto respecto del hombre, y tal es la
condición de todos aquellos en quienes el empleo de las fuerzas
corporales es el mejor y único partido que puede sacarse de su ser, se
es esclavo por naturaleza. Estos hombres, así como los demás seres de
que acabamos de hablar, no pueden hacer cosa mejor que someterse a
la autoridad de un señor; porque es esclavo por naturaleza el que puede
entregarse a otro; y lo que precisamente le obliga a hacerse de otro, es
39
el no poder llegar a comprender la razón, sino cuando otro se la
muestra, pero sin poseerla en sí mismo. Los demás animales no pueden
ni aun comprender la razón, y obedecen ciegamente a sus impresiones.
Por lo demás, la utilidad de los animales domesticados y la de los
esclavos son poco más o menos del mismo género. Unos y otros nos
ayudan con el auxilio de sus fuerzas corporales a satisfacer las
necesidades de nuestra existencia. La naturaleza misma lo quiere así,
puesto que hace los cuerpos de los hombres libres diferentes de los de
los esclavos, dando a éstos el vigor necesario para las obras penosas de
la sociedad, y haciendo, por lo contrario, a los primeros incapaces de
doblar su erguido cuerpo para dedicarse a trabajos duros, y
destinándolos solamente a las funciones de la vida civil, repartida para
ellos entre las ocupaciones de la guerra y las de la paz.
Muchas veces sucede lo contrario, convengo en ello; y así los hay que
no tienen de hombres libres más que el cuerpo, como otros sólo tienen
de tales el alma. Pero lo cierto es que si los hombres fuesen siempre
diferentes unos de otros por su apariencia corporal como lo son las
imágenes de los dioses, se convendría unánimemente en que los menos
hermosos deben ser los esclavos de los otros; y si esto es cierto,
hablando del cuerpo, con más razón lo sería hablando del alma; pero es
más difícil conocer la belleza del alma que la del cuerpo.
Sea de esto lo que quiera, es evidente que los unos son naturalmente
libres y los otros naturalmente esclavos; y que para estos últimos es la
esclavitud tan útil como justa.
Por lo demás, difícilmente podría negarse que la opinión contraria
encierra alguna verdad. La idea de esclavitud puede entenderse de dos
maneras. Puede uno ser reducido a esclavitud y permanecer en ella por
la ley, siendo esta ley una convención en virtud de la que el vencido en
la guerra se reconoce como propiedad del vencedor; derecho que
muchos legistas consideran ilegal, y como tal le estiman muchas veces
los oradores políticos, porque es horrible, según ellos, que el más fuerte,
sólo porque puede emplear la violencia, haga de su víctima un súbdito y
un esclavo30.
Estas dos opiniones opuestas son sostenidas igualmente por hombres
sabios. La causa de este disentimiento y de los motivos alegados por
una y otra parte es, que la virtud tiene derecho, como medio de acción,
de usar hasta de la violencia, y que la victoria supone siempre una
superioridad laudable en ciertos conceptos. Es posible creer por tanto
que la fuerza jamás está exenta de todo mérito, y que aquí toda la
30 En la guerra del Peloponeso se degollaba a los prisioneros, y lo refiere Tucídides como si fuera el hecho
más indiferente. Lib. I, capítulo XXX, lib. II, cap. V.
40
cuestión estriba realmente sobre la noción del derecho, colocado por los
unos en la benevolencia y la humanidad y por los otros en la dominación
del más fuerte. Pero estas dos argumentaciones contrarias son en sí
igualmente débiles y falsas; porque podría creerse en vista de ambas,
tomadas separadamente, que el derecho de mandar como señor no
pertenece a la superioridad del mérito.
Hay gentes que, preocupadas con lo que creen un derecho, y una ley
tiene siempre las apariencias del derecho, suponen que la esclavitud es
justa cuando resulta del hecho de la guerra. Pero se incurre en una
contradicción; porque el principio de la guerra misma puede ser injusto,
y jamás se llamará esclavo al que no merezca serlo; de otra manera los
hombres de más elevado nacimiento podrían parar en esclavos, hasta
por efecto del hecho de otros esclavos, porque podrían ser vendidos
como prisioneros de guerra. Y así los partidarios de esta opinión31 tienen
el cuidado de aplicar este nombre de esclavos sólo a los bárbaros, no
admitiéndose para los de su propia nación. Esto equivale a averiguar lo
que se llama esclavitud natural; y esto es precisamente lo que hemos
preguntado desde el principio.
Es necesario convenir en que ciertos hombres serían esclavos en todas
partes, y que otros no podrían serlo en ninguna. Lo mismo sucede con la
nobleza: las personas de que acabamos de hablar, se creen nobles, no
sólo en su patria, sino en todas partes; pero por el contrario, en su
opinión los bárbaros sólo pueden serlo allá entre ellos; suponen, pues,
que tal raza es en absoluto libre y noble, y que tal otra sólo lo es
condicionalmente. Así la Helena de Theodecto exclama:
¿Quién tendría el atrevimiento de llamarme esclava
descendiendo yo por todos lados de la raza de los dioses?
Esta opinión viene precisamente a asentar sobre la superioridad y la
inferioridad naturales la diferencia entre el hombre libre y el esclavo,
entre la nobleza y el estado llano. Equivale a creer que de padres
distinguidos salen hijos distinguidos, del mismo modo que un hombre
produce un hombre y que un animal produce un animal. Pero cierto es
que la naturaleza muchas veces quiere hacerlo, pero no puede.
Con razón se puede suscitar esta cuestión y sostener que hay esclavos y
hombres libres que lo son por obra de la naturaleza; se puede sostener
que esta distinción subsiste realmente siempre que es útil al uno el
servir como esclavo y al otro el reinar como señor; se puede sostener,
en fin, que es justa, y que cada uno debe, según las exigencias de la
31 En la República aconseja Platón a los griegos que no reduzcan a esclavitud a los griegos y sí sólo a los
bárbaros.
41
naturaleza, ejercer el poder o someterse a él. Por consiguiente la
autoridad del señor sobre el esclavo es a la par justa y útil; lo cual no
impide que el abuso de esta autoridad pueda ser funesto a ambos. El
interés de la parte es el del todo; el interés del cuerpo es el del alma; el
esclavo es una parte del señor, es como una parte viva de su cuerpo,
aunque separada. Y así, entre el dueño y el esclavo, cuando es la
naturaleza la que los ha hecho tales, existe un interés común, una
recíproca benevolencia; sucediendo todo lo contrario, cuando la ley y la
fuerza por sí solas han hecho al uno señor y al otro esclavo.
Esto muestra con mayor evidencia, que el poder del señor y el del
magistrado son muy distintos, y que, a pesar de lo que se ha dicho,
todas las autoridades no se confunden en una sola: la una recae sobre
hombres libres, la otra sobre esclavos por naturaleza; la una, la
autoridad doméstica, pertenece a uno sólo, porque toda familia es
gobernada por un solo jefe; la otra, la del magistrado, sólo recae sobre
hombres libres e iguales. Uno es señor, no porque sepa mandar, sino
porque tiene cierta naturaleza; y por distinciones semejantes es uno
esclavo o libre. Pero sería posible educar a los señores en la ciencia que
deben practicar ni más ni menos que a los esclavos, y en Siracusa ya se
ha practicado esto último, pues por dinero se instruía allí a los niños,
que estaban en esclavitud, en todos los pormenores del servicio
doméstico. Podríase muy bien extender sus conocimientos y enseñarles
ciertas artes, como la de preparar las viandas32 o cualquiera otra de este
género, puesto que unos servicios son más estimados o más necesarios
que otros, y que, como dice el proverbio, hay diferencia de esclavo a
esclavo y de señor a señor. Todos estos aprendizajes constituyen la
ciencia de los esclavos. Saber emplear a los esclavos constituye la
ciencia del señor, que lo es, no tanto porque posee esclavos, cuanto
porque se sirve de ellos. Esta ciencia en verdad no es muy extensa ni
tampoco muy elevada; consiste tan sólo en saber mandar lo que los
esclavos deben saber hacer. Y así, tan pronto como puede el señor
ahorrarse este trabajo, cede su puesto a un mayordomo para
consagrarse él a la vida política o a la filosofía.
La ciencia del modo de adquirir, de la adquisición natural y justa, es
muy diferente de las otras dos de que acabamos de hablar; ella
participa algo de la guerra y de la caza.
No necesitamos extendernos más sobre lo que teníamos que decir del
señor y del esclavo.
32 La cocina de Siracusa tenía gran reputación. Véase el lib. III de la República de Platón.
42
Cap. 3 - De la adquisición de los bienes
Puesto que el esclavo forma parte de la propiedad, vamos a estudiar,
siguiendo nuestro método acostumbrado, la propiedad en general y la
adquisición de los bienes.
La primera cuestión que debemos resolver, es si la ciencia de adquirir es
la misma que la ciencia doméstica, o si es una rama de ella o sólo una
ciencia auxiliar. Si no es más que esto último, ¿lo será al modo que el
arte de hacer lanzaderas es un auxiliar del arte de tejer? ¿O como el
arte de fundir metales sirve para el arte del estatuario? Los servicios de
estas dos artes subsidiarias son realmente muy distintos: lo que
suministra la primera es el instrumento, mientras que la segunda
suministra la materia. Entiendo por materia la sustancia que sirve para
fabricar un objeto; por ejemplo, la lana de que se sirve el fabricante, el
metal que emplea el estatuario. Esto prueba, que la adquisición de los
bienes no se confunde con la administración doméstica, puesto que la
una emplea lo que la otra suministra. ¿A quién sino a la administración
doméstica pertenece usar lo que constituye el patrimonio de la familia?
Resta saber si la adquisición de las cosas es una rama de esta
administración, o si es una ciencia aparte. Por lo pronto, si el que posee
esta ciencia debe conocer las fuentes de la riqueza y de la propiedad, es
preciso convenir en que la propiedad y la riqueza abrazan objetos muy
diversos. En primer lugar puede preguntarse, si el arte de la agricultura,
y en general la busca y adquisición de alimentos, están comprendidas
en la adquisición de bienes, o si forman un modo especial de adquirir.
Los modos de alimentación son extremadamente variados, y de aquí
esta multiplicidad de géneros de vida en el hombre y en los animales,
ninguno de los cuales puede subsistir sin alimentos; variaciones que son
precisamente las que diversifican la existencia de los animales. En el
estado salvaje unos viven en grupos, otros en el aislamiento, según lo
exige el interés de su subsistencia, porque unos son carnívoros, otros
frugívoros y otros omnívoros. Para facilitar la busca y elección de
alimentos es para lo que la naturaleza les ha destinado a un género
especial de vida. La vida de los carnívoros y la de los frugívoros difieren
precisamente en que no gustan por instinto del mismo alimento, y en
que los de cada una de estas clases tienen gustos particulares.
Otro tanto puede decirse de los hombres, no siendo menos diversos sus
modos de existencia. Unos, viviendo en una absoluta ociosidad, son
nómadas que sin pena y sin trabajo se alimentan de la carne de los
animales que crían. Sólo que, viéndose precisados sus ganados a mudar
de pastos, y ellos a seguirlos, es como si cultivaran un campo vivo.
Otros subsisten con aquello de que hacen presa, pero no del mismo
43
modo todos; pues unos viven del pillaje33, y otros de la pesca, cuando
habitan en las orillas de los estanques o de los lagos, o en las orillas de
los ríos o del mar; y otros cazan las aves y los animales bravíos. Pero
los más de los hombres viven del cultivo de la tierra y de sus frutos.
Estos son, poco más o menos, todos los modos de existencia, en que el
hombre sólo tiene necesidad de prestar su trabajo personal, sin acudir
para atender a su subsistencia al cambio ni al comercio: nómada,
agricultor, bandolero, pescador o cazador. Hay pueblos que viven
cómodamente combinando estos diversos modos de vivir y tomando del
uno lo necesario para llenar los vacíos del otro: son a la vez nómadas y
salteadores, cultivadores y cazadores, y lo mismo sucede con los demás
que abrazan el género de vida que la necesidad les impone.
Como puede verse, la naturaleza concede esta posesión de los alimentos
a los animales a seguida de su nacimiento, y también cuando llegan a
alcanzar todo su desarrollo. Ciertos animales en el momento mismo de
la generación producen para el nacido el alimento que habrá de
necesitar hasta encontrarse en estado de procurárselo por sí mismo. En
este caso se encuentran los vermíparos34 y los ovíparos. Los vivíparos
llevan en sí mismos, durante un cierto tiempo, los alimentos de los
recién nacidos pues no otra cosa es lo que se llama leche. Esta posesión
de alimentos tiene igualmente lugar cuando los animales han llegado a
su completo desarrollo, y debe creerse que las plantas están hechas
para los animales, y los animales para el hombre. Domesticados, le
prestan servicios y le alimentan; bravíos, contribuyen, si no todos, la
mayor parte, a su subsistencia y a satisfacer sus diversas necesidades,
suministrándole vestidos y otros recursos. Si la naturaleza nada hace
incompleto, si nada hace35 en vano, es de necesidad que haya creado
todo esto para el hombre.
La guerra misma es en cierto modo un medio natural de adquirir, puesto
que comprende la caza de los animales bravíos y de aquellos hombres
que, nacidos para obedecer, se niegan a someterse; es una guerra que
la naturaleza misma ha hecho legítima.
He aquí, pues, un modo de adquisición natural que forma parte de la
economía doméstica, la cual debe encontrárselo formado o procurárselo,
so pena de no poder reunir los medios indispensables de subsistencia,
sin los cuales no se formarían ni la asociación del Estado ni la asociación
33 Como observa Tucídides (lib. I, cap. V), el hacer esto no era una cosa deshonrosa en los primeros tiempos
de la Grecia.
34 Sin duda Aristóteles se refiere a aquellos insectos cuyos huevos son demasiado pequeños para poderse
descubrir a simple vista.
35 Principio de las causas finales de que Aristóteles hace un uso muy frecuente.
44
de la familia. En esto consiste, si puede decirse así, la única riqueza
verdadera, y todo lo que el bienestar puede aprovechar de este género
de adquisiciones, está bien lejos de ser ilimitado, como poéticamente
pretende Solón:
«El hombre puede aumentar ilimitadamente sus riquezas.»
Sucede todo lo contrario, pues en esto hay un límite como lo hay en
todas las demás artes. En efecto, no hay arte, cuyos instrumentos no
sean limitados en número y extensión; y la riqueza no es más que la
abundancia de los instrumentos domésticos y sociales.
Existe por tanto evidentemente un modo de adquisición natural, que es
común a los jefes de familia y a los jefes de los Estados. Ya hemos visto
cuáles eran sus fuentes.
Resta ahora este otro género de adquisición que se llama más
particularmente y con razón la adquisición de bienes, y respecto de la
cual podría creerse que la fortuna y la propiedad pueden aumentarse
indefinidamente. La semejanza de este segundo modo de adquisición
con el primero es causa de que ordinariamente no se vea en ambos más
que un solo y mismo objeto. El hecho es, que ellos no son ni idénticos,
ni muy diferentes; el primero, es natural, el otro no procede de la
naturaleza, sino que es más bien el producto del arte y de la
experiencia. Demos aquí principio a su estudio.
Toda propiedad tiene dos usos que le pertenecen esencialmente, aunque
no de la misma manera: el uno es especial a la cosa, el otro no lo es. Un
zapato puede a la vez servir para calzar el pie o para verificar un
cambio. Por lo menos puede hacerse de él este doble uso. El que cambia
un zapato por dinero o por alimentos con otro que tiene necesidad de él,
emplea bien este zapato en tanto que tal, pero no según su propio uso,
porque no había sido hecho para el cambio. Otro tanto diré de todas las
demás propiedades; pues el cambio efectivamente puede aplicarse a
todas, puesto que ha nacido primitivamente entre los hombres de la
abundancia en un punto y de la escasez en otro de las cosas necesarias
para la vida. Es demasiado claro, que en este sentido la venta no forma
en manera alguna parte de la adquisición natural. En su origen, el
cambio no se extendía más allá de las primeras necesidades, y es
ciertamente inútil en la primera asociación, la de la familia. Para que
nazca, es preciso que el círculo de la asociación sea más extenso. En el
seno de la familia todo era común; separados algunos miembros, se
crearon nuevas sociedades para fines no menos numerosos, pero
diferentes que los de las primeras, y esto debió necesariamente dar
origen al cambio. Este es el único cambio que conocen muchas naciones
45
bárbaras; el cual no se extiende a más que al trueque de las cosas
indispensables; como, por ejemplo, el vino que se da a cambio de trigo.
Este género de cambio es perfectamente natural, y no es, a decir
verdad, un modo de adquisición, puesto que no tiene otro objeto que
proveer a la satisfacción de nuestras necesidades naturales. Sin
embargo, aquí es donde puede encontrarse lógicamente el origen de la
riqueza. A medida que estas relaciones de auxilios mutuos se
transformaron, desenvolviéndose mediante la importación de los objetos
de que se carecía y la exportación de aquellos que abundaban, la
necesidad introdujo el uso de la moneda, porque las cosas
indispensables a la vida son naturalmente difíciles de transportar.
Se convino en dar y recibir en los cambios una materia, que, además de
ser útil por sí misma, fuese fácilmente manejable en los usos habituales
de la vida; y así se tomaron el hierro, por ejemplo, la plata, u otra
sustancia análoga, cuya dimensión y cuyo peso se fijaron desde luego, y
después, para evitar la molestia de continuas rectificaciones, se las
marcó con un sello particular, que es el signo de su valor. Con la
moneda, originada por los primeros cambios indispensables, nació
igualmente la venta, otra forma de adquisición excesivamente sencilla
en el origen, pero perfeccionada bien pronto por la experiencia, que
reveló cómo la circulación de los objetos podía ser origen y fuente de
ganancias considerables. He aquí cómo, al parecer, la ciencia de adquirir
tiene principalmente por objeto el dinero, y cómo su fin principal es el
de descubrir los medios de multiplicar los bienes, porque ella debe crear
la riqueza y la opulencia. Esta es la causa de que se suponga muchas
veces, que la opulencia consiste en la abundancia de dinero, como que
sobre el dinero giran las adquisiciones y las ventas; y sin embargo, este
dinero no es en sí mismo más que una cosa absolutamente vana, no
teniendo otro valor que el que le da la ley, no la naturaleza, puesto que
una modificación en las convenciones que tienen lugar entre los que se
sirven de él, puede disminuir completamente su estimación y hacerle del
todo incapaz para satisfacer ninguna de nuestras necesidades. En
efecto, ¿no puede suceder que un hombre, a pesar de todo su dinero,
carezca de los objetos de primera necesidad?, y ¿no es una riqueza
ridícula aquella cuya abundancia no impide que el que la posee se
muera de hambre?36 Es como el Midas de la mitología que, llevado de su
codicia desenfrenada, hizo convertir en oro todos los manjares de su
mesa.
Así que con mucha razón los hombres sensatos se preguntan si la
opulencia y el origen de la riqueza están en otra parte, y ciertamente la
36 Montesquieu observa, que las inmensas cantidades de oro y plata del nuevo mundo no impidieron que
España cayera en la miseria, ocasionada por una multitud de causas.
46
riqueza y la adquisición naturales, objeto de la ciencia doméstica, son
una cosa muy distinta. El comercio produce bienes, no de una manera
absoluta, sino mediante la conducción aquí y allá de objetos que son
preciosos por sí mismos. El dinero es el que parece preocupar al
comercio, porque el dinero es el elemento y el fin de sus cambios; y la
fortuna, que nace de esta nueva rama de adquisición, parece no tener
realmente ningún límite. La medicina aspira a multiplicar sus curas
hasta el infinito, y como ella todas las artes colocan en el infinito el fin a
que aspiran y pretenden alcanzarlo empleando todas sus fuerzas. Pero,
por lo menos, los medios que les conducen a su fin especial son
limitados, y este fin mismo sirve a todas de límite. Lejos de esto, la
adquisición comercial no tiene por fin el objeto que se propone, puesto
que su fin es precisamente una opulencia y una riqueza indefinidas. Pero
si el arte de esta riqueza no tiene límites, la ciencia doméstica los tiene,
porque su objeto es muy diferente. Y así podría creerse a primera vista,
que toda riqueza, sin excepción, tiene necesariamente límites. Pero ahí
están los hechos para probarnos lo contrario: todos los negociantes ven
acrecentarse su dinero sin traba ni término.
Estas dos especies de adquisición tan diferentes, emplean el mismo
capital a que ambas aspiran, aunque con miras muy distintas, pues que
la una tiene por objeto el acrecentamiento indefinido del dinero, y la
otra otro muy diverso; esta semejanza ha hecho creer a muchos, que la
ciencia doméstica tiene igualmente la misma extensión, y están
firmemente persuadidos de que es preciso a todo trance conservar o
aumentar hasta el infinito la suma de dinero que se posee. Para llegar a
conseguirlo, es preciso preocuparse únicamente del cuidado de vivir, sin
curarse de vivir como se debe. No teniendo límites el deseo de la vida,
se ve uno directamente arrastrado a desear, para satisfacerle, medios
que no tiene. Los mismos que se proponen vivir moderadamente, corren
también en busca de goces corporales, y como la propiedad parece
asegurar estos goces, todo el cuidado de los hombres se dirige a
amontonar bienes, de donde nace esta segunda rama de adquisición de
que hablo. Teniendo el placer necesidad absoluta de una excesiva
abundancia, se buscan todos los medios que pueden procurarla. Cuando
no se pueden conseguir éstos con adquisiciones naturales, se acude a
otras, y aplica uno sus facultades a usos a que no estaban destinadas
por la naturaleza. Y así, el agenciar dinero no es el objeto del valor, que
sólo debe darnos una varonil seguridad; tampoco es el objeto del arte
militar ni de la medicina, que deben darnos, aquél la victoria, ésta la
salud; y sin embargo, todas estas profesiones se ven convertidas en un
negocio de dinero, como si fuera éste su fin propio, y como si todo
debiese tender a él.
47
Esto es lo que tenía que decir sobre los diversos medios de adquirir lo
superfluo; habiendo hecho ver lo que son estos medios, y cómo pueden
convertirse para nosotros en una necesidad real. En cuanto al arte que
tiene por objeto la riqueza verdadera y necesaria, he demostrado que
era completamente diferente del otro, y que no es más que la economía
natural, ocupada únicamente con el cuidado de las subsistencias; arte
que, lejos de ser infinito como el otro, tiene, por el contrario límites
positivos.
Esto hace perfectamente clara la cuestión que al principio proponíamos;
a saber, si la adquisición de los bienes es o no asunto propio del jefe de
familia y del jefe del Estado. Ciertamente es indispensable suponer
siempre la preexistencia de estos bienes. Así como la política no hace a
los hombres, sino que los toma como la naturaleza se los da, y se limita
a servirse de ellos; en igual forma a la naturaleza toca suministrarnos
los primeros alimentos que proceden de la tierra, del mar o de cualquier
otro origen, y después queda a cargo del jefe de familia disponer de
estos dones, como convenga hacerlo; así como el fabricante no crea la
lana, pero debe saber emplearla, distinguir sus cualidades y sus
defectos, y conocer la que puede o no servir.
También podría preguntarse cómo es que mientras la adquisición de
bienes forma parte del gobierno doméstico, no sucede lo mismo con la
medicina, puesto que los miembros de la familia necesitan tanto la salud
como el alimento o cualquier otro objeto indispensable para la vida. He
aquí la razón: si por una parte el jefe de familia y el jefe del Estado
deben ocuparse de la salud de sus administrados, por otra parte este
cuidado compete, no a ellos, sino al médico. De igual modo lo relativo a
los bienes de la familia hasta cierto punto compete a su jefe, pero bajo
otro no, pues no es él y sí la naturaleza quien debe suministrarlos. A la
naturaleza, repito, compete exclusivamente dar la primera materia. A la
misma corresponde asegurar el alimento al ser que ha creado, pues en
efecto, todo ser recibe los primeros alimentos del que le transmite la
vida; y he aquí por qué los frutos y los animales forman una riqueza
natural, que todos los hombres saben explotar.
Siendo doble la adquisición de los bienes, como hemos visto, es decir,
comercial y doméstica, ésta necesaria y con razón estimada, y aquélla
con no menos motivo despreciada37, por no ser natural y sí sólo
resultado del tráfico, hay fundado motivo para execrar la usura, porque
es un modo de adquisición nacido del dinero mismo, al cual no se da el
destino para que fue creado. El dinero sólo debía servir para el cambio,
y el interés, que de él se saca, le multiplica, como lo indica claramente
37 Platón ha explicado con gran claridad y con más moderación que Aristóteles las causas del desprecio en
que cayó en general el comercio.
48
el nombre que le da la lengua griega. Los padres en este caso son
absolutamente semejantes a los hijos. El interés es dinero producido por
el dinero mismo; y de todas las adquisiciones es esta la más contraria a
la naturaleza.
49
SAN AGUSTÍN, Del libre albedrío II, 1-2
Trad. B.A.C.
LIBRO II
CAPÍTULO I
POR QUÉ NOS HA DADO DIOS LA LIBERTAD, CAUSA DEL PECADO
1. Evodio — Explícame ya, si es posible, por qué ha dado Dios al hombre
el libre albedrío de la voluntad puesto que, de no habérselo dado,
ciertamente no hubiera podido pecar.
Agustín — ¿Tienes ya por cierto y averiguado que Dios ha dado al
hombre una cosa que, según tú, no debía haberle dado?
Ev.— Por lo que me parece haber entendido en el libro anterior, es
evidente que gozamos del libre albedrío de la voluntad y que,
además, él es el único origen de nuestros pecados.
Ag.— También yo recuerdo que llegamos a esta conclusión sin género de
duda. Pero ahora te he preguntado si sabes que Dios nos ha dado el
libre albedrío de que gozamos, y del que es evidente que trae su
origen el pecado.
Ev.— Pienso que nadie sino Él, porque de Él procedemos, y ya sea que
pequemos, ya sea que obremos bien, de Él merecemos el castigo y
el premio.
Ag.— También deseo saber si comprendes bien esto último, o es que lo
crees de buen grado, fundado en el argumento de autoridad, aunque
de hecho no lo entiendas.
Ev.— Acerca de esto último confieso que primeramente di crédito a la
autoridad. Pero ¿puede haber cosa más verdadera que el que todo
bien procede de Dios, y que todo cuanto es justo es bueno, y que
tan justo es castigar a los pecadores como premiar a los que obran
rectamente? De donde se sigue que Dios aflige a los pecadores con
la desgracia y que premia a los buenos con la felicidad.
50
2. Ag.— Nada tengo que oponerte, pero quisiera que me explicaras lo
primero que dijiste, o sea, cómo has llegado a saber que venimos de
Dios, pues lo que acabas de decir no es esto, sino que merecemos de
Él el premio y el castigo.
Ev.— Esto me parece a mí que es también evidente, y no por otra razón
sino porque tenemos ya por cierto que Dios castiga los pecados. Es
claro que toda justicia procede de Dios. Ahora bien, si es propio de
la bondad hacer bien aun a los extraños, no lo es de la justicia el
castigar a aquellos que no le pertenecen. De aquí que sea evidente
que nosotros le pertenecemos, porque no sólo es benignísimo en
hacernos bien, sino también justísimo en castigarnos. Además, de
lo que yo dije antes, y tú concediste, a saber, que todo bien
procede de Dios, puede fácilmente entenderse que también el
hombre procede de Dios, puesto que el hombre mismo, en cuanto
hombre, es un bien, pues puede vivir rectamente siempre que
quiera38.
3. Ag.— Evidentemente, si esto es así, ya está resuelta la cuestión que
propusiste. Si el hombre en sí es un bien y no puede obrar
rectamente sino cuando quiere, síguese que por necesidad ha de
gozar de libre albedrío, sin el cual no se concibe que pueda obrar
rectamente. Y no porque el libre albedrío sea el origen del pecado,
por eso se ha de creer que nos lo ha dado Dios para pecar. Hay,
pues, una razón suficiente de habérnoslo dado, y es que sin él no
podía el hombre vivir rectamente.
Y, habiéndonos sido dado para este fin, de aquí puede entenderse
por qué es justamente castigado por Dios el que usa de él para
pecar, lo que no sería justo si nos hubiera sido dado no sólo para
vivir rectamente, sino también para poder pecar. ¿Cómo podría, en
efecto, ser castigado el que usara de su libre voluntad para aquello
para lo cual le fue dada? Así, pues, cuando Dios castiga al pecador,
¿qué te parece que le dice sino estas palabras: te castigo porque no
has usado de tu libre voluntad para aquello para lo cual te la di, esto
es, para obrar según razón? Por otra parte, si el hombre careciese
del libre albedrío de la voluntad, ¿cómo podría darse aquel bien que
sublima a la misma justicia, y que consiste en condenar los pecados
y en premiar las buenas acciones? Porque no sería ni pecado ni obra
buena lo que se hiciera sin voluntad libre. Y, por lo mismo, si el
hombre no estuviera dotado de voluntad libre, sería injusto el castigo
38 La armonía de la creación (c.7.8.9.27). — Perfecta es la jerarquía en la escala de los seres, subordinados de
inferior a superior o más excelente. De tal modo está ordenada la creación, que aun los castigos contribuyen a
restablecer la armonía quebrantada por el pecado, sacando Dios bienes de los males y haciendo que los
pecadores se reintegren al orden universal por ellos traspasado (cf. G. Philips, La raison d'être du mal d'après
Saint Augustin [Lovaina 1927] p. 108-115).
51
e injusto sería también el premio. Mas por necesidad ha debido
haber justicia, así en castigar como en premiar, porque éste es uno
de los bienes que proceden de Dios. Necesariamente debió, pues,
dotar Dios al hombre de libre albedrío.
CAPÍTULO II
OBJECIÓN: SI EL LIBRE ALBEDRÍO HA SIDO DADO PARA EL BIEN,
¿CÓMO ES QUE OBRA EL MAL?
4. Ev.— Concedo que Dios haya dado al hombre la libertad. Pero dime:
¿no te parece que, habiéndonos sido dada para poder obrar el bien,
no debería poder entregarse al pecado? Como sucede con la misma
justicia, que, habiendo sido dada al hombre para obrar el bien,
¿acaso puede alguien vivir mal en virtud de la misma justicia? Pues,
igualmente, nadie podría servirse de la voluntad para pecar si ésta
le hubiera sido dada para obrar bien.
Ag.— El Señor me concederá, como lo espero, poderte contestar, o mejor
dicho: que tú mismo te contestes, iluminado interiormente por
aquella verdad que es la maestra soberana y universal de todos.
Pero quiero antes de nada que me digas brevemente si, teniendo
como tienes por bien conocido y cierto lo que antes te pregunté, a
saber: que Dios nos ha dado la voluntad libre, procede decir ahora
que no ha debido darnos Dios lo que confesamos que nos ha dado.
Porque, si no es cierto que Él nos la ha dado, hay motivo para
inquirir si nos ha sido dada con razón o sin ella, a fin de que, si
llegáramos a ver que nos ha sido dada con razón, tengamos también
por cierto que nos la ha dado aquel de quien el hombre ha recibido
todos los bienes, y que si, por el contrario, descubriéremos que nos
ha sido dada sin razón, entendamos igualmente que no ha podido
dárnosla aquel a quien no es lícito culpar de nada. Mas si es cierto
que de Él la hemos recibido, entonces, sea cual fuere el modo como
la hemos recibido, es preciso confesar también que, sea cual fuere el
modo como nos fue dada, ni debió no dárnosla ni debió dárnosla de
otro distinto de como nos la dio; pues nos la dio aquel cuyos actos
no pueden en modo alguno ser razonablemente censurados.
5. Ev.— Aunque creo con fe inquebrantable todo esto, sin embargo,
como aún no lo entiendo, continuemos investigando como si todo
fuera incierto. Porque veo que, de ser incierto que la libertad nos
haya sido dada para obrar bien, y siendo también cierto que
pecamos voluntaria y libremente, resulta incierto si debió dársenos
52
o no. Si es incierto que nos ha sido dada para obrar bien, es
también incierto que se nos haya debido dar, y, por consiguiente,
será igualmente incierto que Dios nos la haya dado; porque, si no
es cierto que debió dárnosla, tampoco es cierto que nos la haya
dado aquel de quien sería impiedad creer que nos hubiera dado
algo que no debería habernos dado.
Ag.— Tú tienes por cierto, al menos, que Dios existe.
Ev.— Sí; esto tengo por verdad inconcusa, mas también por la fe, no
por la razón.
Ag.— Entonces, si alguno de aquellos insipientes de los cuales está
escrito: Dijo el necio en su corazón: No hay Dios no quisiera creer
contigo lo que tú crees, sino que quisiera saber si lo que tú crees es
verdad, ¿abandonarías a ese hombre a su incredulidad o pensarías
quizá que debieras convencerle de algún modo de aquello mismo que
tú crees firmemente, sobre todo si él no discutiera con pertinacia,
sino más bien con deseo de conocer la verdad?
Ev.— Lo último que has dicho me indica suficientemente qué es lo que
debería responderle. Porque, aunque fuera él el hombre más
absurdo, seguramente me concedería que con el hombre falaz y
contumaz no se debe discutir absolutamente nada, y menos de
cosa tan grande y excelsa. Y una vez que me hubiera concedido
esto, él sería el primero en pedirme que creyera de él que procedía
de buena fe en querer saber esto, y que tocante a esta cuestión no
había en él falsía ni contumacia alguna.
Entonces le demostraría lo que juzgo que a cualquiera le es
facilísimo demostrar, a saber: que, puesto que él quiere que yo
crea, sin conocerlos, en la existencia de los sentimientos ocultos de
su alma, que únicamente él mismo puede conocer, mucho más
justo sería que también él creyera en la existencia de Dios, fundado
en la fe que merecen los libros de aquellos tan grandes varones que
atestiguan en sus escritos que vivieron en compañía del Hijo de
Dios, y que con tanta más autoridad lo atestiguan, cuanto que en
sus escritos dicen que vieron cosas tales que de ningún modo
hubieran podido suceder si realmente Dios no existiera, y sería este
hombre sumamente necio si pretendiera echarme en cara el
haberles yo creído a ellos, y deseara, no obstante, que yo le
creyera a él. Ciertamente no encontraría excusa para rehusar hacer
lo mismo que no podría censurar con razón.
Ag.— Pues, si respecto de la existencia de Dios juzgas prueba suficiente
el que nos ha parecido que debemos creer a varones de tanta
autoridad, sin que se nos pueda acusar de temerarios, ¿por qué,
dime, respecto de estas cosas que hemos determinado investigar,
53
como si fueran inciertas y absolutamente desconocidas, no piensas lo
mismo, o sea, que, fundados en la autoridad de tan grandes
varones, debamos creerlas tan firmemente que no debamos gastar
más tiempo en su investigación?
Ev.— Es que nosotros deseamos saber y entender lo que creemos.
6. Ag.— Veo que te acuerdas perfectamente del principio indiscutible que
establecimos en los mismos comienzos de la cuestión precedente: si
el creer no fuese cosa distinta del entender, y no hubiéramos de
creer antes las grandes y divinas verdades que deseamos entender,
sin razón habría dicho el profeta: Si no creyereis, no entenderéis. El
mismo Señor exhortó también a creer primeramente en sus dichos y
en sus hechos a aquellos a quienes llamó a la salvación. Mas
después, al hablar del don que había de dar a los creyentes, no dijo:
Esta es la vida eterna, que crean en mí; sino que dijo: Esta es la vida
eterna, que te conozcan a ti, sólo Dios verdadero, y a Jesucristo, a
quien enviaste. Después, a los que ya creían, les dice: Buscad y
hallaréis; porque no se puede decir que se ha hallado lo que se cree
sin entenderlo, y nadie se capacita para hallar a Dios si antes no
creyere lo que ha de conocer después. Por lo cual, obedientes a los
preceptos de Dios, seamos constantes en la investigación, pues,
iluminados con su luz, encontraremos lo que por su consejo
buscamos, en la medida que estas cosas pueden ser halladas en esta
vida por hombres como nosotros; porque, si, como debemos creer, a
los mejores aun mientras vivan esta vida mortal, y ciertamente a
todos los buenos y piadosos después de esta vida, les es dado ver y
poseer estas verdades más clara y perfectamente, es de esperar que
así sucederá también respecto de nosotros, y, por tanto,
despreciando los bienes terrenos y humanos, debemos desear y
amar con toda nuestra alma las cosas divinas.
54
SANTO TOMÁS, Suma Teológica 1ª Parte, cuestión 2, arts. 1-3
Trad. Biblioteca de Autores Cristianos
Sobre la existencia de Dios
Así, pues, como quiera que el objetivo principal de esta doctrina sagrada
es llevar al conocimiento de Dios, y no sólo como ser, sino también
como principio y fin de las cosas, especialmente de las criaturas
racionales según ha quedado demostrado (q.1 a.7), en nuestro intento
de exponer dicha doctrina trataremos lo siguiente: primero, de Dios;
segundo, de la marcha del hombre hacia Dios; tercero, de Cristo, el
cual, como hombre, es el camino en nuestra marcha hacia Dios.
La reflexión sobre Dios abarcará tres partes. En la primera trataremos lo
que es propio de la esencia divina; en la segunda, lo que pertenece a la
distinción de personas; en la tercera, lo que se refiere a las criaturas en
cuanto que proceden de Él.
Con respecto a la esencia divina, sin duda habrá que tratar lo siguiente:
primero, la existencia de Dios; segundo, cómo es, o mejor, cómo no es;
tercero, de su obrar, o sea, su ciencia, su voluntad, su poder.
Lo primero plantea y exige respuesta a tres problemas:
1. ¿Es o no es evidente Dios por sí mismo?
2. ¿Es o no es demostrable?
3. ¿Existe o no existe Dios?
Artículo 1: Dios, ¿es o no es evidente por sí mismo?
Objeciones por las que parece que Dios es evidente por sí mismo:
1. Se dice que son evidentes por sí mismas aquellas cosas cuyo
conocimiento nos es connatural, por ejemplo, los primeros principios.
Pero, como dice el Damasceno al inicio de su libro, el conocimiento de
que Dios existe está impreso en todos por naturaleza. Por lo tanto, Dios
es evidente por sí mismo.
55
2. Se dice que son evidentes por sí mismas aquellas cosas que, al decir
su nombre, inmediatamente son identificadas. Esto, el Filósofo en I
Poster. lo atribuye a los primeros principios de demostración. Por
ejemplo, una vez sabido lo que es todo y lo que es parte,
inmediatamente se sabe que el todo es mayor que su parte. Por eso,
una vez comprendido lo que significa este nombre, Dios,
inmediatamente se concluye que Dios existe. Si con este nombre se da
a entender lo más inmenso que se puede comprender, más inmenso es
lo que se da en la realidad y en el entendimiento que lo que se da sólo
en el entendimiento. Como quiera que comprendido lo que significa este
nombre, Dios, inmediatamente está en el entendimiento, habrá que
concluir que también está en la realidad. Por lo tanto, Dios es evidente
por sí mismo.
3. Que existe la verdad es evidente por sí mismo, puesto que quien
niega que la verdad existe está diciendo que la verdad existe; pues si la
verdad no existe, es verdadero que la verdad no existe. Pero para que
algo sea verdadero, es necesario que exista la verdad. Dios es la misma
verdad. Jn 14,6: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Por lo tanto, que
Dios existe es evidente por sí mismo.
Contra esto: nadie puede pensar lo contrario de lo que es evidente por
sí mismo, tal como consta en el Filósofo, IV Metaphys. y I Poster.
cuando trata los primeros principios de la demostración. Sin embargo,
pensar lo contrario de que Dios existe, sí puede hacerse, según aquello
del Sal 52,1: Dice el necio en su interior: Dios no existe. Por lo tanto,
que Dios existe no es evidente por sí mismo.
Respondo: La evidencia de algo puede ser de dos modos. Uno, en sí
misma y no para nosotros; otro, en sí misma y para nosotros. Así, una
proposición es evidente por sí misma cuando el predicado está incluido
en el concepto del sujeto, como el hombre es animal, ya que el
predicado animal está incluido en el concepto de hombre. De este modo,
si todos conocieran en qué consiste el predicado y en qué el sujeto, la
proposición sería evidente para todos. Esto es lo que sucede con los
primeros principios de la demostración, pues sus términos como ser-no
ser, todo-parte, y otros parecidos, son tan comunes que nadie los
ignora.
Por el contrario, si algunos no conocen en qué consiste el predicado y en
qué el sujeto, la proposición será evidente en sí misma, pero no lo será
para los que desconocen en qué consiste el predicado y en qué el sujeto
de la proposición. Así ocurre, como dice Boecio, que hay conceptos del
56
espíritu comunes para todos y evidentes por sí mismos que sólo
comprenden los sabios, por ejemplo, lo incorpóreo no ocupa lugar.
Por consiguiente, digo: La proposición Dios existe, en cuanto tal, es
evidente por sí misma, ya que en Dios, sujeto y predicado son lo mismo,
pues Dios es su mismo ser, como veremos (q.3 a.4). Pero, puesto que
no sabemos en qué consiste Dios, para nosotros no es evidente, sino
que necesitamos demostrarlo a través de aquello que es más evidente
para nosotros y menos por su naturaleza, esto es, por los efectos.
A las objeciones:
1. Conocer de un modo general y no sin confusión que Dios existe, está
impreso en nuestra naturaleza en el sentido de que Dios es la felicidad
del hombre; puesto que el hombre por naturaleza quiere ser feliz, por
naturaleza conoce lo que por naturaleza desea. Pero a esto no se le
puede llamar exactamente conocer que Dios existe; como, por ejemplo,
saber que alguien viene no es saber que Pedro viene aunque sea Pedro
el que viene. De hecho, muchos piensan que el bien perfecto del
hombre, que es la bienaventuranza, consiste en la riqueza; otros, lo
colocan en el placer; otros, en cualquier otra cosa.
2. Es probable que quien oiga la palabra Dios no entienda que con ella
se expresa lo más inmenso que se pueda pensar, pues de hecho algunos
creyeron que Dios era cuerpo. No obstante, aun suponiendo que alguien
entienda el significado de lo que con la palabra Dios se dice, sin
embargo no se sigue que entienda que lo que significa este nombre se
dé en la realidad, sino tan sólo en la comprensión del entendimiento.
Tampoco se puede deducir que exista en la realidad, a no ser que se
presuponga que en la realidad hay algo mayor que lo que puede
pensarse. Y esto no es aceptado por los que sostienen que Dios no
existe.
3. La verdad en general existe, es evidente por sí mismo; pero que
exista la verdad absoluta, esto no es evidente para nosotros.
Artículo 2: La existencia de Dios, ¿es o no es demostrable?
Objeciones por las que parece que Dios no es demostrable:
1. La existencia de Dios es artículo de fe. Pero los contenidos de fe no
son demostrables, puesto que la demostración convierte algo en
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evidente, en cambio la fe trata lo no evidente, como dice el Apóstol en
Heb 11,1. Por lo tanto, la existencia de Dios no es demostrable.
2. La base de la demostración está en lo que es. Pero de Dios no
podemos saber qué es, sino sólo qué no es, como dice el Damasceno.
Por lo tanto, no podemos demostrar la existencia de Dios.
3. Si se demostrase la existencia de Dios, no sería más que a partir de
sus efectos. Pero sus efectos no son proporcionales a Él, en cuanto que
los efectos son finitos y Él es infinito; y lo finito no es proporcional a lo
infinito. Como quiera, pues, que la causa no puede demostrarse a partir
de los efectos que no le son proporcionales, parece que la existencia de
Dios no puede ser demostrada.
Contra esto: está lo que dice el Apóstol en Rom 1,20: Lo invisible de
Dios se hace comprensible y visible por lo creado. Pero esto no sería
posible a no ser que por lo creado pudiera ser demostrada la existencia
de Dios, ya que lo primero que hay que saber de una cosa es si existe.
Respondo: Toda demostración es doble. Una, por la causa, que es
absolutamente previa a cualquier cosa. Se la llama: a causa de. Otra,
por el efecto, que es lo primero con lo que nos encontramos; pues el
efecto se nos presenta como más evidente que la causa, y por el efecto
llegamos a conocer la causa. Se la llama: porque. Por cualquier efecto
puede ser demostrada su causa (siempre que los efectos de la causa se
nos presenten como más evidentes): porque, como quiera que los
efectos dependen de la causa, dado el efecto, necesariamente antes se
ha dado la causa. De donde se deduce que la existencia de Dios, aun
cuando en sí misma no se nos presenta como evidente, en cambio sí es
demostrable por los efectos con que nos encontramos.
A las objeciones:
1. La existencia de Dios y otras verdades que de Él pueden ser
conocidas por la sola razón natural, tal como dice Rom 1,19, no son
artículos de fe, sino preámbulos a tales artículos. Pues la fe presupone el
conocimiento natural, como la gracia presupone la naturaleza, y la
perfección lo perfectible. Sin embargo, nada impide que lo que en sí
mismo es demostrable y comprensible, sea tenido como creíble por
quien no llega a comprender la demostración.
2. Cuando se demuestra la causa por el efecto, es necesario usar el
efecto como definición de la causa para probar la existencia de la causa.
58
Esto es así sobre todo por lo que respecta a Dios. Porque para probar
que algo existe, es necesario tomar como base lo que significa el
nombre, no lo que es; ya que la pregunta qué es presupone otra: si
existe. Los nombres dados a Dios se fundamentan en los efectos, como
probaremos más adelante (q.13 a.1). De ahí que, demostrado por el
efecto la existencia de Dios, podamos tornar como base lo que significa
este nombre Dios.
3. Por efectos no proporcionales a la causa no se puede tener un
conocimiento exacto de la causa. Sin embargo, por cualquier efecto
puede ser demostrado claramente que la causa existe, como se dijo.
Así, por efectos divinos puede ser demostrada la existencia de Dios, aun
cuando por los efectos no podamos llegar a tener un conocimiento
exacto de cómo es Él en sí mismo.
Artículo 3: ¿Existe o no existe Dios?
Objeciones por las que parece que Dios no existe:
1. Si uno de los contrarios es infinito, el otro queda totalmente anulado.
Esto es lo que sucede con el nombre Dios al darle el significado de bien
absoluto. Pues si existiese Dios, no existiría ningún mal. Pero el mal se
da en el mundo. Por lo tanto, Dios no existe.
2. Lo que encuentra su razón de ser en pocos principios, no se busca en
muchos. Parece que todo lo que existe en el mundo, y supuesto que
Dios no existe, encuentra su razón de ser en otros principios; pues lo
que es natural encuentra su principio en la naturaleza; lo que es
intencionado lo encuentra en la razón y voluntad humanas. Así, pues, no
hay necesidad alguna de acudir a la existencia de Dios.
Contra esto: está lo que se dice en Éxodo 3,14 de la persona de Dios:
Yo soy el que es.
Respondo: La existencia de Dios puede ser probada de cinco maneras
distintas. 1) La primera y más clara es la que se deduce del movimiento.
Pues es cierto, y lo perciben los sentidos, que en este mundo hay
movimiento. Y todo lo que se mueve es movido por otro. De hecho nada
se mueve a no ser que en cuanto potencia esté orientado a aquello para
lo que se mueve. Por su parte, quien mueve está en acto. Pues mover
no es más que pasar de la potencia al acto. La potencia no puede pasar
a acto más que por quien está en acto. Ejemplo: el fuego, en acto
caliente, hace que la madera, en potencia caliente, pase a caliente en
59
acto. De este modo la mueve y cambia. Pero no es posible que una cosa
sea lo mismo simultáneamente en potencia y en acto; sólo lo puede ser
respecto a algo distinto. Ejemplo: Lo que es caliente en acto, no puede
ser al mismo tiempo caliente en potencia, pero sí puede ser en potencia
frío. Igualmente, es imposible que algo mueva y sea movido al mismo
tiempo, o que se mueva a sí mismo. Todo lo que se mueve necesita ser
movido por otro. Pero si lo que es movido por otro se mueve, necesita
ser movido por otro, y éste por otro. Este proceder no se puede llevar
indefinidamente, porque no se llegaría al primero que mueve, y así no
habría motor alguno pues los motores intermedios no mueven más que
por ser movidos por el primer motor. Ejemplo: Un bastón no mueve
nada si no es movido por la mano. Por lo tanto, es necesario llegar a
aquel primer motor al que nadie mueve. En éste, todos reconocen a
Dios.
2) La segunda es la que se deduce de la causa eficiente. Pues nos
encontramos que en el mundo sensible hay un orden de causas
eficientes. Sin embargo, no encontramos, ni es posible, que algo sea
causa eficiente de sí mismo, pues sería anterior a sí mismo, cosa
imposible. En las causas eficientes no es posible proceder
indefinidamente porque en todas las causas eficientes hay orden: la
primera es causa de la intermedia; y ésta, sea una o múltiple, lo es de
la última. Puesto que, si se quita la causa, desaparece el efecto, si en el
orden de las causas eficientes no existiera la primera, no se daría
tampoco ni la última ni la intermedia. Si en las causas eficientes
llevásemos hasta el infinito este proceder, no existiría la primera causa
eficiente; en consecuencia no habría efecto último ni causa intermedia;
y esto es absolutamente falso. Por lo tanto, es necesario admitir una
causa eficiente primera. Todos la llaman Dios.
3) La tercera es la que se deduce a partir de lo posible y de lo necesario.
Y dice: Encontramos que las cosas pueden existir o no existir, pues
pueden ser producidas o destruidas, y consecuentemente es posible que
existan o que no existan. Es imposible que las cosas sometidas a tal
posibilidad existan siempre, pues lo que lleva en sí mismo la posibilidad
de no existir, en un tiempo no existió. Si, pues, todas las cosas llevan en
sí mismas la posibilidad de no existir, hubo un tiempo en que nada
existió. Pero si esto es verdad, tampoco ahora existiría nada, puesto que
lo que no existe no empieza a existir más que por algo que ya existe. Si,
pues, nada existía, es imposible que algo empezara a existir; en
consecuencia, nada existiría; y esto es absolutamente falso. Luego no
todos los seres son sólo posibilidad; sino que es preciso algún ser
necesario. Todo ser necesario encuentra su necesidad en otro, o no la
tiene. Por otra parte, no es posible que en los seres necesarios se
60
busque la causa de su necesidad llevando este proceder
indefinidamente, como quedó probado al tratar las causas eficientes
(núm. 2). Por lo tanto, es preciso admitir algo que sea absolutamente
necesario, cuya causa de su necesidad no esté en otro, sino que él sea
causa de la necesidad de los demás. Todos le dicen Dios.
4) La cuarta se deduce de la jerarquía de valores que encontramos en
las cosas. Pues nos encontramos que la bondad, la veracidad, la nobleza
y otros valores se dan en las cosas. En unas más y en otras menos. Pero
este más y este menos se dice de las cosas en cuanto que se aproximan
más o menos a lo máximo. Así, caliente se dice de aquello que se
aproxima más al máximo calor. Hay algo, por tanto, que es muy veraz,
muy bueno, muy noble; y, en consecuencia, es el máximo ser; pues las
cosas que son sumamente verdaderas, son seres máximos, como se
dice en II Metaphys. Como quiera que en cualquier género, lo máximo
se convierte en causa de lo que pertenece a tal género -así el fuego, que
es el máximo calor, es causa de todos los calores, como se explica en el
mismo libro —, del mismo modo hay algo que en todos los seres es
causa de su existir, de su bondad, de cualquier otra perfección. Le
llamamos Dios.
5) La quinta se deduce a partir del ordenamiento de las cosas. Pues
vemos que hay cosas que no tienen conocimiento, como son los cuerpos
naturales, y que obran por un fin. Esto se puede comprobar observando
cómo siempre o a menudo obran igual para conseguir lo mejor. De
donde se deduce que, para alcanzar su objetivo, no obran al azar, sino
intencionadamente. Las cosas que no tienen conocimiento no tienden al
fin sin ser dirigidas por alguien con conocimiento e inteligencia, como la
flecha por el arquero. Por lo tanto, hay alguien inteligente por el que
todas las cosas son dirigidas al fin. Le llamamos Dios.
A las objeciones:
1. Escribe Agustín en el Enchiridio: Dios, por ser el bien sumo, de
ninguna manera permitiría que hubiera algún tipo de mal en sus obras,
a no ser que, por ser omnipotente y bueno, del mal sacara un bien. Esto
pertenece a la infinita bondad de Dios, que puede permitir el mal para
sacar de él un bien.
2. Como la naturaleza obra por un determinado fin a partir de la
dirección de alguien superior, es necesario que las obras de la
naturaleza también se reduzcan a Dios como a su primera causa. De la
misma manera también, lo hecho a propósito es necesario reducirlo a
alguna causa superior que no sea la razón y voluntad humanas; puesto
61
que éstas son mudables y perfectibles. Es preciso que todo lo sometido
a cambio y posibilidad sea reducido a algún primer principio inmutable y
absolutamente necesario, tal como ha sido demostrado.
62
DESCARTES, Meditaciones metafísicas, Meditación tercera
(trad. Vidal Peña)
De Dios; que existe
Cerraré ahora los ojos, me taparé los oídos, suspenderé mis sentidos;
hasta borraré de mi pensamiento toda imagen de las cosas corpóreas, o,
al menos, como eso es casi imposible, las reputaré vanas y falsas; de
este modo, en coloquio sólo conmigo y examinando mis adentros,
procuraré ir conociéndome mejor y hacerme más familiar a mí propio.
Soy una cosa que piensa, es decir, que duda, afirma, niega, conoce
unas pocas cosas, ignora otras muchas, ama, odia, quiere, no quiere, y
que también imagina y siente, pues, como he observado más arriba,
aunque lo que siento e imagino acaso no sea nada fuera de mí y en sí
mismo, con todo estoy seguro de que esos modos de pensar residen y
se hallan en mí, sin duda. Y con lo poco que acabo de decir, creo haber
enumerado todo lo que sé de cierto, o, al menos, todo lo que he
advertido saber hasta aquí.
Consideraré ahora con mayor circunspección si no podré hallar en mí
otros conocimientos de los que aún no me haya apercibido. Sé con
certeza que soy una cosa que piensa; pero ¿no sé también lo que se
requiere para estar cierto de algo? En ese mi primer conocimiento, no
hay nada más que una percepción clara y distinta de lo que conozco, la
cual no bastaría a asegurarme de su verdad si fuese posible que una
cosa concebida tan clara y distintamente resultase falsa. Y por ello me
parece poder establecer desde ahora, como regla general, que son
verdaderas todas las cosas que concebimos muy clara y distintamente.
Sin embargo, he admitido antes de ahora, como cosas muy ciertas y
manifiestas, muchas que más tarde he reconocido ser dudosas e
inciertas. ¿Cuáles eran? La tierra, el cielo, los astros y todas las demás
cosas que percibía por medio de los sentidos. Ahora bien: ¿qué es lo que
concebía en ellas como claro y distinto? Nada más, en verdad, sino que
las ideas o pensamientos de esas cosas se presentaban a mi espíritu. Y
aun ahora no niego que esas ideas estén en mí. Pero había, además,
otra cosa que yo afirmaba, y que pensaba percibir muy claramente por
la costumbre que tenía de creerla, aunque verdaderamente no la
percibiera, a saber: que había fuera de mí ciertas cosas de las que
procedían esas ideas, y a las que éstas se asemejaban por completo. Y
63
en eso me engañaba; o al menos si es que mi juicio era verdadero, no
lo era en virtud de un conocimiento que yo tuviera.
Pero cuando consideraba algo muy sencillo y fácil, tocante a la
aritmética y la geometría, como, por ejemplo, que dos más tres son
cinco o cosas semejantes, ¿no las concebía con claridad suficiente para
asegurar que eran verdaderas? Y si más tarde he pensado que cosas
tales podían ponerse en duda, no ha sido por otra razón sino por
ocurrírseme que acaso Dios hubiera podido darme una naturaleza tal,
que yo me engañase hasta en las cosas que me parecen más
manifiestas. Pues bien, siempre que se presenta a mi pensamiento esa
opinión, anteriormente concebida, acerca de la suprema potencia de
Dios, me veo forzado a reconocer que le es muy fácil, si quiere, obrar de
manera que yo me engañe aun en las cosas que creo conocer con
grandísima evidencia; y, por el contrario, siempre que reparo en las
cosas que creo concebir muy claramente, me persuaden hasta el punto
de que prorrumpo en palabras como éstas: engáñeme quien pueda, que
lo que nunca podrá será hacer que yo no sea nada, mientras yo esté
pensando que soy algo, ni que alguna vez sea cierto que yo no haya
sido nunca, siendo verdad que ahora soy, ni que dos más tres sean algo
distinto de cinco, ni otras cosas semejantes, que veo claramente no
poder ser de otro modo, que como las concibo.
Ciertamente, supuesto que no tengo razón alguna para creer que haya
algún Dios engañador, y que no he considerado aún ninguna de las que
prueban que hay un Dios, los motivos de duda que sólo dependen de
dicha opinión son muy ligeros y, por así decirlo, metafísicos. Mas a fin
de poder suprimirlos del todo, debo examinar si hay Dios, en cuanto se
me presente la ocasión, y, si resulta haberlo, debo también examinar si
puede ser engañador; pues, sin conocer esas dos verdades, no veo
cómo voy a poder alcanzar certeza de cosa alguna.
Y para tener ocasión de averiguar todo eso sin alterar el orden de
meditación que me he propuesto, que es pasar por grados de las
nociones que encuentre primero en mi espíritu a las que pueda hallar
después, tengo que dividir aquí todos mis pensamientos en ciertos
géneros, y considerar en cuáles de estos géneros hay, propiamente,
verdad o error.
De entre mis pensamientos, unos son como imágenes de cosas, y a
éstos solos conviene con propiedad el nombre de idea: como cuando me
represento un hombre, una quimera, el cielo, un ángel o el mismo Dios.
Otros, además, tienen otras formas: como cuando quiero, temo, afirmo
o niego; pues, si bien concibo entonces alguna cosa de la que trata la
64
acción de mi espíritu, añado asimismo algo, mediante esa acción, a la
idea que tengo de aquella cosa; y de este género de pensamientos,
unos son llamados voluntades o afecciones, y otros, juicios.
Pues bien, por lo que toca a las ideas, si se las considera sólo en sí
mismas, sin relación a ninguna otra cosa, no pueden ser llamadas con
propiedad falsas; pues imagine yo una cabra o una quimera, tan verdad
es que imagino la una como la otra.
No es tampoco de temer que pueda hallarse falsedad en las afecciones o
voluntades; pues aunque yo pueda desear cosas malas, o que nunca
hayan existido, no es menos cierto por ello que yo las deseo.
Por tanto, sólo en los juicios debo tener mucho cuidado de no errar.
Ahora bien, el principal y más frecuente error que puede encontrarse en
ellos consiste en juzgar que las ideas que están en mí son semejantes o
conformes a cosas que están fuera de mí, pues si considerase las ideas
sólo como ciertos modos de mi pensamiento, sin pretender referirlas a
alguna cosa exterior, apenas podrían darme ocasión de errar.
Pues bien, de esas ideas, unas me parecen nacidas conmigo, otras
extrañas y venidas de fuera, y otras hechas e inventadas por mí mismo.
Pues tener la facultad de concebir lo que es en general una cosa, o una
verdad, o un pensamiento, me parece proceder únicamente de mi
propia naturaleza; pero si oigo ahora un ruido, si veo el sol, si siento
calor, he juzgado hasta el presente que esos sentimientos procedían de
ciertas cosas existentes fuera de mí; y, por último, me parece que las
sirenas, los hipogrifos y otras quimeras de ese género, son ficciones e
invenciones de mi espíritu.
Pero también podría persuadirme de que todas las ideas son del género
de las que llamo extrañas y venidas de fuera, o de que han nacido todas
conmigo, o de que todas han sido hechas por mí, pues aún no he
descubierto su verdadero origen. Y lo que principalmente debo hacer, en
este lugar, es considerar, respecto de aquellas que me parecen proceder
de ciertos objetos que están fuera de mí, qué razones me fuerzan a
creerlas semejantes a esos objetos. La primera de esas razones es que
parece enseñármelo la naturaleza; y la segunda, que experimento en mí
mismo que tales ideas no dependen de mi voluntad, pues a menudo se
me presentan a pesar mío, como ahora, quiéralo o no, siento calor, y
por esta causa estoy persuadido de que este sentimiento o idea del calor
es producido en mí por algo diferente de mí, a saber, por el calor del
fuego junto al cual me hallo sentado. Y nada veo que me parezca más
65
razonable que juzgar que esa cosa extraña me envía e imprime en mí su
semejanza, más bien que otra cosa cualquiera.
Ahora tengo que ver si esas razones son lo bastante fuertes y
convincentes. Cuando digo que me parece que la naturaleza me lo
enseña, por la palabra “naturaleza” entiendo sólo cierta inclinación que
me lleva a creerlo, y no una luz natural que me haga conocer que es
verdadero. Ahora bien, se trata de dos cosas muy distintas entre sí;
pues no podría poner en duda nada de lo que la luz natural me hace ver
como verdadero: por ejemplo, cuando antes me enseñaba que del
hecho de dudar yo podía concluir mi existencia. Porque, además, no
tengo ninguna otra facultad o potencia para distinguir lo verdadero de lo
falso, que pueda enseñarme que no es verdadero lo que la luz natural
me muestra como tal, y en la que pueda fiar como fío en la luz natural.
Mas por lo que toca a esas inclinaciones que también me parecen
naturales, he notado a menudo que, cuando se trataba de elegir entre
virtudes y vicios, me han conducido al mal tanto como al bien: por ello,
no hay razón tampoco para seguirlas cuando se trata de la verdad y la
falsedad.
En cuanto a la otra razón —la de que esas ideas deben proceder de
fuera, pues no dependen de mi voluntad—, tampoco la encuentro
convincente. Puesto que, al igual que esas inclinaciones de las que
acabo de hablar se hallan en mí, pese a que no siempre concuerden con
mi voluntad, podría también ocurrir que haya en mí, sin yo conocerla,
alguna facultad o potencia, apta para producir esas ideas sin ayuda de
cosa exterior; y, en efecto, me ha parecido siempre hasta ahora que
tales ideas se forman en mí, cuando duermo, sin el auxilio de los objetos
que representan. Y en fin, aun estando yo conforme con que son
causadas por esos objetos, de ahí no se sigue necesariamente que
deban asemejarse a ellos. Por el contrario, he notado a menudo, en
muchos casos, que había gran diferencia entre el objeto y su idea. Así,
por ejemplo, en mi espíritu encuentro dos ideas del sol muy diversas;
una toma su origen de los sentidos, y debe situarse en el género de las
que he dicho vienen de fuera; según ella, el sol me parece pequeño en
extremo; la otra proviene de las razones de la astronomía, es decir, de
ciertas nociones nacidas conmigo, o bien ha sido elaborada por mí de
algún modo: según ella, el sol me parece varias veces mayor que la
tierra. Sin duda, esas dos ideas que yo formo del sol no pueden ser, las
dos, semejantes al mismo sol; y la razón me impele a creer que la que
procede inmediatamente de su apariencia es, precisamente, la que le es
más disímil.
66
Todo ello bien me demuestra que, hasta el momento, no ha sido un
juicio cierto y bien pensado, sino sólo un ciego y temerario impulso, lo
que me ha hecho creer que existían cosas fuera de mí, diferentes de mí,
y que, por medio de los órganos de mis sentidos, o por algún otro, me
enviaban sus ideas o imágenes, e imprimían en mí sus semejanzas.
Mas se me ofrece aún otra vía para averiguar si, entre las cosas cuyas
ideas tengo en mí, hay algunas que existen fuera de mí. Es a saber: si
tales ideas se toman sólo en cuanto que son ciertas maneras de pensar
no reconozco entre ellas diferencias o desigualdad alguna, y todas
parecen proceder de mí de un mismo modo; pero, al considerarlas como
imágenes que representan unas una cosa y otras otra, entonces es
evidente que son muy distintas unas de otras. En efecto, las que me
representan substancias son sin duda algo más, y contienen (por así
decirlo) más realidad objetiva, es decir, participan, por representación,
de más grados de ser o perfección que aquellas que me representan
sólo modos o accidentes. Y más aún: la idea por la que concibo un Dios
supremo, eterno, infinito, inmutable, omnisciente, omnipotente y
creador universal de todas las cosas que están fuera de él, esa idea —
digo— ciertamente tiene en sí más realidad objetiva que las que me
representan substancias finitas.
Ahora bien, es cosa manifiesta, en virtud de la luz natural, que debe
haber por lo menos tanta realidad en la causa eficiente y total como en
su efecto: pues ¿de dónde puede sacar el efecto su realidad, si no es de
la causa? ¿Y cómo podría esa causa comunicársela, si no la tuviera ella
misma?
Y de ahí se sigue, no sólo que la nada no podría producir cosa alguna,
sino que lo más perfecto, es decir, lo que contiene más realidad, no
puede provenir de lo menos perfecto. Y esta verdad no es sólo clara y
evidente en aquellos efectos dotados de esa realidad que los filósofos
llaman actual o formal, sino también en las ideas, donde sólo se
considera la realidad que llaman objetiva. Por ejemplo, la piedra que
aún no existe no puede empezar a existir ahora si no es producida por
algo que tenga en sí formalmente o eminentemente todo lo que entra en
la composición de la piedra (es decir, que contenga en sí las mismas
cosas, u otras más excelentes, que las que están en la piedra); y el
calor no puede ser producido en un sujeto privado de él, si no es por
una cosa que sea de un orden, grado o género al menos tan perfecto
como lo es el calor; y así las demás cosas. Pero además de eso, la idea
del calor o de la piedra no puede estar en mí si no ha sido puesta por
alguna causa que contenga en sí al menos tanta realidad como la que
concibo en el calor o en la piedra. Pues aunque esa causa no transmita a
67
mi idea nada de su realidad actual o formal, no hay que juzgar por ello
que esa causa tenga que ser menos real, sino que debe saberse que,
siendo toda idea obra del espíritu, su naturaleza es tal que no exige de
suyo ninguna otra realidad formal que la que recibe del pensamiento,
del cual es un modo. Pues bien, para que una idea contenga tal realidad
objetiva más bien que tal otra, debe haberla recibido, sin duda, de
alguna causa, en la cual haya tanta realidad formal, por lo menos,
cuanta realidad objetiva contiene la idea. Pues si suponemos que en la
idea hay algo que no se encuentra en su causa, tendrá que haberlo
recibido de la nada; mas, por imperfecto que sea el modo de ser según
el cual una cosa está objetivamente o por representación en el
entendimiento, mediante su idea, no puede con todo decirse que ese
modo de ser no sea nada, ni, por consiguiente, que esa idea tome su
origen de la nada. Tampoco debo suponer que, siendo sólo objetiva la
realidad considerada en esas ideas, no sea necesario que la misma
realidad esté formalmente en las causas de ellas, ni creer que basta con
que esté objetivamente en dichas causas; pues, así como el modo
objetivo de ser compete a las ideas por su propia naturaleza, así
también el modo formal de ser compete a las causas de esas ideas (o
por lo menos a las primeras y principales) por su propia naturaleza. Y
aunque pueda ocurrir que de una idea nazca otra idea, ese proceso no
puede ser infinito, sino que hay que llegar finalmente a una idea
primera, cuya causa sea como un arquetipo, en el que esté formal y
efectivamente contenida toda la realidad o perfección que en la idea
está sólo de modo objetivo o por representación. De manera que la luz
natural me hace saber con certeza que las ideas son en mí como
cuadros o imágenes, que pueden con facilidad ser copias defectuosas de
las cosas, pero que en ningún caso pueden contener nada mayor o más
perfecto que éstas.
Y cuanto más larga y atentamente examino todo lo anterior, tanto más
clara y distintamente conozco que es verdad. Mas, a la postre, ¿qué
conclusión obtendré de todo ello? Ésta, a saber: que, si la realidad
objetiva de alguna de mis ideas es tal que yo pueda saber con claridad
que esa realidad no está en mí formal ni eminentemente (y, por
consiguiente, que yo no puedo ser causa de tal idea), se sigue entonces
necesariamente de ello que no estoy solo en el mundo, y que existe otra
cosa, que es causa de esa idea; si, por el contrario, no hallo en mí una
idea así, entonces careceré de argumentos que puedan darme certeza
de la existencia de algo que no sea yo, pues los he examinado todos con
suma diligencia, y hasta ahora no he podido encontrar ningún otro.
Ahora bien: entre mis ideas, además de la que me representa a mí
mismo (y que no ofrece aquí dificultad alguna), hay otra que me
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representa a Dios, y otras a cosas corpóreas e inanimadas, ángeles,
animales y otros hombres semejantes a mí mismo. Mas, por lo que
atañe a las ideas que me representan otros hombres, o animales, o
ángeles, fácilmente concibo que puedan haberse formado por la mezcla
y composición de las ideas que tengo de las cosas corpóreas y de Dios,
aun cuando fuera de mí no hubiese en el mundo ni hombres, ni
animales, ni ángeles. Y, tocante a las ideas de las cosas corpóreas, nada
me parece haber en ellas tan excelente que no pueda proceder de mí
mismo; pues si las considero más a fondo y las examino como ayer hice
con la idea de la cera, advierto en ellas muy pocas cosas que yo conciba
clara y distintamente; a saber: la magnitud, o sea, la extensión en
longitud, anchura y profundidad; la figura, formada por los límites de
esa extensión; la situación que mantienen entre sí los cuerpos
diversamente delimitados; el movimiento, o sea, el cambio de tal
situación; pueden añadirse la substancia, la duración y el número. En
cuanto las demás cosas, como la luz, los colores, los sonidos, los olores,
los sabores, el calor, el fro y otras cualidades perceptibles por el tacto,
todas ellas están en mi pensamiento con tal oscuridad y confusión, que
hasta ignoro si son verdaderas o falsas y meramente aparentes, es
decir, ignoro si las ideas que concibo de dichas cualidades son, en
efecto, ideas de cosas reales o bien representan tan sólo seres
quiméricos, que no pueden existir. Pues aunque más arriba haya yo
notado que sólo en los juicios puede encontrarse falsedad propiamente
dicha, en sentido formal, con todo, puede hallarse en las ideas cierta
falsedad material, a saber: cuando representan lo que no es nada como
si fuera algo. Por ejemplo, las ideas que tengo del frío y el calor son tan
poco claras y distintas, que mediante ellas no puedo discernir si el frío
es sólo una privación de calor, o el calor una privación de frío, o bien si
ambas son o no cualidades reales; y por cuanto, siendo las ideas como
imágenes, no puede haber ninguna que no parezca representarnos algo,
si es cierto que el frío es sólo privación de calor, la idea que me lo
represente como algo real y positivo podrá, no sin razón, llamarse falsa,
y lo mismo sucederá con ideas semejantes. Y por cierto, no es necesario
que atribuya a esas ideas otro autor que yo mismo; pues si son falsas —
es decir, si representan cosas que no existen— la luz natural me hace
saber que provienen de la nada, es decir, que si están en mí es porque a
mi naturaleza —no siendo perfecta— le falta algo; y si son verdaderas,
como de todas maneras tales ideas me ofrecen tan poca realidad que ni
llego a discernir con claridad la cosa representada del no ser, no veo por
qué no podría haberlas producido yo mismo.
En cuanto a las ideas claras y distintas que tengo de las cosas
corpóreas, hay algunas que me parece he podido obtener de la idea que
tengo de mí mismo; así, las de substancia, duración, número y otras
69
semejantes. Pues cuando pienso que la piedra es una substancia, o sea,
una cosa capaz de existir por sí, dado que yo soy una substancia, y
aunque sé muy bien que soy una cosa pensante y no extensa (habiendo
así entre ambos conceptos muy gran diferencia), las dos ideas parecen
concordar en que representan substancias. Asimismo, cuando pienso
que existo ahora, y me acuerdo además de haber existido antes, y
concibo varios pensamientos cuyo número conozco, entonces adquiero
las ideas de duración y número, las cuales puedo luego transferir a
cualesquiera otras cosas.
Por lo que se refiere a las otras cualidades de que se componen las
ideas de las cosas corpóreas —a saber: la extensión, la figura, la
situación y el movimiento—, cierto es que no están formalmente en mí,
pues no soy más que una cosa que piensa; pero como son sólo ciertos
modos de la substancia (a manera de vestidos con que se nos aparece
la substancia), parece que pueden estar contenidas en mí
eminentemente.
Así pues, sólo queda la idea de Dios, en la que debe considerarse si hay
algo que no pueda proceder de mí mismo. Por “Dios” entiendo una
substancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente,
omnipotente, que me ha creado a mí mismo y a todas las demás cosas
que existen (si es que existe alguna). Pues bien, eso que entiendo por
Dios es tan grande y eminente, que cuanto más atentamente lo
considero menos convencido estoy de que una idea así pueda proceder
sólo de mí. Y, por consiguiente, hay que concluir necesariamente, según
lo antedicho, que Dios existe. Pues, aunque yo tenga la idea de
substancia en virtud de ser yo una substancia, no podría tener la idea de
una substancia infinita, siendo yo finito, si no la hubiera puesto en mí
una substancia que verdaderamente fuese infinita.
Y no debo juzgar que yo no concibo el infinito por medio de una
verdadera idea, sino por medio de una mera negación de lo finito (así
como concibo el reposo y la oscuridad por medio de la negación del
movimiento y la luz): pues, al contrario, veo manifiestamente que hay
más realidad en la substancia infinita que en la finita y, por ende, que,
en cierto modo, tengo antes en mí la noción de lo infinito que la de lo
finito: antes la de Dios que la de mí mismo. Pues ¿cómo podría yo saber
que dudo y que deseo, es decir, que algo me falta y que no soy
perfecto, si no hubiese en mí la idea de un ser más perfecto, por
comparación con el cual advierto la imperfección de mi naturaleza?
Y no puede decirse que acaso esta idea de Dios es materialmente falsa y
puede, por tanto, proceder de la nada (es decir, que acaso esté en mí
70
por faltarme a mí algo, según dije antes de las ideas de calor y frío, y de
otras semejantes); al contrario, siendo esta idea muy clara y distinta y
conteniendo más realidad objetiva que ninguna otra, no hay idea alguna
que sea por sí misma más verdadera, ni menos sospechosa de error y
falsedad.
Digo que la idea de ese ser sumamente perfecto e infinito es
absolutamente verdadera; pues, aunque acaso pudiera fingirse que un
ser así no existe, con todo, no puede fingirse que su idea no me
representa nada real, como dije antes de la idea de frío.
Esa idea es también muy clara y distinta, pues que contiene en sí todo
lo que mi espíritu concibe clara y distintamente como real y verdadero,
y todo lo que comporta alguna perfección. Y eso no deja de ser cierto,
aunque yo no comprenda lo infinito, o aunque haya en Dios
innumerables cosas que no pueda yo entender, y ni siquiera alcanzar
con mi pensamiento: pues es propio de la naturaleza de lo infinito que
yo, siendo finito, no pueda comprenderlo. Y basta con que entienda esto
bien, y juzgue que todas las cosas que concibo claramente, y en las que
sé que hay alguna perfección, así como acaso también infinidad de otras
que ignoro, están en Dios formalmente o eminentemente, para que la
idea que tengo de Dios sea la más verdadera, clara y distinta de todas.
Mas podría suceder que yo fuese algo más de lo que pienso, y que todas
las perfecciones que atribuyo a la naturaleza de Dios estén en mí, de
algún modo, en potencia, si bien todavía no manifestadas en el acto. Y
en efecto, estoy experimentando que mi conocimiento aumenta y se
perfecciona poco a poco, y nada veo que pueda impedir que aumente
más y más hasta el infinito, y, así acrecentado y perfeccionado, tampoco
veo nada que me impida adquirir por su medio todas las demás
perfecciones de la naturaleza divina; y, en fin, parece asimismo que, si
tengo el poder de adquirir esas perfecciones, tendría también el de
producir sus ideas. Sin embargo, pensándolo mejor, reconozco que eso
no puede ser. En primer lugar, porque, aunque fuera cierto que mi
conocimiento aumentase por grados sin cesar y que hubiese en mi
naturaleza muchas cosas en potencia que aún no estuviesen en acto,
nada de eso, sin embargo, atañe ni aun se aproxima a la idea que tengo
de la divinidad, en cuya idea nada hay en potencia, sino que todo está
en acto. Y hasta ese mismo aumento sucesivo y por grados argüiría sin
duda imperfección en mi conocimiento. Más aún: aunque mi
conocimiento aumentase más y más, con todo no dejo de conocer que
nunca podría ser infinito en acto, pues jamás llegará a tan alto grado
que no sea capaz de incremento alguno. En cambio, a Dios lo concibo
infinito en acto, y en tal grado que nada puede añadirse a su perfección.
71
Y, por último, me doy cuenta de que el ser objetivo de una idea no
puede ser producido por un ser que existe sólo en potencia —el cual,
hablando con propiedad, no es nada—, sino sólo por un ser en acto, o
sea, formal.
Ciertamente, nada veo en todo cuanto acabo de decir que no sea
facilísimo de conocer, en virtud de la luz natural, a todos los que quieran
pensar en ello con cuidado. Pero cuando mi atención se afloja,
oscurecido mi espíritu y como cegado por las imágenes de las cosas
sensibles, olvida fácilmente la razón por la cual la idea que tengo de un
ser más perfecto que yo debe haber sido puesta necesariamente en mí
por un ser que, efectivamente, sea más perfecto.
Por ello pasaré adelante, y consideraré si yo mismo, que tengo esa idea
de Dios, podría existir, en el caso de que no hubiera Dios. Y pregunto:
¿de quién habría recibido mi existencia? Pudiera ser que de mí mismo, o
bien de mis padres, o bien de otras causas que, en todo caso, serían
menos perfectas que Dios, pues nada puede imaginarse más perfecto
que Él, y ni siquiera igual a Él.
Ahora bien: si yo fuese independiente de cualquier otro, si yo mismo
fuese el autor de mi ser, entonces no dudaría de nada, nada desearía, y
ninguna perfección me faltaría, pues me habría dado a mí mismo todas
aquellas de las que tengo alguna idea: y así, yo sería Dios.
Y no tengo por qué juzgar que las cosas que me faltan son acaso más
difíciles de adquirir que las que ya poseo; al contrario, es, sin duda,
mucho más difícil que yo —esto es, una cosa o substancia pensante—
haya salido de la nada, de lo que sería la adquisición, por mi parte, de
muchos conocimientos que ignoro, y que al cabo no son sino accidentes
de esa substancia. Y si me hubiera dado a mí mismo lo más difícil, es
decir, mi existencia, no me hubiera privado de lo más fácil, a saber: de
muchos conocimientos de que mi naturaleza no se halla provista; no me
habría privado, en fin, de nada de lo que está contenido en la idea que
tengo de Dios, puesto que ninguna otra cosa me parece de más difícil
adquisición; y si hubiera alguna más difícil, sin duda me lo parecería
(suponiendo que hubiera recibido de mí mismo las demás cosas que
poseo), pues sentiría que allí terminaba mi poder.
Y no puedo hurtarme a la fuerza de un tal razonamiento mediante la
suposición de que he sido siempre tal cual soy ahora, como si de ello se
siguiese que no tengo por qué buscarle autor alguno a mi existencia.
Pues el tiempo todo de mi vida puede dividirse en innumerables partes,
sin que ninguna de ellas dependa en modo alguno de las demás; y así,
72
de haber yo existido un poco antes no se sigue que deba existir ahora, a
no ser que en este mismo momento alguna causa me produzca y —por
decirlo así— me cree de nuevo, es decir, me conserve.
En efecto, a todo el que considere atentamente la naturaleza del tiempo,
resulta clarísimo que una substancia, para conservarse en todos los
momentos de su duración, precisa de la misma fuerza y actividad que
sería necesaria para producirla y crearla en el caso de que no existiese.
De suerte que la luz natural nos hace ver con claridad que conservación
y creación difieren sólo respecto de nuestra manera de pensar, pero no
realmente.
Así pues, sólo hace falta aquí que me consulte a mí mismo, para saber si
poseo algún poder en cuya virtud yo, que existo ahora, exista también
dentro de un instante; ya que, no siendo yo más que una cosa que
piensa (o, al menos, no tratándose aquí, hasta ahora, más que de esta
parte de mí mismo), si un tal poder residiera en mí, yo debería por lo
menos pensarlo y ser consciente de él; pues bien, no es así, y de este
modo sé con evidencia que dependo de algún ser diferente de mí.
Quizá pudiera ocurrir que ese ser del que dependo no sea Dios, y que yo
haya sido producido, o bien por mis padres, o bien por alguna otra
causa menos perfecta que Dios. Pero ello no puede ser, pues, como ya
he dicho antes, es del todo evidente que en la causa debe haber por lo
menos tanta realidad como en el efecto. Y entonces, puesto que soy una
cosa que piensa, y que tengo en mí una idea de Dios, sea cualquiera la
causa que se le atribuya a mi naturaleza, deberá ser en cualquier caso,
asimismo, una cosa que piensa, y poseer en sí la idea de todas las
perfecciones que atribuyo a la naturaleza divina. Ulteriormente puede
indagarse si esa causa toma su origen y existencia de sí misma o de
alguna otra cosa. Si la toma de sí misma, se sigue, por las razones
antedichas, que ella misma ha de ser Dios, pues teniendo el poder de
existir por sí, debe tener también, sin duda, el poder de poseer
actualmente todas las perfecciones cuyas ideas concibe, es decir, todas
las que yo concibo como dadas en Dios. Y si toma su existencia de
alguna otra causa distinta de ella, nos preguntaremos de nuevo, y por
igual razón, si esta segunda causa existe por sí o por otra cosa, hasta
que de grado en grado lleguemos por último a una causa que resultará
ser Dios. Y es muy claro que aquí no puede procederse al infinito, pues
no se trata tanto de la causa que en otro tiempo me produjo, como de la
que al presente me conserva.
Tampoco puede fingirse aquí que acaso varias causas parciales hayan
concurrido juntas a mi producción, y que de una de ellas haya recibido
73
yo la idea de una de las perfecciones que atribuyo a Dios, y de otra la
idea de otra, de manera que todas esas perfecciones se hallan, sin
duda, en algún lugar del universo, pero no juntas y reunidas en una sola
{causa} que sea Dios. Pues, muy al contrario, la unidad, simplicidad o
inseparabilidad de todas las cosas que están en Dios, es una de las
principales perfecciones que en Él concibo; y, sin duda, la idea de tal
unidad y reunión de todas las perfecciones en Dios no ha podido ser
puesta en mí por causa alguna, de la cual no haya yo recibido también
las ideas de todas las demás perfecciones. Pues ella no puede
habérmelas hecho comprender como juntas e inseparables, si no
hubiera procedido de suerte que yo supiese cuáles eran, y en cierto
modo las conociese. Por lo que atañe, en fin, a mis padres, de quienes
parece que tomo mi origen, aunque sea cierto todo lo que haya podido
creer acerca de ellos, eso no quiere decir que sean ellos los que me
conserven, ni que me hayan hecho y producido en cuanto que soy una
cosa que piensa, puesto que sólo han afectado de algún modo a la
materia, dentro de la cual pienso estar encerrado yo, es decir, mi
espíritu, al que identifico ahora conmigo mismo. Por tanto, no puede
haber dificultades en este punto, sino que debe concluirse
necesariamente, del solo hecho de que existo y de que hay en mí la idea
de un ser sumamente perfecto (esto es, de Dios), que la existencia de
Dios está demostrada con toda evidencia.
Sólo me queda por examinar de qué modo he adquirido esa idea. Pues
no la he recibido de los sentidos, y nunca se me ha presentado
inesperadamente, como las ideas de las cosas sensibles, cuando tales
cosas se presentan, o parecen hacerlo, a los órganos externos de mis
sentidos. Tampoco es puro efecto o ficción de mi espíritu, pues no está
en mi poder aumentarla o disminuirla en cosa alguna. Y, por
consiguiente, no queda sino decir que, al igual que la idea de mí mismo,
ha nacido conmigo a partir del momento mismo en que yo he sido
creado.
Y nada tiene de extraño que Dios, al crearme, haya puesto en mí esa
idea para que sea como el sello del artífice, impreso en su obra; y
tampoco es necesario que ese sello sea algo distinto que la obra misma.
Sino que, por sólo haberme creado, es de creer que Dios me ha
producido, en cierto modo, a su imagen y semejanza, y que yo concibo
esta semejanza (en la cual se halla contenida la idea de Dios) mediante
la misma facultad por la que me percibo a mí mismo; es decir, que
cuando reflexiono sobre mí mismo, no sólo conozco que soy una cosa
imperfecta, incompleta y dependiente de otro, que tiende y aspira sin
cesar a algo mejor y mayor de lo que soy, sino que también conozco, al
mismo tiempo, que aquel de quien dependo posee todas esas cosas
74
grandes a las que aspiro, y cuyas ideas encuentro en mí; y las posee no
de manera indefinida y sólo en potencia, sino de un modo efectivo,
actual e infinito, y por eso es Dios. Y toda la fuerza del argumento que
he empleado para probar la existencia de Dios consiste en que
reconozco que sería imposible que mi naturaleza fuera tal cual es, o sea,
que yo tuviese la idea de Dios, si Dios no existiera realmente: ese
mismo Dios, digo, cuya idea está en mí, es decir, que posee todas esas
altas perfecciones, de las que nuestro espíritu puede alcanzar alguna
noción, aunque no las comprenda por entero, y que no tiene ningún
defecto ni nada que sea señal de imperfección. Por lo que es evidente
que no puede ser engañador, puesto que la luz natural nos enseña que
el engaño depende de algún defecto.
Pero antes de examinar esto con más cuidado, y de pasar a la
consideración de las demás verdades que pueden colegirse de ello, me
parece oportuno detenerme algún tiempo a contemplar este Dios
perfectísimo, apreciar debidamente sus maravillosos atributos,
considerar, admirar y adorar la incomparable belleza de esta inmensa
luz, en la medida, al menos, que me lo permita la fuerza de mi espíritu.
Pues, enseñándonos la fe que la suprema felicidad de la vida no consiste
sino en esa contemplación de la majestad divina, experimentamos ya
que una meditación como la presente, aunque incomparablemente
menos perfecta, nos hace gozar del mayor contento que es posible en
esta vida.
75
(a) LOCKE, Ensayo sobre el entendimiento humano, Libro II, cap. 2, §§
1-3
Trad. Edmundo O'Gorman, FCE
CAPÍTULO 2
De las ideas simples
§ 1. Apariencias no compuestas.
Para entender mejor la naturaleza, el modo y el alcance de nuestro
conocimiento, es de observarse cuidadosamente una circunstancia
respecto a las ideas que tenemos, y es que algunas de ellas son simples y
algunas son complejas. Aun cuando las cualidades que afectan a nuestros
sentidos están, en las cosas mismas, tan unidas y mezcladas que no hay
separación o distancia entre ellas, con todo, es llano que las ideas que
esas cualidades producen en la mente le llegan, por vía de los sentidos,
simples y sin mezcla. Porque si bien es cierto que la vista y el tacto
toman frecuentemente del mismo objeto y al mismo tiempo ideas
diferentes, como cuando un hombre ve a un tiempo el movimiento y el
color, y cuando la mano siente la suavidad y el calor de un mismo trozo
de cera, sin embargo, las ideas simples así unidas en un mismo objeto
son tan perfectamente distintas como las que llegan por diferentes
sentidos. La frialdad y la dureza, que un hombre siente en un pedazo de
hielo, son, en la mente, ideas tan distintas como el aroma y la blancura
de un lirio, o como el sabor del azúcar y el aroma de una rosa. Y nada
hay más llano para un hombre que la percepción clara y distinta que tiene
de esas ideas simples; las cuales, siendo cada una en sí misma no
compuesta, no contienen nada en sí, sino una apariencia o concepción
uniforme en la mente, que no puede ser distinguida en ideas diferentes.
§ 2. La mente no puede ni hacerlas ni destruirlas.
Estas ideas simples, los materiales de todo nuestro conocimiento, le son
sugeridas y proporcionadas a la mente por sólo esas dos vías arriba
mencionadas, a saber: sensación y reflexión. Una vez que el
entendimiento está provisto de esas ideas simples tiene el poder de
repetirlas, compararlas y unirlas en una variedad casi infinita, de tal
manera que puede formar a su gusto nuevas ideas complejas. Empero, el
76
más elevado ingenio o el entendimiento más amplio, cualquiera que sea
la agilidad o variedad de su pensamiento, no tiene el poder de inventar o
idear en la mente ninguna idea simple nueva que no proceda de las vías
antes mencionadas; ni tampoco le es dable a ninguna fuerza del
entendimiento destruir las que ya están allí; ya que el imperio que tiene
el hombre en este pequeño mundo de su propio entendimiento se
asemeja mucho al que tiene respecto al gran mundo de las cosas visibles,
donde su poder, como quiera que esté dirigido por el arte y la habilidad,
no va más allá de componer y dividir los materiales que están al alcance
de su mano; pero es impotente para hacer la más mínima partícula de
materia nueva, o para destruir un solo átomo de lo que ya está en ser.
Igual incapacidad encontrará en sí mismo todo aquel que se ponga a
modelar en su entendimiento cualquier idea simple que no haya recibido
por sus sentidos, procedente de objetos externos, o por la reflexión que
haga sobre las operaciones de su propia mente acerca de ellas. Y yo
quisiera que alguien tratase de imaginar un sabor jamás probado por su
paladar, o de formarse la idea de un aroma nunca antes olido; y cuando
pueda hacer esto, yo concluiré también que un ciego tiene ideas de los
colores, y que un sordo tiene nociones distintas y verdaderas de los
sonidos.
§ 3. Sólo son imaginables las cualidades que afectan a los sentidos.
Ésta es la razón por la cual, aunque no podamos creer que sea imposible
para Dios hacer una criatura con otros órganos y más vías que le
comuniquen a su entendimiento la noticia de cosas corpóreas, además de
esas cinco, según usualmente se cuentan, con que dotó al hombre, por
esa razón pienso, sin embargo, que no es posible para nadie imaginarse
otras cualidades en los cuerpos, como quiera que estén constituidos, de
las cuales se pueda tener noticia, fuera de sonidos, gustos, olores y
cualidades visibles y tangibles. Y si la humanidad hubiese sido dotada de
tan sólo cuatro sentidos, entonces, las cualidades que son el objeto del
quinto sentido estarían tan alejadas de nuestra noticia, de nuestra
imaginación y de nuestra concepción, como pueden estarlo ahora las que
pudieran pertenecer a un sexto, séptimo u octavo sentidos, y de los
cuales no podría decirse, sin gran presunción, si algunas otras criaturas
no los tienen en alguna otra parte de este dilatado y maravilloso
universo. Quien no tenga la arrogancia de colocarse a sí mismo en la
cima de todas las cosas, sino que considere la inmensidad de este edificio
y la gran variedad que se encuentra en esta pequeña e inconsiderable
parte suya que le es familiar, quizá se vea inclinado a pensar que en
otras mansiones del universo puede haber otros y distintos seres
inteligentes, de cuyas facultades tiene tan poco conocimiento o sospecha,
77
como pueda tenerlo una polilla encerrada en la gaveta de un armario, de
los sentidos o entendimiento de un hombre, ya que semejante variedad y
excelencia convienen a la sabiduría y poder del Hacedor. Aquí he seguido
la opinión común de tener el hombre solamente cinco sentidos, aunque,
quizá, puedan con justicia contarse más; pero ambas suposiciones sirven
por igual a mi actual propósito de la misma forma.
78
(b) HUME, Investigación sobre el conocimiento humano, Sección 7 De la
idea de conexión necesaria, Parte II
Trad. Jaime de Salas, Alianza Editorial
Hemos de apresurarnos por llegar a una conclusión en esta cuestión, que
ya se ha prolongado excesivamente. En vano hemos buscado la idea de
poder o conexión necesaria en todas las fuentes de las que podíamos
suponer se deriva. Parece que en casos aislados de la actividad
(operation) de cuerpos jamás hemos podido, ni siquiera en el más
riguroso examen, encontrar más que el que un suceso sigue a otro, sin
que seamos capaces de comprender la fuerza o poder en virtud del cual
opera la causa, o alguna conexión entre ella y su supuesto efecto. La
misma dificultad se presenta al examinar (contemplate) las operaciones
de la mente sobre el cuerpo: observamos que el movimiento de éste
sigue el imperativo de la primera, pero no somos capaces de observar o
representarnos (conceive) el vínculo que une movimiento y volición, o la
energía en virtud de la cual produce este efecto la mente. Tampoco es
más inteligible la autoridad de la voluntad sobre sus facultades e ideas.
De modo que en conjunto no se presenta en toda la naturaleza un solo
caso de conexión que podamos representarnos (conceivable). Todos los
acontecimientos parecen absolutamente sueltos y separados. Un
acontecimiento sigue a otro, pero nunca hemos podido observar un
vínculo entre ellos. Parecen conjuntados, pero no conectados. Y como no
podemos tener idea de algo que no haya aparecido en algún momento a
los sentidos externos o al sentimiento interno, la conclusión necesaria
parece ser la de que no tenemos ninguna idea de conexión o poder y que
estas palabras carecen totalmente de sentido cuando son empleadas en
razonamientos filosóficos o en la vida corriente.
Pero aún queda un modo de evitar esta conclusión y una fuente que
todavía no hemos examinado. Cuando se nos presenta un objeto o suceso
cualquiera, por mucha sagacidad y agudeza que tengamos, nos es
imposible descubrir, o incluso conjeturar sin la ayuda de la experiencia, el
suceso que pueda resultar de él o llevar nuestra previsión más allá del
objeto que está inmediatamente presente a nuestra memoria y sentidos.
Incluso después de un caso o experimento en que hayamos observado
que determinado acontecimiento sigue a otro, no tenemos derecho a
enunciar una regla general o anticipar lo que ocurrirá en casos
semejantes, pues se considera acertadamente una imperdonable
temeridad juzgar todo el curso de la naturaleza a raíz de un solo caso,
por muy preciso y seguro que sea. Pero cuando determinada clase de
79
acontecimientos ha estado siempre, en todos los casos, unida a otra, no
tenemos ya escrúpulos en predecir el uno con la aparición del otro y en
utilizar el único razonamiento que puede darnos seguridad sobre una
cuestión de hecho o existencia. Entonces llamamos a uno de los objetos
causa y al otro efecto. Suponemos que hay alguna conexión entre ellos,
algún poder en la una por el que indefectiblemente produce el otro y
actúa con la necesidad más fuerte, con la mayor certeza.
Parece entonces que esta idea de conexión necesaria entre sucesos surge
del acaecimiento de varios casos similares de constante conjunción de
dichos sucesos. Esta idea no puede ser sugerida por uno solo de estos
casos examinados desde todas las posiciones y perspectivas posibles.
Pero en una serie de casos no hay nada distinto de cualquiera de los
casos individuales que se suponen exactamente iguales, salvo que, tras la
repetición de casos similares, la mente es conducida por hábito a tener la
expectativa, al aparecer un suceso, de su acompañante usual, y a creer
que existirá. Por tanto, esta conexión que sentimos en la mente, esta
transición de la representación (imagination) de un objeto a su
acompañante usual, es el sentimiento o impresión a partir del cual
formamos la idea de poder o de conexión necesaria. No hay más en esta
cuestión. Examínese el asunto desde cualquier perspectiva. Nunca
encontraremos otros origen para esa idea. Esta es la única diferencia
entre un caso del que jamás podremos recibir la idea de conexión y varios
casos semejantes que la sugieren. La primera vez que un hombre vio la
comunicación de movimientos por medio del impulso, por ejemplo, como
en el choque de dos bolas de billar, no pudo declarar que un
acontecimiento estaba conectado con el otro, sino tan sólo conjuntado
con él. Tras haber observado varios casos de la misma índole, los declara
conexionados. ¿Qué cambio ha ocurrido para dar lugar a esta nueva idea
de conexión? Exclusivamente que ahora siente que estos acontecimientos
están conectados en su imaginación y fácilmente puede predecir la
existencia del uno por la aparición del otro. Por tanto, cuando decimos
que un objeto está conectado con otro, sólo queremos decir que han
adquirido una conexión en nuestro pensamiento y originan esta inferencia
por la que cada uno se convierte en prueba del otro, conclusión algo
extraordinaria, pero que parece estar fundada con suficiente evidencia.
Tampoco se debilitará ésta a causa de cualquier desconfianza general en
el entendimiento o sospecha escéptica en lo que respecta a las
conclusiones que sean nuevas y extraordinarias. Ninguna conclusión
puede resultarle más agradable al escepticismo que la que hace
descubrimientos acerca de la debilidad y estrechos límites de la razón y
capacidad humanas.
80
¿Y qué ejemplo más fuerte que el presente puede presentarse de la
debilidad e ignorancia sorprendentes del entendimiento? Pues si nos
importa conocer perfectamente alguna relación entre objetos, con toda
seguridad es la de causa y efecto. En ella se fundamentan todos nuestros
razonamientos acerca de cuestiones de hecho o existencia. Sólo gracias a
ella podemos alcanzar alguna seguridad sobre objetos alejados del
testimonio actual de la memoria de los sentidos. La única utilidad
inmediata de todas las ciencias es enseñarnos cómo controlar y regular
acontecimientos futuros por medio de sus causas. En todo momento,
pues, se desarrollan nuestros pensamientos e investigaciones en torno a
esta relación. Pero tan imperfectas son las ideas que nos formamos
acerca de ella, que nos es imposible dar una definición justa de causa,
salvo la de que es aquello que es sacado de algo extraño y ajeno. Objetos
similares siempre están conjuntados con objetos similares. De esto
tenemos experiencia. De acuerdo con esta experiencia, podemos, pues,
definir una causa como un objeto seguido de otro, cuando todos los
objetos similares al primero son seguidos por objetos similares al
segundo. O en otras palabras, el segundo objeto nunca ha existido sin
que no se haya dado el primer objeto. La aparición de una causa siempre
comunica a la mente, por una transición habitual, la idea de efecto39. De
esto también tenemos experiencia. Podemos, por tanto, de acuerdo con
esta experiencia, dar otra definición de causa y llamarla un objeto
seguido por otro y cuya aparición siempre conduce al pensamiento a
aquel otro. Aunque ambas definiciones se apoyan en circunstancias
extrañas a la causa, no podemos remediar este inconveniente o alcanzar
otra definición más perfecta que pueda indicar la dimensión
(circumstance) de la causa que le da conexión con el efecto. No tenemos
idea alguna de esta conexión, ni siquiera una noción distinta de lo que
deseamos conocer cuando nos esforzamos por representarla
(conception). Decimos, por ejemplo, que la vibración de una cuerda es
causa de determinado ruido. Pero ¿qué queremos decir con esta
afirmación? Queremos decir o que esta vibración va seguida por este
ruido y que todas las vibraciones similares han sido seguidas por ruidos
similares, o que esta vibración es seguida por este ruido y que, con la
aparición de la una, la mente se anticipa a los sentidos y se forma
inmediatamente la idea de la otra. Podemos considerar esta relación de
causa y efecto bajo cualquiera de estas dos perspectivas, pero más allá
de éstas no podemos tener idea de aquélla40.
39 Frase añadida en una edición posterior.
40 Según estas explicaciones y definiciones, la idea de poder es tan relativa como la de causa, y se refieren
ambas a un efecto o a algún otro efecto constantemente unido al primero. Cuando consideramos la
desconocida propiedad (circumstance) de un objeto por la que se fija y determina el grado o cantidad de su
efecto, lo llamamos su poder. Y de acuerdo con esto, todos los filósofos admiten que el efecto es la medida de
el poder. Pero si tienen idea alguna del poder tal como es en sí mismo, ¿por qué no lo miden directamente? La
discusión sobre si la fuerza de un móvil es su velocidad o el cuadrado de su velocidad, esta discusión, digo, no
81
Recapitulemos los razonamientos de esta sección: toda idea es copia de
alguna impresión o sentimiento precedente, y donde no podemos
encontrar impresión alguna, podemos estar seguros de que no hay idea.
En todos los casos aislados de actividad (operation) de cuerpos o mentes
no hay nada que produzca impresión alguna ni que, por consiguiente,
pueda sugerir idea alguna de poder o conexión necesaria. Pero cuando
aparecen muchos casos uniformes y el mismo objeto es siempre seguido
por el mismo suceso, entonces empezamos a albergar la noción de causa
y conexión. Entonces sentimos un nuevo sentimiento o impresión, a
saber, una conexión habitual en el pensamiento o en la imaginación entre
un objeto y su acompañante usual. Y este sentimiento es el original de la
idea que buscamos. Pues como esta idea surge a partir de varios casos
similares y no de un caso aislado, ha de surgir del hecho por el que el
conjunto de casos difiere de cada caso individual. Pero esta conexión o
transición habitual de la imaginación es el único hecho (circumstance) en
que difieren. En todos los demás detalles son semejantes. El primer caso
que vimos, el de movimiento comunicado por el choque de dos bolas de
billar —para volver a este obvio ejemplo—, es exactamente similar a
cualquier caso que en la actualidad puede ocurrírsenos, salvo que no
podríamos inicialmente inferir un suceso de otro, lo cual podemos hacer
ahora tras un curso tan largo de experiencia uniforme. No sé si el lector
comprenderá con facilidad este razonamiento. Temo que si multiplicara
las palabras sobre él, o lo expusiera desde una variedad mayor de
perspectivas, se haría más oscuro e intrincado. En todo razonamiento
abstracto hay un punto de vista que si por fortuna podemos alcanzarlo
nos aproximamos más a la exposición del tema que con la elocuencia y
dicción más exuberante del mundo. Hemos de intentar alcanzar este
tendría que decidirse comparando sus efectos en tiempos iguales o desiguales, sino por medida y
comparación directas.
Con respecto al empleo frecuente de las palabras fuerza, energía, poder, etc., que por todas partes surgen en la
conversación normal así como en la filosofía, esto no es prueba alguna de que estemos familiarizados, en
ningún caso, con el principio de conexión entre causa y efecto o, en última instancia, que podamos dar razón
para la producción de una cosa por la otra. Tal como normalmente se usan, a estas palabras se les ha asignado
acepciones muy imprecisas, y sus ideas son muy inciertas y confusas. Ningún animal puede poner cuerpos
externos en movimiento sin el sentimiento de un nexo o de un esfuerzo, y todo animal tiene sentimiento o
impresión de un golpe o choque de un objeto externo en movimiento. Estas sensaciones, que meramente son
animales y de las que a priori no podemos sacar inferencia alguna, tendemos a transferirlas a objetos
nanimados y a suponer que tienen algún sentimiento cuando comunican o reciben movimiento. Con respecto
a las energías que desplegamos sin que les asignemos idea alguna de comunicación de movimiento, sólo
tenemos en cuenta la experiencia de la conjunción constante de sucesos, y puesto que sentimos una conexión
usual entre ideas, proyectamos este sentimiento sobre los objetos, ya que nada es más usual que aplicar a
objetos externos las sensaciones internas que ocasionan.
(Esta nota fue añadida en una edición posterior, que, sin embargo, en lugar del segundo párrafo dice: «Una
causa es distinta de un signo, puesto que esta implica precedencia y contigüidad en el espacio y en el tiempo,
así como conjunción constante. Un signo no es sino el efecto correlativo de la misma causa.»)
82
punto de vista y guardar las flores de la retórica para temas más
adaptados a ellas.
83
ROUSSEAU, Contrato social, Caps. 6-7
Traducción: Libros elaleph.com
CAPITULO VI
De la ley
Por el pacto social hemos dado existencia y vida al cuerpo político:
trátase ahora de darle movimiento y voluntad por medio de la ley; pues
el acto primitivo por el cual este cuerpo se forma y se une, no determina
nada de lo que debe hacer para asegurar su conservación.
Lo que es bueno y conforme al orden, lo es por la naturaleza de las
cosas e independientemente de las convenciones humanas. Toda justicia
procede de Dios, él es su única fuente; pero si nosotros supiéramos
recibirla de tan alto, no tendríamos necesidad ni de gobierno ni, de
leyes. Sin duda existe una justicia universal emanada de la razón, pero
ésta, para ser admitida entre nosotros, debe ser recíproca.
Considerando humanamente las cosas, a falta de sanción institutiva, las
leyes de la justicia son vanas entre los hombres; ellas hacen el bien del
malvado y el mal del justo, cuando éste las observa con todo el mundo
sin que. nadie las cumpla con él. Es preciso, pues, convenciones y leyes
que unan y relacionen los, derechos y los deberes y encaminen la
justicia hacia sus fines. En el estado natural, en el que todo es común el
hombre nada debe a quienes nada ha prometido, ni reconoce como
propiedad de los demás sino aquello que le es inútil. No resulta así en el
estado civil, en el que todos los derechos están determinados por la ley.
Pero, ¿qué es, al fin, la ley? En tanto que se siga ligando a esta palabra
ideas metafísicas, se continuará razonando sin entenderse, y aun
cuando se explique lo que es una ley de la naturaleza, no se sabrá
mejor lo que es una ley del Estado.
Ya he dicho que no hay voluntad general sobre un objeto particular. En
efecto, un objeto particular existe en el Estado o fuera de él. Sí está
fuera del Estado, una voluntad que le es extraña no es general con
relación a él, y si está en el Estado, es parte integrante. Luego se
establece entre el todo y la parte una relación que forma dos seres
separados, de los cuales uno es la parte y la otra el todo menos esta
misma parte. Más como el todo menos una parte no es el todo, en tanto
84
que esta relación subsista no existe el todo, sino dos partes desiguales.
De donde se sigue, que la voluntad de la una deja de ser general con
relación a la otra.
Pero cuando todo el pueblo estatuye sobre sí mismo, no se considera
más que a sí propio y se forma una relación la del objeto entero desde
distintos puntos de vista, sin ninguna división. La materia sobre la cual
se estatuye es general como la voluntad que estatuye. A este acto le
llamo ley.
Cuando digo que el objeto de las leyes es siempre general, entiendo que
aquéllas consideran los ciudadanos en cuerpo y las acciones en
abstracto; jamás al hombre como a individuo ni la acción en particular.
Así, puede la ley crear privilegios, pero no otorgarlos a determinada
persona; puede clasificar también a los ciudadanos y aun asignar las
cualidades que dan derecho a las distintas categorías, pero no puede
nombrar los que deben ser admitidos en tal o cual; puede establecer un
gobierno monárquico y una sección hereditaria, pero no elegir rey ni
familia real; en una palabra, toda función que se relacione con un objeto
individual no pertenece al poder legislativo.
Aceptada esta idea, es superfluo preguntar a quiénes corresponde hacer
las leyes, puesto que son actos que emanan de la voluntad general, ni si
el príncipe está por encima de ellas, toda vez que es miembro del
Estado; ni si la ley puede ser injusta, puesto que nadie lo es consigo
mismo, ni cómo se puede ser libre y estar sujeto a las leyes, puesto que
éstas son el registro de nuestras voluntades.
Es evidente además que, reuniendo la ley la universalidad de la voluntad
y la del objeto, lo que un hombre ordena, cualquiera que él sea, no es
ley, como no lo es tampoco lo que ordene el mismo cuerpo soberano
sobre un objeto particular. Esto es un decreto; no un acto de soberanía,
sino de magistratura.
Entiendo, pues, por república todo Estado regido por leyes, bajo
cualquiera que sea la forma de administración, por que sólo así el
interés público gobierna y la cosa pública tiene alguna significación.
Todo gobierno legítimo es republicano41. Más adelante explicaré
lo que es un gobierno.
41 No entiendo solamente por esta palabra una aristocracia o una democracia, sino en general todo gobierno
dirigido por la voluntad general, que es la ley. Para ser legítimo un gobierno, no es preciso que se confunda
con el soberano, sino que sea su ministro. De esta manera, la misma monarquía es república. Esto se aclarará
en el libro siguiente.
85
Las leyes no son propiamente sino las condiciones de la asociación civil.
El pueblo sumiso a las leyes, debe ser su autor; corresponde
únicamente a los que se asocian arreglar las condiciones de la sociedad.
Pero ¿cómo las arreglarán? ¿Será de común acuerdo y por efecto de una
inspiración súbita? ¿Tiene el cuerpo político un órgano para expresar sus
voluntades? ¿Quién le dará la previsión necesaria para formar sus actos
y publicarlos de antemano? O ¿cómo pronunciará sus fallos en el
momento preciso? ¿Cómo una multitud ciega, que no sabe a menudo lo
que quiere, porque raras veces sabe lo que le conviene, llevaría a cabo
por sí misma una empresa de, tal magnitud, tan difícil cual es un
sistema de legislación? El pueblo quiere siempre el bien, pero no
siempre lo ve. La voluntad general es siempre recta, pero el juicio que la
dirige no es siempre esclarecido. Se necesita hacerle ver los objetos
tales como son, a veces tales cuales deben parecerle; mostrarle el buen
camino que busca; garantizarla contra las seducciones de voluntades
particulares; acercarle a sus ojos los lugares y los tiempos; compararle
el atractivo de los beneficios presentes y sensibles con el peligro de los
males lejanos y ocultos. Los particulares conocen el bien que rechazan;
el público quiere el bien que no ve. Todos tienen igualmente necesidad
de conductores. Es preciso obligar a los unos a conformar su voluntad
con su razón y, enseñar al pueblo a conocer lo que desea. Entonces de
las inteligencias públicas resulta la unión del entendimiento y de la
voluntad en el cuerpo social; de allí el exacto concurso de las partes, y
en fin la mayor fuerza del todo. He aquí de dónde nace la necesidad de
un legislador.
CAPÍTULO VII
Del legislador
Para descubrir las mejores reglas sociales que convienen a las naciones,
sería preciso una inteligencia superior capaz de penetrar todas las
pasiones humanas sin experimentar ninguna; que conociese a fondo
nuestra naturaleza sin tener relación alguna con ella; cuya felicidad
fuese independiente de nosotros y que por tanto desease ocuparse de la
nuestra; en fin, que en el transcurso de los tiempos, reservándose una
gloria lejana, pudiera trabajar en, un siglo para gozar en otro42. Sería
menester de dioses para dar leyes a los hombres.
42 Un pueblo se hace célebre cuando su legislación comienza a declinar. Ignórase durante cuántos siglos la
institución de Licurgo hizo la felicidad de los espartanos antes de que éstos tuvieran renombre en el resto de la
Grecia.
86
El mismo razonamiento que empleaba Calígula en cuanto al hecho
empleaba Platón en cuanto al derecho para definir el hombre civil o real
que buscaba en su libro Del Reino43. Pero si es cierto que un gran
príncipe es raro, ¿cuánto más no lo será un legislador? El primero no
tiene mas que seguir el modelo que el último debe presentar. El
legislador es el mecánico que inventa la máquina, el príncipe el obrero
que la monta y la pone en movimiento. En el nacimiento de las
sociedades, dice Montesquieu, primeramente los jefes de las repúblicas
fundan la institución, pero después la institución forma a aquéllos44.
El que se atreve a emprender la tarea de instituir un pueblo, debe
sentirse en condiciones de cambiar, por decirlo así, la naturaleza
humana; de transformar cada individuo, que por sí mismo es un todo
perfecto y solitario, en parte de un todo mayor, del cual recibe en cierta
manera la vida y el ser; de alterar la constitución del hombre para
fortalecerla; de sustituir por una existencia parcial y moral la existencia
física e independiente que .hemos recibido de la naturaleza. Es preciso,
en una palabra, que despoje al, hombre de sus fuerzas propias, dándole
otras extrañas de las cuales no puede hacer uso sin el auxilio de otros.
Mientras más se aniquilen y consuman las fuerzas naturales, mayores y
más duraderas serán las adquiridas, y más sólida y perfecta también la
institución. De suerte que, si el ciudadano no es nada ni puede nada sin
el concurso de todos los demás, y si la fuerza adquirida por el todo es
igual o superior a la suma de las fuerzas naturales de los individuos,
puede decirse que la legislación adquiere el más alto grado de
perfección posible.
El legislador es, bajo todos conceptos, un hombre extraordinario en el
Estado. Si debe serio por su genio, no lo es menos por su cargo,
que no es ni de magistratura ni de soberanía, porque constituyendo la
república, no entra en su constitución. Es una función particular y
superior que nada tiene de común con el imperio humano, porque, si el
que ordena y manda a los hombres no puede ejercer dominio sobre las
leyes, el que lo tiene sobre éstas no debe tenerlo sobre aquéllos. De
otro modo esas leyes, hijas de sus pasiones, no servirían a menudo sino
para perpetuar sus injusticias, sin que pudiera jamás evitar el que miras
particulares perturbasen la santidad de su obra.
Cuando Licurgo dio leyes a su patria, comenzó por abdicar la dignidad
real. Era costumbre en la mayor parte de las ciudades griegas confiar a
43 (N.d.T) Véase el Diálogo de Platón, que en las traducciones latinas tiene por título politicus o Vir civilis.
Algunos lo han intitulado De Regno. (EE.)
44 Grandeza y decadencia de los romanos, cap. I.
87
los extranjeros la legislación. Las modernas repúblicas de Italia imitaron
a menudo esta costumbre; la de Ginebra hizo otro tanto, y con buen
éxito45. Roma, en sus bellos tiempos vio renacer en su seno todos los
crímenes de la tiranía, y estuvo próxima a sucumbir por haber
depositado en los mismos hombres la autoridad legislativa y el poder
soberano.
Sin embargo, ni los mismos decenviros se arrogaron jamás el derecho
de sancionar ninguna ley de su propia autoridad. "Nada de lo que os
proponemos, decían al pueblo, podrá ser ley sin vuestro consentimiento.
Romanos, sed vosotros mismos los autores de las leyes que deben hacer
vuestra felicidad."
El que dicta las leyes no tiene, pues, o no debe tener ningún derecho
legislativo, y el mismo pueblo, aunque quiera, no puede despojarse de
un derecho que es inalienable, porque según el pacto fundamental, sólo
la voluntad general puede obligar a los particulares, y nunca puede
asegurarse que una voluntad particular esté conforme con aquélla, sino
después de haberla sometido al sufragio libre del pueblo. Ya he dicho
esto pero no es inútil repetirlo.
Así, encuéntranse en la obra del legislador dos cosas aparentemente
incompatibles: una empresa sobrehumana y para su ejecución una
autoridad nula.
Otra dificultad que merece atención: los sabios que quieren hacer al
vulgo en su lenguaje, en vez de emplear el que es peculiar a este, y por
tanto que no logren hacerse entender. Además hay miles de ideas que
es imposible traducir al lenguaje del pueblo. Las miras y objetos
demasiado generales como demasiado lejanos están fuera de su
alcance, y no gustando los individuos de otro plan de gobierno que aquel
que se relaciona con sus intereses particulares, perciben difícilmente las
ventajas que sacarán de las continuas privaciones que imponen las
buenas leyes. Para que un pueblo naciente pueda apreciar las sanas
máximas de la política y seguir las reglas fundamentales de la razón de
estado, sería necesario que el efecto se convirtiese en causa, que el
espíritu social, que debe ser obra de la institución, presidiese a la
institución misma, y que los hombres fuesen ante las leyes, lo que
deben llegar a ser por ellas. Así, pues no pudiendo el legislador emplear
ni la fuerza ni el razonamiento, es de necesidad que recurra a una
45 Los que sólo consideran a Calvino como teólogo no conocen bien la extensión de su genio. La redacción de
nuestros sabios edictos, en la cual tuvo mucha parte, le hace tanto honor como su institución. Cualquiera que
sea la revolución que el tiempo pueda introducir en nuestro culto, mientras el amor por la patria y por la
libertad no se extinga entre nosotros, la memoria de este grande hombre no cesará de ser bendecida.
88
autoridad de otro orden que pueda arrastrar sin violencia y persuadir sin
convencer.
He allí la razón por la cual los jefes de las naciones han estado obligados
a recurrir en todos los tiempos a la intervención del cielo., a fin de que
los pueblos, sumisos a las leyes del Estado como a las de la naturaleza,
y reconociendo el mismo poder en la formación del hombre que en el de
la sociedad, obedecieran con libertad y soportarán dócilmente el yugo
de la felicidad pública.
Las decisiones de esta razón sublime, que está muy por encima del
alcance de hombres vulgares, son las que pone el legislador en boca de
los inmortales para arrastrar por medio de la pretendida autoridad
divina, a aquellos a quienes no lograría excitar la prudencia humana46
.Pero no es dado a todo hombre hacer hablar a los dioses, ni de ser
creído cuando se anuncia como su intérprete. La grandeza de alma del
legislador es verdadero milagro que debe probar su misión. Todo
hombre puede grabar tablas y piedras, comprar un oráculo, fingir un
comercio secreto con alguna divinidad, adiestrar un pájaro para que le
hable al oído, o encontrar cualquiera otro medio grosero de imponerse
al pueblo. Con esto, podrá tal vez por casualidad reunir una banda de
insensatos, pero no fundará jamás un imperio, y su extravagante obra
perecerá con el. Los vanos prestigios forman un lazo muy corredizo o
pasajero; sólo la sabiduría lo hace duradero. La ley judaica, subsistente
siempre, la del hijo de Ismael, que desde hace diez siglos rige la mitad
del mundo, proclama todavía hoy la grandeza de los hombres que la
dictaron, y mientras la orgullosa filosofía o el ciego espíritu del partido
no ve en ellos más que dichosos impostores, el verdadero político
admira en sus instituciones ese grande y poderoso genio que preside a
las obras duraderas.
Lo expuesto no quiere decir que sea preciso concluir con Warburton47
que la política y la religión tengan entre nosotros un objeto común, pero
sí que, en el origen de las naciones, la una sirvió de instrumento a la
otra.
46 “Y en verdad –dice Maquiavelo- no ha existido jamás un legislador que no haya recurrido a la mediación de
un Dios para hacer que se acepten leyes excepcionales, las que de otro modo serían inadmisibles. En efecto,
numerosos son los principios útiles cuya importancia es bien conocida por el legislador y que, empero, no
llevan en sí razones evidentes capaces de convencer a los demás” Discurso sobre Tito Livio, Lib. I, cap. XI
47 (N.d.T.) William Warburton (1698-1799). Obsipo de Gloucester. Escribió de las relaciones entre la Iglesia
y el Estado.
89
KANT, Crítica de la razón pura, Prólogo a la 2ª edición
Trad. Manuel García Morente
Prólogo de la segunda edición, en el año de 1787
Si la elaboración de los conocimientos que pertenecen a la obra de la
razón lleva o no la marcha segura de una ciencia, es cosa que puede
pronto juzgarse por el éxito. Cuando tras de numerosos preparativos y
arreglos, la razón tropieza, en el momento mismo de llegar a su fin; o
cuando para alcanzar éste, tiene que volver atrás una y otra vez y
emprender un nuevo camino; así mismo, cuando no es posible poner de
acuerdo a los diferentes colaboradores sobre la manera cómo se ha de
perseguir el propósito común; entonces puede tenerse siempre la
convicción de que un estudio semejante está muy lejos de haber
emprendido la marcha segura de una ciencia y de que, por el contrario,
es más bien un mero tanteo. Y es ya un mérito de la razón el descubrir,
en lo posible, ese camino, aunque haya que renunciar, por vano, a
mucho de lo que estaba contenido en el fin que se había tomado antes
sin reflexión.
Que la lógica ha llevado ya esa marcha segura desde los tiempos
más remotos, puede colegirse, por el hecho de que, desde Aristóteles,
no ha tenido que dar un paso atrás, a no ser que se cuenten como
correcciones la supresión de algunas sutilezas inútiles o la determinación
más clara de lo expuesto, cosa empero que pertenece más a la
elegancia que a la certeza de la ciencia. Notable es también en ella el
que tampoco hasta ahora hoy ha podido dar un paso adelante. Así pues,
según toda apariencia, hállase conclusa y perfecta. Pues si algunos
modernos han pensado ampliarla introduciendo capítulos, ya
psicológicos sobre las distintas facultades de conocimiento (la
imaginación, el ingenio), ya metafísicos sobre el origen del conocimiento
o la especie diversa de certeza según la diversidad de los objetos (el
idealismo, escepticismo, etc...), ya antropológicos sobre los prejuicios
(sus causas y sus remedios), ello proviene de que desconocen la
naturaleza peculiar de esa ciencia. No es aumentar sino desconcertar las
ciencias, el confundir los límites de unas y otras. El límite de la lógica
empero queda determinado con entera exactitud, cuando se dice que es
una ciencia que no expone al detalle y demuestra estrictamente más
que las reglas formales de todo pensar (sea este a priori o empírico,
tenga el origen o el objeto que quiera, encuentre en nuestro ánimo
obstáculos contingentes o naturales).
90
Si la lógica ha tenido tan buen éxito, debe esta ventaja sólo a su
carácter limitado, que la autoriza y hasta la obliga a hacer abstracción
de todos los objetos del conocimiento y su diferencia. En ella, por tanto,
el entendimiento no tiene que habérselas más que consigo mismo y su
forma. Mucho más difícil tenía que ser, naturalmente, para la razón, el
emprender el camino seguro de la ciencia, habiendo de ocuparse no sólo
de sí misma sino de objetos. Por eso la lógica, como propedéutica,
constituye solo por decirlo así el vestíbulo de las ciencias y cuando se
habla de conocimientos, se supone ciertamente una lógica para el juicio
de los mismos, pero su adquisición ha de buscarse en las propias y
objetivamente llamadas ciencias.
Ahora bien, por cuanto en estas ha de haber razón, es preciso que
en ellas algo sea conocido a priori, y su conocimiento puede referirse al
objeto de dos maneras: o bien para determinar simplemente el objeto y
su concepto (que tiene que ser dado por otra parte) o también para
hacerlo real. El primero es conocimiento teórico, el segundo
conocimiento práctico de la razón. La parte pura de ambos, contenga
mucho o contenga poco, es decir, la parte en donde la razón determina
su objeto completamente a priori, tiene que ser primero expuesta sola,
sin mezclarle lo que procede de otras fuentes; pues administra mal
quien gasta ciegamente los ingresos, sin poder distinguir luego, en los
apuros, qué parte de los ingresos puede soportar el gasto y qué otra
parte hay que librar de él.
La matemática y la física son los dos conocimientos teóricos de la
razón que deben determinar sus objetos a priori; la primera con entera
pureza, la segunda con pureza al menos parcial, pero entonces según la
medida de otras fuentes cognoscitivas que las de la razón.
La matemática ha marchado por el camino seguro de una ciencia,
desde los tiempos más remotos que alcanza la historia de la razón
humana, en el admirable pueblo griego. Mas no hay que pensar que le
haya sido tan fácil como a la lógica, en donde la razón no tiene que
habérselas más que consigo misma, encontrar o mejor dicho abrirse ese
camino real; más bien creo que ha permanecido durante largo tiempo
en meros tanteos (sobre todo entre los egipcios) y que ese cambio es de
atribuir a una revolución, que la feliz ocurrencia de un sólo hombre llevó
a cabo, en un ensayo, a partir del cual, el carril que había de tornarse ya
no podía fallar y la marcha segura de una ciencia quedaba para todo
tiempo y en infinita lejanía, emprendida y señalada. La historia de esa
revolución del pensamiento, mucho más importante que el
descubrimiento del camino para doblar el célebre cabo, y la del
afortunado que la llevó a bien, no nos ha sido conservada. Sin embargo,
la leyenda que nos trasmite Diógenes Laercio, quien nombra al supuesto
descubridor de los elementos mínimos de las demostraciones
geométricas, elementos que, según el juicio común, no necesitan
91
siquiera de prueba, demuestra que el recuerdo del cambio efectuado por
el primer descubrimiento de este nuevo camino, debió parecer
extraordinariamente importante a los matemáticos y por eso se hizo
inolvidable. El primero que demostró el triángulo isósceles (háyase
llamado Thales o como se quiera), percibió una luz nueva; pues
encontró que no tenía que inquirir lo que veía en la figura o aún en el
mero concepto de ella y por decirlo así aprender de ella sus
propiedades, sino que tenía que producirla, por medio de lo que, según
conceptos, él mismo había pensado y expuesto en ella a priori (por
construcción), y que para saber seguramente algo a priori, no debía
atribuir nada a la cosa, a no ser lo que se sigue necesariamente de
aquello que él mismo, conformemente a su concepto, hubiese puesto en
ella.
La física tardó mucho más tiempo en encontrar el camino de la
ciencia; pues no hace más que siglo y medio que la propuesta del
judicioso Bacon de Verulam ocasionó en parte -o quizá más bien dio
vida, pues ya se andaba tras él- el descubrimiento, que puede
igualmente explicarse por una rápida revolución antecedente en el
pensamiento. Voy a ocuparme aquí de la física sólo en cuanto se funda
sobre principios empíricos.
Cuando Galileo hizo rodar por el plano inclinado las bolas cuyo peso
había él mismo determinado; cuando Torricelli hizo soportar al aire un
peso que de antemano había pensado igual al de una determinada
columna de agua; cuando más tarde Stahl transformó metales en cal y
ésta a su vez en metal, sustrayéndoles y devolviéndoles algo,48
entonces percibieron todos los físicos una luz nueva. Comprendieron que
la razón no conoce más que lo que ella misma produce según su
bosquejo; que debe adelantarse con principios de sus juicios, según
leyes constantes, y obligar a la naturaleza a contestar a sus preguntas,
no empero dejarse conducir como con andadores; pues de otro modo,
las observaciones contingentes, los hechos sin ningún plan bosquejado
de antemano, no pueden venir a conexión en una ley necesaria, que es
sin embargo lo que la razón busca y necesita. La razón debe acudir a la
naturaleza llevando en una mano sus principios, según los cuales tan
sólo los fenómenos concordantes pueden tener el valor de leyes, y en la
otra el experimento, pensado según aquellos principios; así conseguirá
ser instruida por la naturaleza, mas no en calidad de discípulo que
escucha todo lo que el maestro quiere, sino en la de juez autorizado,
que obliga a los testigos a contestar a las preguntas que les hace. Y así
la misma física debe tan provechosa revolución de su pensamiento, a la
ocurrencia de buscar (no imaginar) en la naturaleza, conformemente a
lo que la razón misma ha puesto en ella, lo que ha de aprender de ella y
48 No sigo aquí exactamente los hilos de la historia del método experimental, cuyos primeros comienzos no
son bien conocidos.
92
de lo cual por si misma no sabría nada. Solo así ha logrado la física
entrar en el camino seguro de una ciencia, cuando durante tantos siglos
no había sido más que un mero tanteo.
La metafísica, conocimiento especulativo de la razón, enteramente
aislado, que se alza por encima de las enseñanzas de la experiencia,
mediante meros conceptos (no como la matemática mediante aplicación
de los mismos a la intuición), y en donde por tanto la razón debe ser su
propio discípulo, no ha tenido hasta ahora la fortuna de emprender la
marcha segura de una ciencia; a pesar de ser más vieja que todas las
demás y a pesar de que subsistiría aunque todas las demás tuvieran que
desaparecer enteramente, sumidas en el abismo de una barbarie
destructora. Pues en ella tropieza la razón continuamente, incluso
cuando quiere conocer a priori (según pretende) aquellas leyes que la
experiencia más ordinaria confirma. En ella hay que deshacer mil veces
el camino, porque se encuentra que no conduce a donde se quiere; y en
lo que se refiere a la unanimidad de sus partidarios, tan lejos está aún
de ella, que más bien es un terreno que parece propiamente destinado a
que ellos ejerciten sus fuerzas en un torneo, en donde ningún campeón
ha podido nunca hacer la más mínima conquista y fundar sobre su
victoria una duradera posesión. No hay pues duda alguna de que su
método, hasta aquí, ha sido un mero tanteo y, lo que es peor, un tanteo
entre meros conceptos.
Ahora bien ¿a qué obedece que no se haya podido aún encontrar
aquí un camino seguro de la ciencia? ¿Es acaso imposible? Mas ¿por qué
la naturaleza ha introducido en nuestra razón la incansable tendencia a
buscarlo como uno de sus más importantes asuntos? Y aún más ¡cuán
poco motivo tenemos para confiar en nuestra razón, si, en una de las
partes más importantes de nuestro anhelo de saber, no sólo nos
abandona, sino que nos entretiene con ilusiones, para acabar
engañándonos! O bien, si solo es que hasta ahora se ha fallado la buena
vía, ¿qué señales nos permiten esperar que en una nueva investigación
seremos más felices que lo han sido otros antes?
Yo debiera creer que los ejemplos de la matemática y de la física,
ciencias que, por una revolución llevada a cabo de una vez, han llegado
a ser lo que ahora son, serían bastante notables para hacernos
reflexionar sobre la parte esencial de la transformación del pensamiento
que ha sido para ellas tan provechosa y se imitase aquí esos ejemplos,
al menos como ensayo, en cuanto lo permite su analogía, como
conocimientos de razón, con la Metafísica. Hasta ahora se admitía que
todo nuestro conocimiento tenía que regirse por los objetos; pero todos
los ensayos, para decidir a priori algo sobre estos, mediante conceptos,
por donde sería extendido nuestro conocimiento, aniquilábanse en esa
suposición. Ensáyese pues una vez si no adelantaremos más en los
problemas de la metafísica, admitiendo que los objetos tienen que
93
regirse por nuestro conocimiento, lo cual concuerda ya mejor con la
deseada posibilidad de un conocimiento a priori de dichos objetos, que
establezca algo sobre ellos antes de que nos sean dados. Ocurre con
esto como con el primer pensamiento de Copérnico quien, no
consiguiendo explicar bien los movimientos celestes si admitía que la
masa toda de las estrellas daba vueltas alrededor del espectador,
ensayó si no tendría mayor éxito haciendo al espectador dar vueltas y
dejando en cambio las estrellas inmóviles. En la metafísica se puede
hacer un ensayo semejante, por lo que se refiere a la intuición de los
objetos. Si la intuición tuviera que regirse por la constitución de los
objetos, no comprendo como se pueda a priori saber algo de ella.
¿Rígese empero el objeto (como objeto de los sentidos) por la
constitución de nuestra facultad de intuición?, entonces puedo muy bien
representarme esa posibilidad. Pero como no puedo permanecer atenido
a esas intuiciones, si han de llegar a ser conocimientos, sino que tengo
que referirlas, como representaciones, a algo como objeto, y determinar
este mediante aquéllas, puedo por tanto: o bien admitir que los
conceptos, mediante los cuales llevo a cabo esa determinación, se rigen
también por el objeto y entonces caigo de nuevo en la misma
perplejidad sobre el modo como pueda saber a priori algo de él; o bien
admitir que los objetos o, lo que es lo mismo, la experiencia, en donde
tan sólo son ellos (como objetos dados) conocidos, se rige por esos
conceptos y entonces veo en seguida una explicación fácil; porque la
experiencia misma es un modo de conocimiento que exige
entendimiento, cuya regla debo suponer en mí, aún antes de que me
sean dados objetos, por lo tanto a priori, regla que se expresa en
conceptos a priori, por los que tienen pues que regirse necesariamente
todos los objetos de la experiencia y con los que tienen que concordar.
En lo que concierne a los objetos, en cuanto son pensados sólo por la
razón y necesariamente, pero sin poder (al menos tales como la razón
los piensa) ser dados en la experiencia, proporcionarán, según esto, los
ensayos de pensarlos (pues desde luego han de poderse pensar) una
magnífica comprobación de lo que admitimos como método
transformado del pensamiento, a saber: que no conocemos a priori de
las cosas más que lo que nosotros mismos ponemos en ellas49.
49 Ese método, imitado del de los físicos, consiste pues en buscar los elementos de la razón pura en aquello
que se deja confirmar o refutar por un experimento. Ahora bien, para el examen de las proposiciones de la
razón pura, sobre todo las que se han aventurado más allá de todos los límites de experiencia posible, no se
puede hacer experimento alguno con sus objetos (como en la física): será pues factible solo con conceptos y
principios, que admitimos a priori, arreglándolos de tal manera que los mismos objetos puedan ser
considerados por dos lados muy diferentes: por una parte como objetos de los sentidos y del entendimiento
para la experiencia, por otra parte empero como objetos que solamente pensamos, en todo caso, para la razón
aislada que aspira a salir de los límites de la experiencia. Ahora bien, ¿encuéntrase que, cuando se consideran
las cosas desde este doble punto de vista, hay concordancia con el principio de la razón pura y que en cambio
cuando se las considera desde un solo punto de vista, surge una inevitable contradicción de la razón consigo
misma? Entonces el experimento decide por la exactitud de aquella distinción.
94
Este ensayo tiene un éxito conforme al deseo y promete a la
metafísica, en su primera parte (es decir en la que se ocupa de
conceptos a priori, cuyos objetos correspondientes pueden ser dados en
la experiencia en conformidad con ellos), la marcha segura de una
ciencia. Pues según este cambio del modo de pensar, puede explicarse
muy bien la posibilidad de un conocimiento a priori y, más aún, proveer
de pruebas satisfactorias las leyes que están a priori a la base de la
naturaleza, como conjunto de los objetos de la experiencia; ambas
cosas eran imposibles según el modo de proceder hasta ahora seguido.
Pero de esta deducción de nuestra facultad de conocer a priori, en la
primera parte de la metafísica, despréndese un resultado extraño y al
parecer muy desventajoso para el fin total de la misma, que ocupa la
segunda parte, y es a saber: que con esa facultad no podemos salir
jamás de los límites de una experiencia posible, cosa empero que es
precisamente el afán más importante de esa ciencia. Pero en esto
justamente consiste el experimento para comprobar la verdad del
resultado de aquella primera apreciación de nuestro conocimiento a
priori de razón, a saber: que éste se aplica sólo a los fenómenos y, en
cambio considera la cosa en sí misma, si bien real por sí, como
desconocida para nosotros. Pues lo que nos impulsa a ir necesariamente
más allá de los límites de la experiencia y de todos los fenómenos, es lo
incondicionado, que necesariamente y con pleno derecho pide la razón,
en las cosas en sí mismas, para todo condicionado, exigiendo así la serie
completa de las condiciones. Ahora bien, ¿encuéntrase que, si
admitimos que nuestro conocimiento de experiencia se rige por los
objetos como cosas en sí mismas, lo incondicionado no pude ser
pensado sin contradicción; y que en cambio, desaparece la
contradicción, si admitimos que nuestra representación de las cosas,
como ellas nos son dadas, no se rige por ellas como cosas en sí mismas,
sino que más bien estos efectos, como fenómenos, se rigen por nuestro
modo de representación? ¿Encuéntrase por consiguiente que lo
incondicionado ha de hallarse no en las cosas en cuanto las conocemos
(nos son dadas), pero sí en ellas en cuanto no las conocemos, o sea
como cosas en sí mismas? Pues entonces se muestra que lo que al
comienzo admitíamos solo por vía de ensayo, está fundado50. Ahora
bien, después de haber negado a la razón especulativa todo progreso en
ese campo de lo suprasensible, quédanos por ensayar si ella no
encuentra, en su conocimiento práctico, datos para determinar aquel
concepto transcendente de razón, aquel concepto de lo incondicionado
50 Este experimento de la razón pura tiene mucha semejanza con el que los químicos llaman a veces de la
reducción, pero en general método sintético. El análisis del metafísico divide el conocimiento puro a priori en
dos elementos muy heterogéneos, a saber: el conocimiento de las cosas como fenómenos y el de las cosas en
sí mismas. La dialéctica los enlaza ambos de nuevo en unanimidad con la necesaria idea racional de lo
incondicionado, y encuentra que esa unanimidad no surge nunca más que mediante aquella diferenciación,
que por tanto es la verdadera.
95
y, de esa manera, conformándose al deseo de la metafísica, llegar más
allá de los límites de toda experiencia posible con nuestro conocimiento
a priori, aunque sólo en un sentido práctico. Con su proceder, la razón
especulativa nos ha proporcionado por lo menos sitio para semejante
ampliación, aunque haya tenido que dejarlo vacío, autorizándonos por
tanto, más aún, exigiéndonos ella misma que lo llenemos, si podemos,
con sus datos prácticos51.
En ese ensayo de variar el proceder que ha seguido hasta ahora la
metafísica, emprendiendo con ella una completa revolución, según los
ejemplos de los geómetras y físicos, consiste el asunto de esta crítica de
la razón pura especulativa. Es un tratado del método, no un sistema de
la ciencia misma; pero sin embargo, bosqueja el contorno todo de la
ciencia, tanto en lo que se refiere a sus límites, como también a su
completa articulación interior. Pues la razón pura especulativa tiene en
sí esto de peculiar, que puede y debe medir su propia facultad, según la
diferencia del modo como elige objetos para el pensar; que puede y
debe enumerar completamente los diversos modos de proponerse
problemas y así trazar el croquis entero de un sistema de metafísica.
Porque, en lo que a lo primero atañe, nada puede ser atribuido a los
objetos en el conocimiento a priori, sino lo que el sujeto pensante toma
de sí mismo; y, en lo que toca a lo segundo, es la razón pura
especulativa, con respecto a los principios del conocimiento, una unidad
totalmente separada, subsistente por sí, en la cual cada uno de los
miembros está, como en un cuerpo organizado, para todos los demás, y
todos para uno, y ningún principio puede ser tomado con seguridad, en
una relación, sin haberlo al mismo tiempo investigado en la relación
general con todo el uso puro de la razón. Por eso tiene la metafísica una
rara fortuna, de la que no participa ninguna otra ciencia de razón que
trate de objetos (pues la lógica ocúpase sólo de la forma del
pensamiento en general); y es que si por medio de esta crítica queda
encarrilada en la marcha segura de una ciencia, puede comprender
enteramente el campo de los conocimientos a ella pertenecientes y
terminar por tanto su obra, dejándola para el uso de la posteridad,
como una construcción completa; porque no trata más que de principios
de las limitaciones de su uso, que son determinadas por aquellos
51 Así las leyes centrales de los movimientos de los cuerpos celestes proporcionaron a lo que Copérnico al
principio admitió solo como hipótesis, una certeza decisiva, y probaron al mismo tiempo la invisible fuerza
que mantiene la estructura del mundo (la atracción de Newton). Ésta hubiera permanecido para siempre sin
descubrir, si el primero no se hubiera atrevido a buscar, de una manera contraria a los sentidos pero sin
embargo verdadera, los movimientos observados, no en los objetos del cielo, sino en el espectador. En este
prólogo establezco yo una variación del pensamiento, análoga a esa hipótesis y la expongo en la crítica,
también solo como hipótesis, aun cuando en el tratado mismo queda probada no hipotética, sino
apodícticamente, por la constitución de nuestras representaciones de espacio y tiempo y por los conceptos
elementales del entendimiento, para hacer notar tan sólo los primeros ensayos de tal variación, que son
siempre hipotéticos.
96
mismos. A esa integridad está pues obligada como ciencia fundamental,
de ella debe poder decirse: nil actum reputans, si quid superesset
agendum.
Pero se preguntará: ¿cuál es ese tesoro que pensamos dejar a la
posteridad con semejante metafísica, depurada por la crítica, y por ella
también reducida a un estado inmutable? En una pasajera inspección de
esta obra, se creerá percibir que su utilidad no es más que negativa, la
de no atrevernos nunca, con la razón especulativa, a salir de los límites
de la experiencia; y en realidad tal es su primera utilidad. Ésta empero
se torna pronto en positiva, por cuanto se advierte que esos principios,
con que la razón especulativa se atreve a salir de sus límites, tienen por
indeclinable consecuencia, en realidad, no una ampliación, sino,
considerándolos más de cerca, una reducción de nuestro uso de la
razón; ya que ellos realmente amenazan ampliar descomedidamente los
límites de la sensibilidad, a que pertenecen propiamente, y suprimir así
del todo el uso puro (práctico) de la razón. Por eso una crítica que limita
la sensibilidad, si bien en este sentido es negativa, sin embargo, en
realidad, como elimina de ese modo al mismo tiempo un obstáculo que
limita y hasta amenaza aniquilar el uso puro práctico, resulta de una
utilidad positiva, y muy importante, tan pronto como se adquiere la
convicción de que hay un uso práctico absolutamente necesario de la
razón pura (el moral), en el cual ésta se amplía inevitablemente más
allá de los límites de la sensibilidad; para ello no necesita, es cierto,
ayuda alguna de la especulativa, pero sin embargo, tiene que estar
asegurada contra su reacción, para no caer en contradicción consigo
misma. Disputar a este servicio de la crítica su utilidad positiva, sería
tanto como decir que la policía no tiene utilidad positiva alguna, pues
que su ocupación principal no es más que poner un freno a las violencias
que los ciudadanos pueden temer unos de otros, para que cada uno
vaque a sus asuntos en paz y seguridad. Que espacio y tiempo son solo
formas de la intuición sensible, y por tanto sólo condiciones de la
existencia de las cosas como fenómenos; que nosotros además no
tenemos conceptos del entendimiento y por tanto tampoco elementos
para el conocimiento de las cosas, sino en cuanto a esos conceptos
puede serles dada una intuición correspondiente; que
consiguientemente nosotros no podemos tener conocimiento de un
objeto como cosa en sí misma, sino sólo en cuanto la cosa es objeto de
la intuición sensible, es decir como fenómeno; todo esto queda
demostrado en la parte analítica de la Crítica. De donde se sigue desde
luego la limitación de todo posible conocimiento especulativo de la razón
a los meros objetos de la experiencia. Sin embargo, y esto debe notarse
bien, queda siempre la reserva de que esos mismos objetos, como cosas
97
en sí, aunque no podemos conocerlos, podemos al menos pensarlos52.
Pues si no, seguiríase la proposición absurda de que habría fenómeno
sin algo que aparece. Ahora bien vamos a admitir que no se hubiere
hecho la distinción, que nuestra Crítica ha considerado necesaria, entre
las cosas como objetos de la experiencia y esas mismas cosas como
cosas en sí. Entonces el principio de la casualidad y por tanto el
mecanismo de la naturaleza en la determinación de la misma, tendría
que valer para todas las cosas en general como causas eficientes. Por lo
tanto, de uno y el mismo ser, v. g. del alma humana, no podría yo decir
que su voluntad es libre y que al mismo tiempo, sin embargo, está
sometida a la necesidad natural, es decir, que no es libre, sin caer en
una contradicción manifiesta; porque habría tomado el alma, en ambas
proposiciones, en una y la misma significación, a saber, como cosa en
general (como cosa en sí misma). Y, sin previa crítica, no podría
tampoco hacer de otro modo. Pero si la Crítica no ha errado, enseñando
a tomar el objeto en dos significaciones, a saber como fenómeno y como
cosa en sí misma; si la deducción de sus conceptos del entendimiento es
exacta y por tanto el principio de la casualidad se refiere sólo a las cosas
tomadas en el primer sentido, es decir a objetos de la experiencia, sin
que estas cosas en su segunda significación le estén sometidas;
entonces una y la misma voluntad es pensada, en el fenómeno (las
acciones visibles), como necesariamente conforme a la ley de la
naturaleza y en este sentido como no libre, y sin embargo, por otra
parte, en cuanto pertenece a una cosa en sí misma, como no sometida a
esa ley y por tanto como libre, sin que aquí se cometa contradicción.
Ahora bien, aunque mi alma, considerada en este último aspecto, no la
puedo conocer por razón especulativa (y menos aún por la observación
empírica), ni por tanto puedo tampoco conocer la libertad, como
propiedad de un ser a quien atribuyo efectos en el mundo sensible,
porque tendría que conocer ese ser como determinado según su
existencia, y, sin embargo, no en el tiempo (cosa imposible, pues no
puedo poner intuición alguna bajo mi concepto), sin embargo, puedo
pensar la libertad, es decir que la representación de ésta no encierra
contradicción alguna, si son ciertas nuestra distinción crítica de ambos
modos de representación (el sensible y el intelectual) y la limitación
consiguiente de los conceptos puros del entendimiento y por tanto de
los principios que de ellos dimanan. Ahora bien, supongamos que la
moral presupone necesariamente la libertad (en el sentido más estricto)
52 Conocer un objeto exige que yo pueda demostrar su posibilidad (ora, según el testimonio de la experiencia,
por su realidad, ora a priori por la razón). Pero pensar, puedo pensar lo que quiera, con tal de que no me
contradiga a mí mismo, es decir, basta que mi concepto sea un pensamiento posible, aunque no pueda
ciertamente afirmar si en el conjunto de todas las posibilidades le corresponde o no un objeto. Pero para
atribuir validez objetiva a un concepto semejante (posibilidad real, pues la primera era solo lógica), se exige
algo más. Ahora bien, este algo más no necesita precisamente buscarse en las fuentes teóricas de
conocimiento; puede estar también en las prácticas.
98
como propiedad de nuestra voluntad, porque alega a priori principios
que residen originariamente en nuestra razón, como datos de ésta, y
que serían absolutamente imposibles sin la suposición de la libertad;
supongamos que la razón especulativa haya demostrado, sin embargo,
que la libertad no se puede pensar en modo alguno, entonces
necesariamente aquella presuposición, es decir la moral, debería ceder
ante ésta, cuyo contrario encierra una contradicción manifiesta, y por
consiguiente la libertad y con ella la moralidad (pues su contrario no
encierra contradicción alguna, a no ser que se haya ya presupuesto la
libertad) deberían dejar el sitio al mecanismo natural. Mas para la moral
no necesito más sino que la libertad no se contradiga a sí misma y que,
por tanto, al menos sea pensable, sin necesidad de penetrarla más, y
que no ponga pues obstáculo alguno al mecanismo natural de una y la
misma acción (tomada en otra relación); resulta pues, que la teoría de
la moralidad mantiene su puesto y la teoría de la naturaleza el suyo,
cosa que no hubiera podido ocurrir si la crítica no nos hubiera
previamente enseñado nuestra inevitable ignorancia respecto de las
cosas en sí mismas y no hubiera limitado a meros fenómenos lo que
podemos conocer teóricamente. Esta misma explicación de la utilidad
positiva de los principios críticos de la razón pura, puede hacerse con
respecto al concepto de Dios y de la naturaleza simple de nuestra alma.
La omito sin embargo, en consideración a la brevedad. Así pues, no
puedo siquiera admitir Dios, la libertad y la inmortalidad para el uso
práctico necesario de mi razón, como no cercene al mismo tiempo a la
razón especulativa su pretensión de conocimientos transcendentes.
Porque ésta, para llegar a tales conocimientos, tiene que servirse de
principios que no alcanzan en realidad más que a objetos de la
experiencia posible, y por tanto, cuando son aplicados, sin embargo, a
lo que no puede ser objeto de la experiencia, lo transforman realmente
siempre en fenómeno y declaran así imposible toda ampliación práctica
de la razón pura. Tuve pues que anular el saber, para reservar un sitio a
la fe; y el dogmatismo de la metafísica, es decir el prejuicio de que
puede avanzarse en metafísica, sin crítica de la razón pura, es la
verdadera fuente de todo descreimiento opuesto a la moralidad, que
siempre es muy dogmático. Así pues, no siendo difícil, con una
metafísica sistemática, compuesta según la pauta señalada por la crítica
de la razón pura, dejar un legado a la posteridad, no es éste un
presente poco estimable. Basta comparar lo que es la cultura de la
razón mediante la marcha segura de una ciencia, con el tanteo sin
fundamento y el vagabundeo superficial de la misma sin crítica; o
advertir también cuanto mejor empleará aquí su tiempo una juventud
deseosa de saber, que en el dogmatismo corriente, que inspira tan
tempranos y poderosos alientos, ya para sutilizar cómodamente sobre
cosas de que no entiende nada y en las que no puede, como no puede
99
nadie en el mundo, conocer nada, ya para acabar inventando nuevos
pensamientos y opiniones, sin cuidarse de aprender las ciencias exactas.
Pero sobre todo se reconocerá el valor de la crítica, si se tiene en cuenta
la inapreciable ventaja de poner un término, para todo el porvenir, a los
ataques contra la moralidad y la religión, de un modo socrático, es decir
por medio de la prueba clara de la ignorancia de los adversarios. Pues
alguna metafísica ha habido siempre en el mundo y habrá de haber en
adelante; pero con ella también surgirá una dialéctica de la razón pura,
pues es natural a ésta. Es pues el primer y más importante asunto de la
filosofía, quitarle todo influjo desventajoso, de una vez para siempre,
cegando la fuente de los errores.
Tras esta variación importante en el campo de las ciencias y la
pérdida que de sus posesiones, hasta aquí imaginadas, tiene que
soportar la razón especulativa, todo lo que toca al interés universal
humano y a la utilidad que el mundo ha sacado hasta hoy de las
enseñanzas de la razón pura, sigue en el mismo provechoso estado en
que estuvo siempre. La pérdida alcanza sólo al monopolio de las
escuelas, pero de ningún modo al interés de los hombres. Yo pregunto
al dogmático más inflexible si la prueba de la duración de nuestra alma
después de la muerte, por la simplicidad de la substancia; si la de la
libertad de la voluntad contra el mecanismo universal, por las sutiles,
bien que impotentes distinciones entre necesidad práctica subjetiva y
objetiva; si la de la existencia de Dios por el concepto de un ente
realísimo (de la contingencia de lo variable y de la necesidad de un
primer motor) han llegado jamás al público, después de salir de las
escuelas y han tenido la menor influencia en la convicción de las gentes.
Y si esto no ha ocurrido, ni puede tampoco esperarse nunca, por lo
inadecuado que es el entendimiento ordinario del hombre para tan sutil
especulación; sí, en cambio, en lo que se refiere al alma, la disposición
que todo hombre nota en su naturaleza, de no poder nunca satisfacerse
con lo temporal (como insuficiente para las disposiciones de todo su
destino) ha tenido por sí sola que dar nacimiento a la esperanza de una
vida futura; si en lo que se refiere a la libertad, la mera presentación
clara de los deberes, en oposición a las pretensiones todas de las
inclinaciones, ha tenido por sí sola que producir la conciencia de la
libertad; si, finalmente en lo que a Dios se refiere, la magnífica
ordenación, la belleza y providencia que brillan por toda la naturaleza ha
tenido, por sí sola, que producir la fe en un sabio y grande creador del
mundo, convicción que se extiende en el público en cuanto descansa en
fundamentos racionales; entonces estas posesiones no sólo siguen sin
ser estorbadas, sino que ganan más bien autoridad, porque las escuelas
aprenden, desde ahora, a no preciarse de tener, en un punto que toca al
interés universal humano, un conocimiento más elevado y amplio que el
que la gran masa (para nosotros dignísima de respeto) puede alcanzar
100
tan fácilmente, y a limitarse por tanto a cultivar tan sólo esas pruebas
universalmente comprensibles y suficientes en el sentido moral. La
variación se refiere pues solamente a las arrogantes pretensiones de las
escuelas, que desean en esto (como hacen con razón en otras muchas
cosas) se las tenga por únicas conocedoras y guardadoras de
semejantes verdades, de las cuales sólo comunican al público el uso, y
guardan para sí la clave (quodmecum nescit, solus vult scire videri). Sin
embargo se ha tenido en cuenta aquí una equitativa pretensión del
filósofo especulativo. Éste sigue siempre siendo el exclusivo depositario
de una ciencia, útil al público que la ignora, a saber, la crítica de la
razón, que no puede nunca hacerse popular. Pero tampoco necesita
serlo; porque, así como el pueblo no puede dar entrada en su cabeza
como verdades útiles, a los bien tejidos argumentos, de igual modo
nunca llegan a su sentido las objeciones contra ellos, no menos sutiles.
En cambio, como la escuela y asimismo todo hombre que se eleve a la
especulación, cae inevitablemente en argumentos y réplicas, está
aquella crítica obligada a prevenir de una vez para siempre, por medio
de una investigación fundamentada de los derechos de la razón
especulativa, el escándalo que tarde o temprano ha de sentir el pueblo,
por las discusiones en que los metafísicos (y, como tales, también al fin
los sacerdotes) sin crítica se complican irremediablemente y que falsean
después sus mismas doctrinas. Sólo por medio de esta crítica pueden
cortarse de raíz el materialismo, el fatalismo, el ateísmo, el
descreimiento de los librepensadores, el misticismo y la superstición,
que pueden ser universalmente dañinos, finalmente también el
idealismo y el escepticismo, que son peligros más para las escuelas y
que no pueden fácilmente llegar al público. Si los gobiernos encuentran
oportuno el ocuparse de los negocios de los sabios, lo más conforme a
su solícita presidencia sería, para las ciencias como para los hombres,
favorecer la libertad de una crítica semejante, única que puede dar a las
construcciones de la razón un suelo firme, que sostener el ridículo
despotismo de las escuelas, que levantan una gran gritería sobre los
peligros públicos, cuando se rasga su tejido, que el público sin embargo,
jamás ha conocido y cuya pérdida por lo tanto no puede nunca sentir.
La crítica no se opone al proceder dogmático de la razón en su
conocimiento puro como ciencia (pues ésta ha de ser siempre
dogmática, es decir, estrictamente demostrativa por principios a priori,
seguros), sino al dogmatismo, es decir, a la pretensión de salir adelante
sólo con un conocimiento puro por conceptos (el filosófico), según
principios tales como la razón tiene en uso desde hace tiempo, sin
informarse del modo y del derecho con que llega a ellos. Dogmatismo
es, pues, el proceder dogmático de la razón pura, sin previa crítica de su
propia facultad. Esta oposición, por lo tanto, no ha de favorecer la
superficialidad charlatana que se otorga el pretencioso nombre de
101
ciencia popular, ni al escepticismo, que despacha la metafísica toda en
breves instantes. La crítica es más bien el arreglo previo necesario para
el momento de una bien fundada metafísica, como ciencia, que ha de
ser desarrollada por fuerza dogmáticamente, y según la exigencia
estricta, sistemáticamente, y, por lo tanto, conforme a escuela (no
popularmente). Exigir esto a la crítica es imprescindible, ya que se
obliga a llevar su asunto completamente a priori, por tanto a entera
satisfacción de la razón especulativa. En el desarrollo de ese plan, que la
crítica prescribe, es decir, en el futuro sistema de la metafísica,
debemos, pues, seguir el severo método del famoso Wolf, el más grande
de todos los filósofos dogmáticos, que dio el primero el ejemplo (y así
creó el espíritu de solidez científica, aún vivo en Alemania) de cómo,
estableciendo regularmente los principios, determinando claramente los
conceptos, administrando severamente las demostraciones y evitando
audaces saltos en las consecuencias, puede emprenderse la marcha
segura de una ciencia. Y por eso mismo fuera él superiormente hábil
para poner en esa situación una ciencia como la metafísica, si se le
hubiera ocurrido prepararse el campo previamente por medio de una
crítica del órgano, es decir, de la razón pura misma: defecto que no hay
que atribuir tanto a él como al modo de pensar dogmático de su tiempo
y sobre el cual los filósofos de este, como de los anteriores tiempos,
nada tienen que echarse en cara. Los que rechacen su modo de enseñar
y al mismo tiempo también el proceder de la crítica de la razón pura, no
pueden proponerse otra cosa que rechazar las trabas de la Ciencia,
transformar el trabajo en juego, la certeza en opinión y la filosofía en
filodoxia.
Por lo que se refiere a esta segunda edición, no he querido, como es
justo, dejar pasar la ocasión, sin corregir en lo posible las dificultades u
obscuridades de donde puede haber surgido más de una mala
interpretación que hombres penetrantes, quizá no sin culpa mía, han
encontrado al juzgar este libro. En las proposiciones mismas y sus
pruebas, así como en la forma e integridad del plan, nada he encontrado
que cambiar; cosa que atribuyo en parte al largo examen a que los he
sometido antes de presentar este libro al público, y en parte también a
la constitución de la cosa misma, es decir a la naturaleza de una razón
pura especulativa, que tiene una verdadera estructura, donde todo es
órgano, es decir donde todos están para uno y cada uno para todos y
donde, por tanto, toda debilidad por pequeña que sea, falta (error) o
defecto, tiene que advertirse imprescindiblemente en el uso. Con esta
inmutabilidad se afirmará también según espero, este sistema en
adelante. Esta confianza la justifica no la presunción, sino la evidencia
que produce el experimento, por la igualdad del resultado cuando
partimos de los elementos mínimos hasta llegar al todo de la razón pura
y cuando retrocedemos del todo (pues éste también es dado por sí
102
mediante el propósito final en lo práctico) a cada parte, ya que el
ensayo de variar aún sólo la parte más pequeña, introduce enseguida
contradicciones no sólo en el sistema, sino en la razón universal
humana.
Pero en la exposición hay aún mucho que hacer y he intentado en
esta edición correcciones que han de poner remedio a la mala
inteligencia de la estética (sobre todo en el concepto del tiempo) a la
obscuridad de la deducción de los conceptos del entendimiento, al
supuesto defecto de suficiente evidencia en las pruebas de los principios
del entendimiento puro, y finalmente a la mala interpretación de los
paralogismos que preceden a la psicología racional. Hasta aquí (es decir
hasta el final del capítulo primero de la dialéctica transcendental) y no
más, extiéndense los cambios introducidos en el modo de exposición53,
53 Adición, propiamente, aunque sólo en el modo de demostración, no podría yo llamar más que a la que he
hecho a la página 275 con una nueva refutación del idealismo psicológico y una prueba estricta (y, según
creo, única posible) de la realidad objetiva de la intuición externa. Por muy inocente que pueda ser
considerado el idealismo, respecto de los fines esenciales de la metafísica (y en realidad no lo es), siempre es
un escándalo para la filosofía y para la razón universal humana, el no admitir la existencia de las cosas fuera
de nosotros (de donde sin embargo nos proviene la materia toda de los conocimientos, incluso para nuestro
sentido interno) sino por fe y si a alguien se le ocurre ponerla en duda, no poder presentarle ninguna prueba
satisfactoria. Como en las expresiones de la prueba se encuentra alguna obscuridad, en lo que va de la línea
tercera a la sexta, ruego que se transforme ese período como sigue: Ese permanente empero no puede ser una
intuición en mí. Pues todos los fundamentos de determinación de mi existencia, que pueden ser hallados en
mí, son representaciones y, como tales, necesitan ellas mismas un substrato permanente distinto de ellas, en
relación con el cual pueda ser determinado su cambio y por consiguiente mi existencia en el tiempo en que
ellas cambian. Se dirá probablemente contra esta prueba, que yo no me doy inmediatamente cuenta más que
de lo que está en mí, es decir, de mi representación de cosas exteriores; y consiguientemente que queda
siempre aún sin decidir si hay o no fuera de mí algo correspondiente. Pero de mi existencia en el tiempo (y
por consiguiente también de la determinabilidad de la misma en él) doyme cuenta mediante experiencia
interna, y esto es más que darme solo cuenta de mi representación; es idéntico empero a la consciencia
empírica de mi existencia, la cual no es determinable más que por referencia a algo que enlazado con mi
existencia, está fuera de mí. Esa consciencia de mi existencia en el tiempo está pues enlazada idénticamente
con la consciencia de una relación con algo fuera de mí, y es pues una experiencia y no una invención, el
sentido y no la imaginación quien ata inseparablemente lo externo con mi sentido interno; pues el sentido
externo es ya en sí referencia de la intuición a algo real fuera de mí, y su realidad, a diferencia de la
imaginación, sólo descansa en que él está inseparable mente enlazado con la experiencia interna misma, como
condición de la posibilidad de ésta, lo cual ocurre aquí. Si yo pudiera enlazar, con la consciencia intelectual
de mi existencia en la representación: yo soy (que acompaña a todos mis juicios y acciones del
entendimiento), al mismo tiempo una determinación de mi existencia por medio de una intuición intelectual,
entonces no pertenecería necesariamente a ésta la consciencia de una relación con algo fuera de mí. Ahora
bien, cierto es que aquella consciencia intelectual precede, pero sin embargo la intuición interna, en que mi
existencia puede tan sólo ser determinada, es sensible y ligada a la condición del tiempo; esa determinación
en cambio y por tanto la experiencia interna misma depende de algo permanente que no está en mí, y por
consiguiente que está en algo fuera de mí, con lo cual yo me tengo que considerar en relación; así pues, la
realidad del sentido externo está necesariamente enlazada con la del interno, para la posibilidad de una
experiencia en general; es decir, yo me doy tan seguramente cuenta de que hay cosas fuera de mí, que se
refieren a mi sentido, como me doy cuenta de que existo yo mismo determinadamente en el tiempo. Ahora
bien, ¿a qué intuiciones dadas corresponden realmente objetos fuera de mí, que pertenecen por tanto al
sentido externo, al cual y no a la imaginación son de atribuir? Ésta es cosa que tiene que ser decidida en cada
caso particular, según las reglas por las cuales se distingue la experiencia en general (incluso interna) de la
imaginación, y para ello siempre sirve de base la proposición de que realmente hay experiencia externa.
Puede añadirse aquí aún esta nota: la representación de algo permanente en la existencia no es idéntica a la
103
porque el tiempo me venía corto y, en lo que quedaba por revisar, no
han incurrido en ninguna mala inteligencia quienes han examinado la
obra con conocimiento del asunto y con imparcialidad. Éstos, aun que no
puedo nombrarlos aquí con las alabanzas a que son acreedores, notarán
por sí mismos en los respectivos lugares, la consideración con que he
escuchado sus observaciones. Esa corrección ha sido causa empero de
una pequeña pérdida para el lector, y no había medio de evitarla, sin
hacer el libro demasiado voluminoso. Consiste en que varias cosas que,
si bien no pertenecen esencialmente a la integridad del todo, pudiera,
sin embargo, más de un lector echarlas de menos con disgusto, porque
pueden ser útiles en otro sentido, han tenido que ser suprimidas o
compendiadas, para dar lugar a esta exposición, más comprensible
ahora, según yo espero. En el fondo, con respecto a las proposiciones e
incluso a sus pruebas, esta exposición no varía absolutamente nada.
Pero en el método de presentarlas, apártase de vez en cuando de la
anterior de tal modo, que no se podía llevar a cabo por medio de nuevas
adiciones. Esta pequeña pérdida que puede además subsanarse, cuando
se quiera, con solo cotejar esta edición con la primera queda
compensada con creces, según yo espero, por la mayor
comprensibilidad de ésta.
He notado, con alegría, en varios escritos públicos (ora con ocasión
de dar cuenta de algunos libros, ora en tratados particulares), que el
espíritu de exactitud no ha muerto en Alemania. La gritería de la nueva
moda, que practica una genial libertad en el pensar, lo ha pagado tan
sólo por poco tiempo, y los espinosos senderos de la crítica, que
conducen a una ciencia de la razón pura, ciencia de escuela, pero sólo
así duradera y por ende altamente necesaria, no han impedido a
valerosos clarividentes ingenios, adueñarse de ella. A estos hombres de
mérito, que unen felizmente a la profundidad del conocimiento el talento
de una exposición luminosa (talento de que yo precisamente carezco),
abandono la tarea de acabar mi trabajo, que en ese respecto puede
todavía dejar aquí o allá algo que desear; pues el peligro, en este caso,
no es el de ser refutado, sino el de no ser comprendido. Por mi parte no
puedo de aquí en adelante entrar en discusiones, aunque atenderé con
sumo cuidado a todas las indicaciones de amigos y de enemigos, para
utilizarlas en el futuro desarrollo del sistema, conforme a esta
propedéutica. Cógenme estos trabajos en edad bastante avanzada (en
este mes cumplo sesenta y cuatro años); y si quiero realizar mi
representación permanente, pues aquella puede ser muy mudable y variable, como todas nuestras
representaciones, incluso las de la materia, y se refiere sin embargo a algo permanente, que tiene por tanto que
ser una cosa distinta de todas mis representaciones y exterior, cuya existencia es necesariamente incluida en la
determinación de mi propia existencia y constituye con ésta sólo una única experiencia, que no tendría lugar
ni siquiera internamente, si no fuera al mismo tiempo (en parte) externa. El cómo no se puede explicar aquí,
como tampoco puede explicarse cómo nosotros en general pensamos lo que está detenido en el tiempo y cuya
simultaneidad con lo cambiante produce el concepto de la variación.
104
propósito, que es publicar la metafísica de la naturaleza y la de la
moralidad, como confirmación de la exactitud de la crítica de la razón
especulativa y la de la práctica, he de emplear mi tiempo con economía,
y confiarme, tanto para la aclaración de las obscuridades, inevitables al
principio en esta obra, como para la defensa del todo, a los distinguidos
ingenios, que se han compenetrado con mi labor. Todo discurso
filosófico puede ser herido en algún sitio aislado (pues no puede
presentarse tan acorazado como el discurso matemático); pero la
estructura del sistema, considerada en unidad, no corre con ello el
menor peligro, y abarcarla con la mirada, cuando el sistema es nuevo,
es cosa para la cual hay pocos que tengan la aptitud del espíritu y,
menos aún, que posean el gusto de usarla, porque toda innovación les
incomoda. También, cuando se arrancan trozos aislados y se separan
del conjunto, para compararlos después unos con otros, pueden
descubrirse en todo escrito, y más aún si se desarrolla en libre discurso,
contradicciones aparentes, que a los ojos de quien se confía al juicio de
otros, lanzan una luz muy desfavorable sobre el libro. Pero quien se
haya adueñado de la idea del todo, podrá resolverlas muy fácilmente.
Cuando una teoría tiene consistencia, las acciones y reacciones que al
principio la amenazaban con grandes peligros, sirven, con el tiempo,
solo para aplanar sus asperezas y si hombres de imparcialidad,
conocimiento y verdadera popularidad se ocupan de ella, proporciónanle
también en poco tiempo la necesaria elegancia.
Königsberg, Abril de 1787.
105
MARX, La ideología alemana, Introducción, apartado A, 1) Historia
Trad. Archivos marxistas de internet
1) HISTORIA
Tratándose de los alemanes, situados al margen de toda premisa,
debemos comenzar señalando que la primera premisa de toda existencia
humana y también, por tanto, de toda historia, es que los hombres se
hallen, para “hacer historia”, en condiciones de poder vivir.1 Ahora bien,
para vivir hace falta comer, beber, alojarse bajo un techo, vestirse y
algunas cosas más. El primer hecho histórico es, por consiguiente, la
producción de los medios indispensables para la satisfacción de estas
necesidades, es decir, la producción de la vid a material misma, y no
cabe duda de que es éste un hecho histórico, una condición fundamental
de toda historia, que lo mismo hoy que hace miles de años, necesita
cumplirse todos los días y a todas horas, simplemente para asegurar la
vida de los hombres. Y aun cuando la vida de los sentidos se reduzca al
mínimo, a lo más elemental, como en San Bruno, este mínimo
presupondrá siempre, necesariamente, la actividad de la producción. Por
consiguiente, lo primero, en toda concepción histórica, es observar este
hecho fundamental en toda su significación y en todo su alcance y
colocarlo en el lugar que le corresponde. Cosa que los alemanes, como
es sabido, no han hecho nunca, razón por la cual la historia jamás ha
tenido en Alemania una base terrenal ni, consiguientemente, ha
existido nunca aquí un historiador. Los franceses y los ingleses, aun
cuando concibieron de un modo extraordinariamente unilateral el
entronque de este hecho con la llamada historia, ante todo mientras
estaban prisioneros de la ideología política, hicieron, sin embargo, los
primeros intentos encaminados a dar a la historiografía una base
materialista, al escribir las primeras historias de la sociedad civil, del
comercio y de la industria.
Lo segundo es que la satisfacción de esta primera necesidad, la acción
de satisfacerla y la adquisición del instrumento necesario para ello
conduce a nuevas necesidades, y esta creación de necesidades nuevas
constituye el primer hecho histórico. Y ello demuestra inmediatamente
de quién es hija espiritual la gran sabiduría histórica de los alemanes,
que, cuando les falta el material positivo y no vale chalanear con
necedades políticas ni literarias, no nos ofrecen ninguna clase de
historia, sino que hacen desfilar ante nosotros los “tiempos
prehistóricos”, pero sin detenerse a explicarnos cómo se pasa de este
106
absurdo de la “prehistoria” a la historia en sentido propio, aunque es
evidente, por otra parte, que sus especulaciones históricas se lanzan
con especial fruición a esta “prehistoria” porque en ese terreno creen
hallarse a salvo de la ingerencia de los “toscos hechos” y, al mismo
tiempo, porque aquí pueden dar rienda suelta a sus impulsos
especulativos y proponer y echar por tierra miles de hipótesis.
El tercer factor que aquí interviene de antemano en el desarrollo
histórico es el de que los hombres que renuevan diariamente su propia
vida comienzan al mismo tiempo a crear a otros hombres, a procrear:
es la relación entre hombre y mujer, entre padres e hijos, la familia.
Esta familia, que al principio constituye la única relación social, más
tarde, cuando las necesidades,al aumentar el censo humano, brotan
nuevas necesidades, pasa a ser (salvo en Alemania) una relación
secundaria y tiene, por tanto, que tratarse y desarrollarse con arreglo a
los datos empíricos existentes, y no ajustándose al “concepto de la
familia” misma, como se suele hacer en Alemania.2
Por lo demás, estos tres aspectos de la actividad social no deben
considerarse como tres fases distintas, sino sencillamente como eso,
como tres aspectos o, para decirlo a la manera alemana, como tres
“momentos” que han existido desde el principio de la historia y desde el
primer hombre y que todavía hoy siguen rigiendo en la historia.
La producción de la vida, tanto de la propia en el trabajo, como de la
ajena en la procreación, se manifiesta inmediatamente como una doble
relación —de una parte, como una relación natural, y de otra como una
relación social—; social, en el sentido de que por ella se entiende la
cooperación de diversos individuos, cualesquiera que sean sus
condiciones, de cualquier modo y para cualquier fin. De donde se
desprende que un determinado modo de producción o una determinada
fase industrial lleva siempre aparejado un determinado modo de
cooperación o una determinada fase social, modo de cooperación que
es, a su vez, una “fuerza productiva”; que la suma de las fuerzas
productivas accesibles al hombre condiciona el estado social y que, por
tanto, la “historia de la humanidad” debe estudiarse y elaborarse
siempre en conexión con la historia de la industria y del intercambio.
Pero, asimismo es evidente que en Alemania no se puede escribir este
tipo de historia, ya que los alemanes carecen, no sólo de la capacidad
de concepción y del material necesarios, sino también de la “certeza”
adquirida a través de los sentidos,y que de aquel lado del Rin no es
posible reunir experiencias, por la sencilla razón de que allí no ocurre
historia alguna. Se manifiesta, por tanto, ya de antemano una conexión
107
materialista de los hombres entre sí, condicionada por las necesidades y
el modo de producción y que es tan vieja como los hombres mismos;
conexión que adopta constantemente nuevas formas y que ofrece, por
consiguiente, una “historia”, aun sin que exista cualquier absurdo
político o religioso que también mantenga unidos a los hombres.
Solamente ahora, después de haber considerado ya cuatro momentos,
cuatro aspectos de las relaciones históricas originarias, caemos en la
cuenta de que el hombre tiene también “conciencia”.3 Pero, tampoco
ésta es de antemano una conciencia “pura”. El “espíritu” nace ya tarado
con la maldición de estar “preñado” de materia, que aquí se manifiesta
bajo la forma de capas de aire en movimiento, de sonidos, en una
palabra, bajo la forma del lenguaje. El lenguaje es tan viejo como la
conciencia: el lenguaje es la conciencia práctica, la conciencia real, que
existe también para los otros hombres y que, por tanto, comienza a
existir también para mí mismo y el lenguaje nace, como la conciencia,
de la necesidad, de los apremios del intercambio con los demás
hombres.[7] Donde existe una relación, existe para mí, pues el animal
no se “comporta” ante nada ni, en general, podemos decir que tenga
“comportamiento” alguno. Para el animal, sus relaciones con otros no
existen como tales relaciones. La conciencia, por tanto, es ya de
antemano un producto social, y lo seguirá siendo mientras existan
seres humanos. La conciencia es, ante todo, naturalmente, conciencia
del mundo inmediato y sensible que nos rodea y conciencia de los
nexos limitados con otras personas y cosas, fuera del individuo
consciente de sí mismo; y es, al mismo tiempo, conciencia de la
naturaleza que al principio se enfrenta al hombre como un poder
absolutamente extraño, omnipotente e inexpugnable, ante el que los
hombres se comportan de un modo puramente animal y que los
amedrenta como al ganado; es, por tanto, una conciencia puramente
animal de la naturaleza (religión natural).
Inmediatamente, vemos aquí que esta religión natural o este
determinado comportamiento hacia la naturaleza se hallan determinados
por la forma social, y a la inversa. En este caso, como en todos, la
identidad entre la naturaleza y el hombre se manifiesta también de tal
modo que el comportamiento limitado de los hombres hacia la
naturaleza condiciona el limitado comportamiento de unos hombres para
con otros, y éste, a su vez, su comportamiento limitado hacia la
naturaleza, precisamente porque la naturaleza apenas ha sufrido aún
ninguna modificación histórica. Y, de otra parte, la conciencia de la
necesidad de entablar relaciones con los individuos circundantes es el
comienzo de la conciencia de que el hombre vive, en general, dentro de
una sociedad. Este comienzo es algo tan animal como la propia vida
108
social en esta fase; es, simplemente, una conciencia gregaria y, en este
punto, el hombre sólo se distingue del carnero por cuanto su conciencia
sustituye al instinto o es el suyo un instinto consciente. Esta conciencia
gregaria o tribual se desarrolla y perfecciona después, al aumentar la
producción, al acrecentarse las necesidades y al multiplicarse la
población, que es el factor sobre el que descansan los dos anteriores. De
este modo se desarrolla la división del trabajo, que originariamente no
pasaba de la división del trabajo en el acto sexual y, más tarde, de una
división del trabajo introducida de un modo “natural” en atención a las
dotes físicas (por ejemplo, la fuerza corporal), a las necesidades, las
coincidencias fortuitas, etc., etc. La división del trabajo sólo se convierte
en verdadera división a partir del momento en que se separan el trabajo
físico y el intelectual.4 Desde este instante, puede ya la conciencia
imaginarse realmente que es algo más y algo distinto que la conciencia
de la práctica existente, que representa realmente algo sin representar
algo real; desde este instante, se halla la conciencia en condiciones de
emanciparse del mundo y entregarse a la creación de la teoría “pura”,
de la teología “pura”, la filosofía y la moral “puras”, etc. Pero, aun
cuando esta teoría, esta teología, esta filosofía, esta moral, etc., se
hallen en contradicción con las relaciones existentes, esto sólo podrá
explicarse porque las relaciones sociales existentes se hallan, a su vez,
en contradicción con la fuerza productiva existente; cosa que, por lo
demás, dentro de un determinado círculo nacional de relaciones, podrá
suceder también a pesar de que la contradicción no se dé en el seno de
esta órbita nacional, sino entre esta conciencia nacional y la práctica de
otras naciones; es decir, entre la conciencia nacional y general de una
nación.5 Por lo demás, es de todo punto indiferente lo que la conciencia
por sí sola haga o emprenda,pues de toda esta escoria sólo
obtendremos un resultado, a saber: que estos tres momentos la fuerza
productora, el estado social y la conciencia, pueden y deben
necesariamente entrar en contradicción entre sí, ya que, con la división
del trabajo, se da la posibilidad, más aun, la realidad de que las
actividades espirituales y materiales, el disfrute y el trabajo, la
producción y el consumo, se asignen a diferentes individuos, y la
posibilidad de que no caigan en contradicción reside solamente en que
vuelva a abandonarse la división del trabajo. Por lo demás, de suyo se
comprende que los “espectros”, los “nexos”, los “entes superiores”, los
“conceptos”, los “reparos”, no son más que la expresión espiritual
puramente idealista, la idea aparte del individuo aislado, la
representación de trabas y limitaciones muy empíricas dentro de las
cuales se mueve el modo de producción de la vida y la forma de
intercambio congruente con él.
109
Con la división del trabajo, que lleva implícitas todas estas
contradicciones y que descansa, a su vez, sobre la división natural del
trabajo en el seno de la familia y en la división de la sociedad en
diversas familias contrapuestas, se da, al mismo tiempo, la distribución
y, concretamente, la distribución desigual, tanto cuantitativa como
cualitativamente, del trabajo y de sus productos; es decir, la propiedad,
cuyo primer germen, cuya forma inicial se contiene ya en la familia,
donde la mujer y los hijos son los esclavos del marido. La esclavitud,
todavía muy rudimentaria, ciertamente, latente en la familia, es la
primera forma de propiedad, que, por lo demás, ya aquí corresponde
perfectamente a la definición de los modernos economistas, según la
cual es el derecho a disponer de la fuerza de trabajo de otros. Por lo
demás, división del trabajo y propiedad privada son términos idénticos:
uno de ellos dice, referido a la esclavitud, lo mismo que el otro, referido
al producto de ésta.
La división del trabajo lleva aparejada, además, la contradicción entre el
interés del individuo concreto o d e una determinada familia y el interés
común de todos los individuos relacionados entre sí, interés común que
no existe, ciertamente, tan sólo en la idea, como algo “general”, sino
que se presenta en la realidad, ante todo, como una relación de mutua
dependencia de los individuos entre quienes aparece dividido el trabajo.
Finalmente, la división del trabajo nos brinda ya el primer ejemplo de
cómo, mientras los hombres viven en una sociedad natural, mientras se
da, por tanto, una separación entre el interés particular y el interés
común, mientras las actividades, por consiguiente, no aparecen
divididas voluntariamente, sino por modo natural, los actos propios del
hombre se erigen ante él en un poder ajeno y hostil, que le sojuzga,en
vez de ser él quien los domine. En efecto, a partir del momento en que
comienza a dividirse el trabajo, cada cual se mueve en un determinado
círculo exclusivo de actividades, que le es impuesto y del que no puede
salirse; el hombre es cazador, pescador, pastor o crítico, y no tiene más
remedio que seguirlo siendo, si no quiere verse privado de los medios
de vida; al paso que en la sociedad comunista, donde cada individuo no
tiene acotado un círculo exclusivo de actividades, sino que puede
desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor le parezca, la sociedad
se encarga de regular la producción general, con lo que hace
cabalmente posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a
aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la
noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme
a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador,
pastor o crítico, según los casos. Esta plasmación de las actividades
sociales, esta consolidación de nuestros propios productos en un poder
material erigido sobre nosotros, sustraído a nuestro control, que levanta
110
una barrera ante nuestra expectativa y destruye nuestros cálculos, es
uno de los momentos fundamentales que se destacan en todo el
desarrollo histórico anterior, y precisamente por virtud de esta
contradicción entre el interés particular y el interés común, cobra el
interés común, en cuanto Estado, una forma propia e independiente,
separada de los reales intereses particulares y colectivos y, al mismo
tiempo, como una comunidad ilusoria, pero siempre sobre la base real
de los vínculos existentes, dentro de cada conglomerado familiar y
tribual, tales como la carne y la sangre, la lengua, la división del trabajo
en mayor escala y otros intereses y, sobre todo, como más como más
tarde habremos de desarrollar, a base de las clases, ya condicionadas
por la división del trabajo, que se forman y diferencian en cada uno de
estos conglomerados humanos y entre las cuales hay una que domina
sobre todas las demás.
De donde se desprende que todas las luchas que se libran dentro del
Estado, la lucha entre la democracia, la aristocracia y la monarquía, la
lucha por el derecho de sufragio, etc., no son sino las formas ilusorias
bajo las que se ventilan las luchas reales entre las diversas clases (de lo
que los historiadores alemanes no tienen ni la más remota idea, a pesar
de habérseles facilitado las orientaciones necesarias acerca de ello en
los Anales Franco-Alemanes y en La Sagrada Familia ). Y se desprende,
asimismo, que toda clase que aspire a implantar su dominación, aunque
ésta, como ocurre en el caso del proletariado, condicione en absoluto la
abolición de toda la forma de la sociedad anterior y de toda dominación
en general, tiene que empezar conquistando el poder político, para
poder presentar su interés como el interés general, cosa a que en el
primer momento se ve obligada.
Precisamente porque los individuos sólo buscan su interés particular,
que para ellos no coincide con su interés común, y porque lo general es
siempre la forma ilusoria de la comunidad, se hace valer esto ante su
representación como algo “ajeno” a ellos e “independiente” de ellos,
como un interés “general” a su vez especial y peculiar, o ellos mismos
tienen necesariamente que enfrentarse en esta escisión, como en la
democracia. Por otra parte, la lucha práctica de estos intereses
particulares que constantemente y de un modo real se enfrentan a los
intereses comunes o que ilusoriamente se creen tales, impone como
algo necesario la interposición práctica y el refrenamiento por el interés
“general” ilusorio bajo la forma del Estado. El poder social, es decir, la
fuerza de producción multiplicada, que nace por obra de la cooperación
de los diferentes individuos bajo la acción de la división del trabajo, se
les aparece a estos individuos, por no tratarse de una cooperación
voluntaria, sino natural, no como un poder propio, asociado, sino como
111
un poder ajeno, situado al margen de ellos, que no saben de dónde
procede ni a dónde se dirige y que, por tanto, no pueden ya dominar,
sino que recorre, por el contrario, una serie de fases y etapas de
desarrollo peculiar e independiente de la voluntad y de los actos de los
hombres y que incluso dirige esta voluntad y estos actos. Con esta
“enajenación”, para expresarnos en términos comprensibles para los
filósofos, sólo puede acabarse partiendo de dos premisas prácticas.
Para que se convierta en un poder “insoportable”, es decir, en un poder
contra el que hay que sublevarse, es necesario que engendre a una
masa de la humanidad como absolutamente “desposeída” y, a la par con
ello, en contradicción con un mundo existente de riquezas y de cultura,
lo que presupone, en ambos casos, un gran incremento de la fuerza
productiva, un alto grado de desarrollo; y, de otra parte, este desarrollo
de las fuerzas productivas (que entraña ya, al mismo tiempo, una
existencia empírica dada en un plano histórico-universal, y no en la
vida puramente local de los hombres) constituye también una premisa
práctica absolutamente necesaria, porque sin ella sólo se generalizaría
la escasez y, por tanto, con la pobreza, comenzaría de nuevo, a la
par, la lucha por lo indispensable y se recaería necesariamente en toda
la inmundicia anterior; y, además, porque sólo este desarrollo universal
de las fuerzas productivas lleva consigo un intercambio universal de los
hombres, en virtud de lo cual, por una parte,el fenómeno de la masa
“desposeída” se produce simultáneamente en todos los pueblos
(competencia general), haciendo que cada uno de ellos dependa de las
conmociones de los otros y, por último, instituye a individuos históricouniversales,
empíricamente mundiales, en vez de individuos locales. Sin
esto, 1º comunismo sólo llegaría a existir como fenómeno local; 2º las
mismas potencias del intercambio no podrían desarrollarse como
potencias universales y, por tanto, insoportables, sino que seguirían
siendo simples “circunstancias” supersticiosas de puertas adentro, y 3º
toda ampliación del intercambio acabaría con el comunismo local.
El comunismo, empíricamente, sólo puede darse como la acción
“coincidente” o simultánea de los pueblos dominantes, lo que presupone
el desarrollo universal que lleva aparejado. ¿Cómo, si no, podría la
propiedad, por ejemplo, tener una historia, revestir diferentes formas, y
la propiedad territorial, supongamos, según las diferentes premisas
existentes, presionar en Francia para pasar de la parcelación a la
centralización en pocas manos y en Inglaterra, a la inversa, de la
concentración en pocas manos a la parcelación, como hoy realmente
estamos viendo? ¿O cómo explicarse que el comercio, que no es sino el
intercambio de los productos de diversos individuos y países, llegue a
dominar el mundo entero mediante la relación entre la oferta y la
demanda —relación que, como dice un economista inglés, gravita sobre
112
la tierra como el destino de los antiguos, repartiendo con mano invisible
la felicidad y la desgracia entre los hombres, creando y destruyendo
imperios, alumbrando pueblos y haciéndolos desaparecer—, mientras
que, con la destrucción de la base, de la propiedad privada, con la
regulación comunista de la producción y la abolición de la actitud en que
los hombres se comportan ante sus propios productos como ante algo
extraño a ellos, el poder de la relación de la oferta y la demanda se
reduce a la nada y los hombres vuelven a hacerse dueños del
intercambio, de la producción y del modo de su mutuo comportamiento?
Para nosotros, el comunismo no es un estado que debe implantarse, un
ideal al que haya de sujetarse la realidad. Nosotros llamamos
comunismo al movimiento real que anula y supera al estado de cosas
actual. Las condiciones de este movimiento se desprenden de la premisa
actualmente existente. Por lo demás, la masa de los simples obreros —
de la fuerza de trabajo excluida en masa del capital o de cualquier
satisfacción, por limitada que ella sea— y, por tanto, la pérdida no
puramente temporal de este mismo trabajo como fuente segura de vida,
presupone, a través de la competencia, el mercado mundial. Por tanto,
el proletariado sólo puede existir en un plano histórico-mundial, lo
mismo que el comunismo, su acción, sólo puede llegar a cobrar realidad
como existencia histórico-universal. Existencia histórico-universal de los
individuos, es decir, existencia de los individuos directamente vinculada
a la historia universal.
La forma de intercambio condicionada por las fuerzas de producción
existentes en todas las fases históricas anteriores y que, a su vez, las
condiciona es la sociedad civil, que, como se desprende de lo
anteriormente expuesto, tiene como premisa y como fundamento la
familia simple y la familia compuesta, lo que suele llamarse la tribu, y
cuya naturaleza queda precisada en páginas anteriores. Ya ello revela
que esta sociedad civil es el verdadero hogar y escenario de toda la
historia y cuán absurda resulta la concepción histórica anterior que,
haciendo caso omiso de las relaciones reales, sólo mira, con su
imitación, a las acciones resonantes de los jefes y del Estado. La
sociedad civil abarca todo el intercambio material de los individuos, en
una determinada fase de desarrollo de las fuerzas productivas. Abarca
toda la vida comercial e industrial de una fase y, en este sentido,
trasciende de los límites del Estado y de la nación, si bien, por otra
parte, tiene necesariamente que hacerse valer al exterior como
nacionalidad y, vista hacia el interior, como Estado. El término de
sociedad civil apareció en el siglo XVIII, cuando ya las relaciones de
propiedad se habían desprendido de los marcos de la comunidad antigua
y medieval. La sociedad civil en cuanto tal sólo se desarrolla con la
113
burguesía; sin embargo, la organización social que se desarrolla
directamente basándose en la producción y el intercambio, y que forma
en todas las épocas la base del Estado y de toda otra supraestructura
idealista, se ha designado siempre, invariablemente, con el mismo
nombre.
___________________
Notas
1- Hegel. Condiciones geológicas, hidrográficas, etc. Los cuerpos humanos. Necesidad, trabajo. (Glosa
marginal de Marx).
2 - Construcción de viviendas. De suyo se comprende que, entre los salvajes, cada familia tiene su propia
caverna o choza, como entre los nómades ocupa cada una su tienda aparte. Y el desarrollo ulterior de la
propiedad privada viene a hacer aun más necesaria esta economía doméstica separada. Entre los pueblos
agrícolas, la economía doméstica común es tan imposible como el cultivo en común de la tierra. la
construcción de ciudades representó un gran progreso. Sin embargo, en todos los períodos anteriores, la
supresión de la economía aparte, inseparable de la abolición de la propiedad privada, resultaba imposible,
entre otras cosas, porque no se daban las condiciones materiales para ello. La implantación de una economía
doméstica colectiva presupone el desarrollo de la maquinaria, de la explotación de las fuerzas naturales y de
muchas otras fuerzas productivas, por ejemplo de las conducciones de aguas, de la iluminación por gas, de la
calefacción a vapor, etc., así como la supresión (de la contradicción) de la ciudad y el campo. Sin estas
condiciones, la economía colectiva no representaría de por sí a su vez una nueva fuerza de producción,
carecería de toda base material, descansaría sobre un fundamento puramente teórico; es decir, sería una pura
quimera y se reduciría, en la práctica, a una economía de tipo conventual. Lo que podía llegar a conseguirse
se revela en la agrupación en ciudades y en la construcción de casas comunes para determinados fines
concretos (prisiones, cuarteles, etc.). Que la supresión de la economía aparte no puede separarse de la
supresión de la familia, es algo evidente por sí mismo. (Nota de Marx y Engels).
3 - Los hombres tienen historia porque se ven obligados a producir su vida y deben, además, producirla de un
determinado modo: esta necesidad está impuesta por su organización física, y otro tanto ocurre con su
conciencia. (Glosa marginal de Marx).
4 - La primera forma de los ideólogos, los sacerdotes, decae. (Glosa marginal de Marx).
5 - (Religión). Los alemanes con la ideología en cuanto tal. (Glosa marginal de Marx).
114
NIETZSCHE, La gaya ciencia, Libro quinto Nosotros, los sin temor -- §§
343 - 346
Trad. José Jara, Círculo de Lectores
343
QUÉ ES LO QUE TRAE CONSIGO NUESTRA ALEGRÍA
El más grande y nuevo acontecimiento es que «Dios ha muerto», que la
creencia en el Dios cristiano se ha vuelto increíble, comienza ya a
arrojar sus primeras sombras sobre Europa. Por lo menos para los pocos
cuyos ojos, cuyo recelo en los ojos es suficientemente fuerte y sutil para
este espectáculo, les parece que acaba de ponerse algún sol, que alguna
vieja y profunda confianza se ha trastocado en duda: a ellos tiene que
parecerles diariamente nuestro viejo mundo más vespertino, más
desconfiado, más extraño, más «viejo». Pero en lo esencial cabe decir:
el acontecimiento mismo es demasiado grande, demasiado lejano,
demasiado al margen de la capacidad de comprensión de muchos, como
para que tan siquiera pudiera decirse que su anuncio ya ha sido
percibido; menos aún hablar, por tanto, de que muchos pudieran saber
ya qué es lo que ha sucedido propiamente con ello; y todo cuanto
tendrá que desmoronarse a partir de ahora, una vez que se haya
sepultado esta creencia, porque se había construido sobre ella, apoyado
en ella, había crecido dentro de ella: por ejemplo, toda nuestra moral
europea. Esta gran abundancia y serie de rupturas, destrucción,
aniquilamiento, subversión que tenemos ahora ante nosotros: ¿quién
podría adivinar hoy lo suficiente de todo esto, de manera que se
presente como el maestro y el que anuncia con anticipación esta terrible
lógica de terror, como el profeta de un oscurecimiento y eclipse de sol,
como probablemente no ha habido todavía otro igual sobre la tierra...?
Incluso nosotros, que somos descifradores de enigmas por nacimiento,
que, por así decirlo, esperamos sobre las montañas, situados entre hoy
y mañana, puestos en tensión dentro de la contradicción entre hoy y
mañana, nosotros primerizos y nacidos prematuramente al siglo que se
avecina, los que ya ahora deberíamos haber percibido propiamente las
sombras que pronto habrán de envolver a Europa: ¿de qué depende que
nosotros veamos aproximarse este oscurecimiento, sin que ni siquiera
participemos realmente en él y, por encima de todo, sin cuidado ni
temor para nosotros? Estamos tal vez todavía demasiado bajo la
impresión de las primeras consecuencias de este acontecimiento; y
115
estas primeras consecuencias, sus consecuencias para nosotros, a la
inversa de lo que tal vez pudiera esperarse, no son en absoluto tristes ni
oscurecedoras, sino más bien como una nueva y difícilmente descriptible
especie de luz, felicidad, alivio, regocijo, reanimación, aurora... De
hecho, nosotros filósofos y «espíritus libres», ante la noticia de que el
«viejo Dios ha muerto», nos sentimos como iluminados por una nueva
aurora: ante eso nuestro corazón rebosa de agradecimiento, asombro,
presentimiento, expectación; finalmente el horizonte se nos aparece
libre de nuevo, aun cuando no esté despejado; finalmente podrán zarpar
de nuevo nuestros barcos, zarpar hacia cualquier peligro, de nuevo se
permite cualquier riesgo de los que conocen; el mar, nuestro mar, yace
abierto allí de nuevo, tal vez nunca hubo antes un «mar tan abierto».
344
HASTA QUÉ PUNTO TAMBIÉN NOSOTROS SOMOS PIADOSOS AÚN
Las convicciones no tienen derecho de ciudadanía en la ciencia, así se
dice con buen fundamento: sólo cuando se deciden a descender hasta la
modestia de una hipótesis, de un punto de vista experimental
provisorio, a una ficción reguladora, se les puede permitir la entrada e
incluso un cierto valor dentro del reino del conocimiento; aun cuando
sea con la limitación de quedar colocadas bajo vigilancia policial, bajo la
policía de la desconfianza.
¿Pero no significa esto, visto con mayor exactitud: sólo cuando la
convicción cesa de ser convicción puede alcanzar el ingreso a la ciencia?
¿No comienza la disciplina del espíritu científico cuando no se permite
ninguna convicción más...? Así sucede probablemente: sólo resta
preguntar si, para que pueda comenzar esta disciplina, no tiene que
haber ya una convicción allí, y en verdad una que sea tan imperiosa e
incondicional, que sacrifique frente a ella a todas las otras convicciones.
Se ve que también la ciencia descansa sobre una creencia, no existe
ciencia «sin supuestos». La pregunta acerca de si la verdad es necesaria
no sólo tiene que ser afirmada previamente, sino afirmada hasta el
punto de que llegue a expresarse allí la proposición, la creencia, la
convicción de que «nada es más necesario que la verdad, y en relación
con ella todo lo demás tiene sólo un valor de segundo grado».
Esta incondicionada voluntad de verdad: ¿qué es? ¿Es la voluntad de no
dejarse engañar? ¿Es la voluntad de no engañar? Pues, efectivamente,
también podría interpretarse la voluntad de verdad de esta última
manera: siempre y cuando se incluya bajo la generalización «no quiero
116
engañar», también el caso particular «no quiero engañarme». Pero ¿por
qué no engañar? Pero ¿por qué no dejarse engañar?
Obsérvese que las razones para la primera se encuentran en un ámbito
completamente distinto al de la segunda: uno no quiere dejarse engañar
bajo el supuesto de que ser engañado es perjudicial, peligroso, funesto;
en este sentido, la ciencia sería un prolongada prudencia, una
precaución, una utilidad contra la que se podría objetar
razonablemente: ¿cómo? ¿Es realmente menos perjudicial, menos
peligroso, menos funesto el no querer dejarse engañar? ¿Qué sabéis,
vosotros, desde un comienzo, acerca del carácter de la existencia como
para decidir si es que el mayor provecho se encuentra de parte de lo
incondicionalmente desconfiable o de lo incondicionalmente fiable? Mas,
en caso de que ambas fueran necesarias, mucha confianza y mucha
desconfianza: ¿de dónde habría de obtener entonces la ciencia su
creencia incondicionada, su convicción, sobre la que descansa, de que la
verdad es más importante que cualquier otra cosa, incluso que cualquier
otra convicción? Precisamente esta convicción no podría haber surgido si
la verdad y la no-verdad, ambas, se hubiesen manifestado
continuamente como algo útil, tal como es el caso. Por consiguiente, la
creencia en la ciencia, que por lo demás existe indiscutiblemente, puede
haber tenido su origen no en un tal cálculo utilitario, sino más bien a
pesar de que continuamente se demuestra la inutilidad y peligrosidad de
la «voluntad de verdad», de la «verdad a cualquier precio». «A cualquier
precio»: ¡oh, eso lo entendemos suficientemente bien, cuando hemos
ofrendado y degollado sobre este altar una creencia tras otra!
Por consiguiente, «la voluntad de verdad» no significa «no quiero
dejarme engañar», sino que no queda otra alternativa «no quiero
engañar, tampoco a mí mismo»: y con esto nos encontramos sobre el
suelo de la moral. Pues basta que uno se pregunte con radicalidad:
«¿por qué no quieres engañar?», especialmente cuando existiría la
apariencia ¡y existe la apariencia! de que la vida se habría puesto de
parte de la apariencia, quiero decir, del error, del engaño, de la
simulación, del deslumbramiento, del autodeslumbramiento, y cuando
en efecto, por otro lado, la forma más grande de la vida siempre se ha
mostrado de parte de los más inescrupulosos politropoi. Un propósito
semejante, interpretado con clemencia, podría ser tal vez una quijotada,
una pequeña y exaltada locura; pero también podría ser aún algo peor,
es decir, un principio destructor enemigo de la vida... «La voluntad de
verdad»; eso podría ser una oculta voluntad de muerte.
De esta manera, la pregunta: ¿por qué la ciencia? retrotrae al problema
moral: ¿para qué, en general, la moral, si la vida, la naturaleza, la
117
historia son «inmorales»? No hay duda, el que es veraz, en aquel audaz
y último sentido, tal como lo da por supuesto la creencia en la ciencia,
afirma con ello otro mundo que el de la vida, de la naturaleza y de la
historia: y en la medida en que afirma este «otro mundo», ¿cómo?, ¿no
tiene que... negar, precisamente por eso, su contrapartida, este mundo,
nuestro mundo...? En efecto, ya se habrá comprendido hacia dónde
quiero ir, es decir, que continúa siendo una creencia metafísica aquella
sobre la que reposa nuestra creencia en la ciencia; que también
nosotros los que conocemos, hoy en día, nosotros ateos y
antimetafísicos, aún tomamos nuestro fuego también de aquel incendio
encendido por una creencia de milenios, aquella fe de Cristo, que era
también la creencia de Platón, de que Dios es la verdad, de que la
verdad es divina... ¿Pero qué sucedería si precisamente esto se volviese
cada vez más increíble, si ya nada más se mostrase como divino, a
menos que lo sea el error, la ceguera, la mentira, si Dios mismo se
mostrase como nuestra más larga mentira?
345
LA MORAL COMO PROBLEMA
La carencia de lo personal toma su venganza en todas partes: una
personalidad debilitada, exigua, extinguida, que se niega a sí misma y
reniega de sí misma, ya no sirve para nada bueno; para lo que menos
sirve es para la filosofía. El «desinterés» no tiene ningún valor ni en el
cielo ni sobre la tierra; todos los grandes problemas exigen el gran
amor, y de éste sólo son capaces los espíritus fuertes, enteros, seguros,
que están firmemente asentados sobre sí mismos. Existe la diferencia
más notoria si un pensador se sitúa personalmente frente a sus
problemas, de manera que en ellos encuentra su destino, su penuria y
también su mejor felicidad, o si por el contrario se sitúa
«impersonalmente»: es decir, si sólo sabe tocarlos y aprehenderlos con
las antenas del pensamiento frío y curiosos. En este último caso, nada
se obtiene de allí, por lo menos esto se puede predecir: pues los
grandes problemas, supuesto incluso que ellos se dejen aprehender, no
se dejan tomar por ranas y debiluchos, ése ha sido su gusto por toda la
eternidad; un gusto que, por lo demás, comparten con todas las
mujercitas valientes.
Ahora bien, ¿cómo es posible que no haya encontrado ni siquiera entre
los libros a nadie que frente a la moral haya adoptado esta posición
como persona, que entendiese la moral como problema y este problema
118
como a su personal penuria, tormento, voluptuosidad, pasión? Es
evidente que hasta ahora la moral nunca fue un problema; más bien fue
precisamente aquello en donde, luego de toda desconfianza, discordia,
contradicción, se llegaba a un acuerdo entre todos, el sagrado lugar de
la paz, donde los pensadores también descansaban de sí mismos,
respiraban profundamente y se sentían revivir. No veo a nadie que
hubiera osado una crítica de los juicios morales; a este propósito, echo
de menos incluso los intentos de la curiosidad científica, de la
imaginación veleidosa del psicólogo y del historiador, que con facilidad
se anticipa a un problema y lo atrapa al vuelo, sin saber exactamente
qué es lo que atrapó allí. Apenas si he encontrado algunos escasos
planteamientos que conduzcan hacia una historia del surgimiento de
estos sentimientos y valoraciones (lo cual es algo distinto de una crítica
de los mismos y, de nuevo, algo distinto de la historia de los sistemas
éticos): en uno solo caso hice todo por estimular una inclinación y un
talento hacia este tipo de historia; en vano, tal como hoy me parece. Es
poco lo que se puede contar con estos historiadores de la moral
(especialmente con los ingleses): habitualmente se encuentran, e
incluso con ingenuidad, bajo el mando de una moral determinada, y sin
saberlo abandonan a sus escuderos y a su escolta; como sucede, por
ejemplo, con aquella superstición popular de la Europa cristiana que se
continúa repitiendo con tanto candor, de que lo característico de la
acción moral se encuentra en el desinterés, en el negarse a sí mismo,
en el autosacrificio o en la simpatía, en la compasión. El error habitual
en sus supuestos consiste en que afirman algún consensus de los
pueblos, por lo menos de los pueblos domesticados, acerca de ciertos
principios de la moral y a partir de allí concluyen su obligatoriedad
incondicionada, tanto para ti como para mí; o a la inversa, luego de
habérseles hecho visible la verdad de que las valoraciones morales son
necesariamente distintas entre pueblos distintos, sacan la conclusión de
la no obligatoriedad de toda moral: pero ambas son por igual grandes
niñerías. El error de los más sutiles entre ellos consiste en que
descubren y critican las opiniones tal vez más insensatas de un pueblo
acerca de su moral o de los hombres acerca de todas moral humana,
por tanto, acerca de su procedencia, sanción religiosa, la superstición de
la voluntad libre y otras semejantes, y precisamente con esto se
imaginan haber criticado a la moral misma. Pero el valor de un precepto
tal como el «tú debes» es aún radicalmente distinto e independiente de
tales opiniones acerca de este mismo y de la maleza del error con la que
tal vez esté cubierto: tan cierto como que el valor de un medicamento
para el enfermo es por completo independiente de si el enfermo piensa
científicamente acerca de la medicina o lo hace como una vieja mujer.
Una moral podría haber crecido incluso a partir de un error: con esta
119
manera de entender tampoco se habría tocado tan siquiera el problema
de su valor.
Por tanto, nadie ha sometido a prueba hasta ahora el valor de aquella
medicina, la más famosa de todas, llamada moral: para lo cual se
requiere muy en primer término que alguna vez alguien... la ponga en
cuestión. ¡Pues bien! Ésa es precisamente nuestra tarea.
346
NUESTRO SIGNO DE INTERROGACIÓN
Pero ¿no entendéis vosotros esto? De hecho, costará esfuerzo
comprendernos. Buscamos palabras, tal vez también buscamos oídos.
¿Quiénes somos, pues, nosotros? Si quisiéramos nombrarnos
simplemente con una antigua expresión como ateo o incrédulo o incluso
inmoralista, creemos que con ello no nos habríamos designado, ni
mucho menos: somos esos tres en un estado tan avanzado como para
que se entienda, como para que vosotros pudierais entender, mis
curiosos señores, cómo se siente uno allí. ¡No! ¡Fuera con la amargura y
la pasión del desencadenado, que desde su incredulidad aún tiene que
prepararse una creencia, una meta, un martirio! Nos hemos curtido en
la comprensión, y en ella nos hemos vuelto fríos y duros, de que en el
mundo no acontece absolutamente nada de manera divina, ni tan
siquiera incluso de manera racional, misericordiosa o justa de acuerdo a
criterios humanos: lo sabemos, el mundo en el que vivimos es nodivino,
inmoral, «inhumano»; durante demasiado tiempo lo hemos
interpretado falsa y mentirosamente, pero de acuerdo al deseo y a la
voluntad de nuestra veneración, es decir, de acuerdo a una
menesterosidad. ¡Pues el hombre es un animal venerador! Pero también
es uno desconfiado: y que el mundo no posee el valor que nosotros
habíamos creído, eso es aproximadamente lo más seguro que
finalmente ha logrado atrapar nuestra desconfianza. Tanto hay de
desconfianza, tanto hay de filosofía. Cuidémonos bien de decir que es
menos valioso: hoy nos parece que es como para reía cuando el hombre
pretende inventar valores que debieran superar el valor del mundo real;
justamente de esto estamos de vuelta, como de un desmesurado
extravío de la vanidad e irracionalidad humana, que está lejos de haber
sido reconocida como tal. Esta ha tenido su última expresión en el
pesimismo moderno, y una más antigua, más fuerte, en la doctrina de
Buda; pero también está contenida en el cristianismo, sin duda de una
manera más dudosa y más ambigua, pero no por ello menos seductora.
120
Toda la actitud de «el hombre contra el mundo», el hombre como
principio «negador del mundo», el hombre como la medida del valor de
las cosas, como juez del mundo, que por último coloca a la existencia
misma sobre su balanza y la encuentra demasiado liviana, la terrible
falta de gusto de esta actitud se nos ha hecho consciente como tal y nos
repugna, ¡reímos sin más, cuando encontramos «el hombre y el mundo»
puestos uno al lado del otro, separados a través de la sublime
pretensión de la palabrita «y»! Pero ¿cómo? ¿Con esto, en tanto reímos,
no hemos dado precisamente nada más que otro paso en el desprecio
del hombre? ¿Y, por consiguiente, también en el pesimismo, en el
desprecio de la existencia reconocible para nosotros? No hemos caído
acaso precisamente con esto en la suspicacia de una contraposición, de
una contraposición del mundo en que hasta ahora, junto con nuestras
veneraciones, nos sentíamos como en nuestra casa gracias al cual
nosotros tal vez soportamos el vivir, y otro mundo que somos nosotros
mismos: una suspicacia inexorable, fundamental, muy honda sobre
nosotros mismos, que a nosotros los europeos cada vez nos tiene más
en su poder y cada vez peor, y que fácilmente podría colocar a las
próximas generaciones ante la temible disyuntiva: «¡O bien abolís
vuestras veneraciones o... a vosotros mismos!». Esto último sería el
nihilismo; pero ¿no sería también lo primero el nihilismo? Este es
nuestro signo de interrogación.
121
WITTGENSTEIN
Tractatus logico-philosophicus, 6.41-7
Trad. Tierno Galván
6.41 El sentido del mundo debe quedar fuera del mundo. En el mundo
todo es como es y sucede como sucede: en él no hay ningún
valor, y aunque lo hubiese no tendría ningún valor.
Si hay un valor que tenga valor, debe quedar fuera de todo lo
que ocurre y de todo ser-así. Pues todo lo que ocurre y todo serasí
son casuales.
Lo que lo hace no casual no puede quedar en el mundo, pues de
otro modo sería a su vez casual.
Debe quedar fuera del mundo.
6.42 Por lo tanto, puede haber proposiciones de ética.
Las proposiciones no pueden expresar nada más alto.
6.421 Es claro que la ética no se puede expresar.
La ética es trascendental.
(Ética y estética son lo mismo.)
6.422 El primer pensamiento que surge cuando se propone una ley
ética de la forma «tú debes», es: ¿y qué si no lo hago? Pero es
claro que la ética no se refiere al castigo o al premio en el sentido
común de los términos.
Así, pues, la cuestión acerca de las consecuencias de una acción
debe ser irrelevante. Al menos, estas consecuencias, no pueden
ser acontecimientos. Pues debe haber algo justo en la
formulación de la cuestión. Sí que debe haber una especie de
122
premio y de castigo ético, pero deben encontrarse en la acción
misma.
(Y esto es también claro, que el premio debe ser algo agradable y
el castigo algo desagradable.)
6.423 De la voluntad como sujeto de la ética no se puede hablar.
Y la voluntad en tanto que fenómeno interesa solamente a la
psicología.
6.43 Si la voluntad, buena o mala, cambia el mundo, sólo puede
cambiar los límites del mundo, no los hechos. No aquello que
puede expresarse con el lenguaje.
En resumen, de este modo el mundo se convierte,
completamente, en otro. Debe, por así decirlo, crecer o decrecer
como un todo.
El mundo de los felices es distinto del mundo de los infelices.
6.431 Así, pues, en la muerte el mundo no cambia, sino cesa.
6.4311 La muerte no es ningún acontecimiento de la vida.
La muerte no se vive.
Si por eternidad se entiende no una duración temporal infinita,
sino la intemporalidad, entonces vive eternamente quien vive en
el presente. Nuestra vida es tan infinita como ilimitado nuestro
campo visual.
6.4312 La inmortalidad temporal del alma humana, esto es, su eterno
sobrevivir aun después de la muerte, no solo no está garantizada
de ningún modo, sino que tal suposición no nos proporciona en
principio lo que merced a ella se ha deseado siempre conseguir.
¿Se resuelve quizás un enigma por el hecho de yo sobreviva
eternamente? Y esta vida eterna ¿no es tan enigmática como la
123
presente? La solución del enigma de la vida en el espacio y en el
tiempo está fuera del espacio y del tiempo.
(No son los problemas de la ciencia natural los que hemos de
resolver aquí.)
6.432 Cómo sea el mundo, es completamente indiferente para lo que
está más alto. Dios no se revela en el mundo.
6.4321 Los hechos pertenecen todos sólo al problema, no a la
solución.
6.44 No es lo místico cómo sea el mundo, sino que sea el mundo.
6.45 La visión del mundo sub specie aeterni es su contemplación como
un todo –limitado–.
Sentir el mundo como un todo limitado es lo místico.
6.5 Para una respuesta que no se puede expresar, la pregunta
tampoco puede expresarse.
No hay enigma.
Si se puede plantear una cuestión, también se puede responder.
6.51 El escepticismo no es irrefutable, sino claramente sin sentido si
pretende dudar allí en donde no se puede plantear una pregunta.
Pues la duda sólo puede existir cuando hay una pregunta; una
pregunta, sólo cuando hay una respuesta, y ésta únicamente
cuando se puede decir algo.
6.52 Nosotros sentimos que incluso si todas las posibles cuestiones
científicas pudieran responderse, el problema de nuestra vida no
habría sido más penetrado. Desde luego que no queda ya
ninguna pregunta, y precisamente ésta es la respuesta.
124
6.521 La solución del problema de la vida está en la desaparición de
este problema.
(¿No es ésta la razón de que los hombres que han llegado a ver
claro el sentido de la vida después de mucho dudar, no sepan
decir en qué consiste este sentido?)
6.522 Hay, ciertamente, lo inexpresable, lo que se muestra a sí mismo;
esto es lo místico.
6.53 El verdadero método de la filosofía sería propiamente éste: no
decir nada, sino aquello que se puede decir; es decir, las
proposiciones de la ciencia natural –algo, pues, que no tiene
nada que ver con la filosofía–; y siempre que alguien quisiera
decir algo de carácter metafísico, demostrarle que no ha dado
significado a ciertos signos en sus proposiciones. Este método
dejaría descontentos a los demás –pues no tendrían el
sentimiento de que estábamos enseñándoles filosofía–, pero sería
el único estrictamente correcto.
6.54 Mis proposiciones son esclarecedoras de este modo: quien me
comprende acaba por reconocer que carecen de sentido, siempre
que el que comprenda haya salido a través de ellas fuera de
ellas. (Debe., pues, por así decirlo, tirar la escalera después de
haber subido.)
Debe superar estas proposiciones; entonces tiene la justa visión
del mundo.
7 De lo que no se puede hablar, mejor es callarse.
125
Investigaciones filosóficas, §§ 116-133
Trad. Alfonso García Suárez y Ulises Moulines
116. Cuando los filósofos usan una palabra —«conocimiento», «ser»,
«objeto», «yo», «proposición», «nombre»— y tratan de captar la
esencia de la cosa, siempre se ha de preguntar: ¿Se usa
efectivamente esta palabra de este modo en el lenguaje en que tiene
su tierra natal?—
Nosotros reconducimos las palabras de su empleo metafísico a su
empleo cotidiano.
117. Se me dice: «¿Entiendes, pues, esta expresión? Pues bien — la
uso con el significado que tú sabes.»— Como si el significado fuera
una atmósfera que la palabra conllevara y asumiera en todo tipo de
empleo.
Si, por ejemplo, alguien dice que la oración «Esto está aquí» (a la vez
que apunta a un objeto que hay delante de sí) tiene sentido para él,
entonces podría él preguntarse bajo qué especiales circunstancias se
emplea efectivamente esta oración. Es en éstas en las que tiene
sentido.
118. ¿De dónde saca nuestro examen su importancia puesto que
sólo parece destruir todo lo interesante, es decir, todo lo grande e
importante? (Todo edificio en cierto modo; dejando sólo pedazos de
piedra y escombros). Pero son sólo castillos en el aire los que
destruimos y dejamos libre la base del lenguaje sobre la que se
asientan.
119. Los resultados de la filosofía son el descubrimiento de algún que
otro simple sinsentido y de los chichones que el entendimiento se ha
hecho al chocar con los límites del lenguaje. Éstos, los chichones, nos
hacen reconocer el valor de ese descubrimiento.
120. Cuando hablo de lenguaje (palabra, oración, etc.),tengo que
hablar el lenguaje de cada día. ¿Es este lenguaje acaso demasiado
basto, material, para lo que deseamos decir? ¿Y cómo ha de
construirse entonces otro?— ¡Y qué extraño que podamos efectuar
con el nuestro algo en absoluto!
El que en mis explicaciones que conciernen al lenguaje ya tenga que
aplicar el lenguaje entero (no uno más o menos preparatorio,
126
provisional) muestra ya que sólo puedo aducir exterioridades acerca
del lenguaje.
Sí, ¿pero cómo pueden entonces satisfacernos estos argumentos?—
Bueno, tus preguntas ya estaban también formuladas en este lenguaje;
¡tuvieron que ser expresadas en este lenguaje si había algo que
preguntar!
Y tus escrúpulos son malentendidos.
Tus preguntas se refieren a palabras; así que he de hablar de
palabras.
Se dice: no importa la palabra, sino su significado; y se piensa con
ello en el significado como en una cosa de la índole de la palabra,
aunque diferente de la palabra. Aquí la palabra, ahí el significado. La
moneda y la vaca que se puede comprar con ella. (Pero por otra parte:
la moneda y su utilidad).
121. Pudiera pensarse: si la filosofía habla del uso de la palabra
«filosofía», entonces tiene que haber una filosofía de segundo orden.
Pero no es así; sino que el caso se corresponde con el de la
ortografía, que también tiene que ver con la palabra «ortografía» sin
ser entonces de segundo orden.
122. Una fuente principal de nuestra falta de comprensión es que
no vemos sinópticamente el uso de nuestras palabras.— A nuestra
gramática le falta visión sinóptica.— La representación sinóptica
produce la comprensión que consiste en 'ver conexiones'. De ahí la
importancia de encontrar y de inventar casos intermedios.
El concepto de representación sinóptica es de fundamental
significación para nosotros. Designa nuestra forma de representación,
el modo en que vemos las cosas. (¿Es esto una 'Weltanschauung’ ?)
123. Un problema filosófico tiene la forma: «No sé salir del
atolladero».
124. La filosofía no puede en modo alguno interferir con el uso
efectivo del lenguaje; puede a la postre solamente describirlo.
Pues no puede tampoco fundamentarlo.
Deja todo como está.
127
Deja también la matemática como está y ningún descubrimiento
matemático puede hacerla avanzar. Un «problema eminente de lógica
matemática» es para nosotros un problema de matemáticas como
cualquier otro.
125. No es cosa de la filosofía resolver una contradicción por medio de
un descubrimiento matemático, lógico-matemático. Sino hacer
visible sinópticamente el estado de la matemática que nos inquieta,
el estado anterior a la solución de la contradicción. (Y no se trata
con ello de quitar del camino una dificultad).
El hecho fundamental es aquí: que establecemos reglas, una técnica,
para un juego, y que entonces, cuando seguimos las reglas, no
marchan las cosas como habíamos supuesto. Que por tanto nos
enredamos, por así decirlo, en nuestras propias reglas.
Este enredarse en nuestras reglas es lo que queremos entender, es
decir, ver sinópticamente.
Ello arroja luz sobre nuestro concepto de significar. Pues "en estos
casos las cosas resultan de modo distinto de lo que habíamos
significado, previsto. Decimos justamente, cuando, por ejemplo, se
presenta la contradicción: «Yo no significaba esto.»
El estado civil de la contradicción, o su estado en el mundo civil: ése
es el problema filosófico.
126. La filosofía expone meramente todo y no explica ni deduce
nada.— Puesto que todo yace abiertamente, no hay nada que explicar.
Pues lo que acaso esté Oculto, no nos interesa.
Se podría llamar también «filosofía» a lo que es posible antes de
todos los nuevos descubrimientos e invenciones.
127. El trabajo del filósofo es compilar recuerdos para una finalidad
determinada.
128. Si se quisiera proponer tesis en filosofía, nunca se podría llegar
a discutirlas porque todos estarían de acuerdo con ellas.
129. Los aspectos de las cosas más importantes para nosotros están
ocultos por su simplicidad y cotidianeidad. (Se puede no reparar en
algo — porque siempre se tiene ante los ojos). Los fundamentos
reales de su indagación no le llaman en absoluto la atención a un
128
hombre. A no ser que eso le haya llamado la atención alguna vez.— Y
esto quiere decir: lo que una vez visto es más llamativo y poderoso, no
nos llama la atención.
130. Nuestros claros y simples juegos de lenguaje no son estudios
preparatorios para una futura reglamentación del lenguaje — como
si fueran primeras aproximaciones, sin consideración de la fricción y
de la resistencia del aire. Los juegos del lenguaje están más bien ahí
como objetos de comparación que deben arrojar luz sobre las
condiciones de nuestro lenguaje por vía de semejanza y
desemejanza.
131. Sólo podemos, pues, salir al paso de la injusticia o vaciedad de
nuestras aserciones exponiendo el modelo como lo que es, como
objeto de comparación — como, por así decirlo, una regla de medir; y
no como prejuicio al que la realidad tiene que corresponder. (El
dogmatismo en el que tan fácilmente caemos al filosofar).
132. Queremos establecer un orden en nuestro conocimiento del
uso del lenguaje: un orden para una finalidad determinada; uno de
los muchos órdenes posibles; no el orden. Con esta finalidad
siempre estaremos resaltando constantemente distinciones que
nuestras formas lingüísticas ordinarias fácilmente dejan pasar por
alto. De ahí, pudiera sacarse la impresión de que consideramos que
nuestra tarea es la reforma del lenguaje.
Una reforma semejante para determinadas finalidades prácticas, el
mejoramiento de nuestra terminología para evitar malentendidos en el
uso práctico, es perfectamente posible. Pero éstos no son los casos
con los que hemos de habérnoslas. Las confusiones que nos ocupan
surgen, por así decirlo, cuando el lenguaje marcha en el vacío, no
cuando trabaja.
133. No queremos refinar o complementar de maneras inauditas el
sistema de reglas para el empleo de nuestras palabras.
Pues la claridad a la que aspiramos es en verdad completa. Pero esto
sólo quiere decir que los problemas filosóficos deben desaparecer
completamente.
El descubrimiento real es el que me hace capaz de dejar de filosofar
cuando quiero.— Aquel que lleva la filosofía al descanso, de modo que
ya no se fustigue más con preguntas que la ponen a ella misma en
cuestión.— En cambio, se muestra ahora un método con ejemplos y
129
la serie de estos ejemplos puede romperse.— Se resuelven
problemas (se apartan dificultades), no un único problema.
No hay un único método en filosofía, si bien hay realmente métodos,
como diferentes terapias.
130
ORTEGA Y GASSET, El tema de nuestro tiempo Cap. X
LA DOCTRINA DEL PUNTO DE VISTA
Contraponer la cultura a la vida y reclamar para ésta la
plenitud de sus derechos frente a aquélla no es hacer profesión
de fe anticultura. Si se interpreta así lo dicho anteriormente, se
practica una perfecta tergiversación. Quedan intactos los valores
de cultura: únicamente se niega su exclusivismo. Durante siglos
se viene hablando exclusivamente de la necesidad que la vida
tiene de la cultura. Sin desvirtuar lo más mínimo esta necesidad,
se sostiene aquí que la cultura no necesita menos de la vida.
Ambos poderes –el inmanente de lo biológico y el trascendente de la
cultura- quedan de esta suerte cara a cara, con iguales títulos, sin
supeditación del uno al otro. Este trato leal de ambos permite plantear
de una manera clara el problema de sus relaciones y preparar una
síntesis más franca y sólida. Por consiguiente, lo dicho hasta aquí es
sólo preparación para esa síntesis en que culturalismo y vitalismo, al
fundirse, desaparecen.
Recuérdese el comienzo de este estudio. La tradición moderna nos
ofrece dos maneras opuestas de hacer frente a la antinomia entre vida y
cultura. Una de ellas, el racionalismo, para salvar la cultura niega todo
sentido a la vida. La otra, el relativismo, ensaya la operación inversa:
desvanece el valor objetivo de la cultura para dejar paso a la vida.
Ambas soluciones, que a las generaciones anteriores parecían
suficientes, no encuentran eco en nuestra sensibilidad. Una y otra viven
a costa de cegueras complementarias. Como nuestro tiempo no padece
esas obnubilaciones, como se ve con toda claridad el sentido de ambas
potencias litigantes, ni se aviene a aceptar que la verdad, que la justicia,
que la belleza no existen, ni a olvidarse de que para existir necesitan el
soporte de la vitalidad.
Aclaremos este punto concretándonos a la porción mejor definible de
la cultura: el conocimiento.
El conocimiento es la adquisición de verdades, y en las verdades se
nos manifiesta el universo trascendente (transubjetivo) de la realidad.
Las verdades son eternas, únicas e invariables. ¿Cómo es posible su
insaculación dentro del sujeto? La respuesta del racionalismo es
taxativa: sólo es posible el conocimiento si la realidad puede penetrar en
él sin la menor deformación. El sujeto tiene, pues, que ser un medio
131
transparente, sin peculiaridad o color alguno, ayer igual a hoy o mañana
–por tanto, ultravital y extrahistórico. Vida es peculiaridad, cambio,
desarrollo; en una palabra: historia.
La respuesta del relativismo no es menos taxativa. El conocimiento es
imposible; no hay una realidad trascendente, porque todo sujeto real es
un recinto peculiarmente modelado. Al entrar en él la realidad se
deformaría, y esta deformación individual sería lo que cada ser tomase
por la pretendida realidad.
Es interesante advertir cómo en estos últimos tiempos, sin común
acuerdo ni premeditación, psicología, <<biología>> y teoría del
conocimiento, al revisar los hechos de que ambas actitudes partían, han
tenido que rectificarlos, coincidiendo en una nueva manera de plantear
la cuestión.
El sujeto, ni es un medio transparente, un <<yo puro>> idéntico e
invariable, ni su recepción de la realidad produce en ésta deformaciones.
Los hechos imponen una tercera opinión, síntesis ejemplar de ambas.
Cuando se interpone un cedazo o retícula en una corriente, deja pasar
unas cosas y detiene otras; se dirá que las selecciona, pero no que las
deforma. Esta es la función del sujeto, del ser viviente ante la realidad
cósmica que le circunda. Ni se deja traspasar sin más ni más por ella,
como acontecería al imaginarlo ente racional creado por las definiciones
racionalistas, ni finge él una realidad ilusoria. Su función es claramente
selectiva. De la infinidad de los elementos que integran la realidad, el
individuo, aparato receptor, deja pasar un cierto número de ellos, cuya
forma y contenido coinciden con las mallas de su retícula sensible. Las
demás cosas –fenómenos, hechos, verdades- quedan fuera, ignoradas,
no percibidas.
Un ejemplo elemental y puramente fisiológico se encuentra en la
visión y la audición. El aparato ocular y el auditivo de la especie humana
reciben ondas vibratorias desde cierta velocidad mínima hasta cierta
velocidad máxima. Los colores y sonidos que queden más allá o más acá
de ambos límites le son desconocidos. Por tanto, su estructura vital
influye en la recepción de la realidad: pero esto no quiere decir que su
influencia o intervención traiga consigo una deformación. Todo un
amplio repertorio de colores y sonidos reales, perfectamente reales,
llega a su interior y sabe de ellos.
Como con los colores y sonidos acontece con las verdades. La
estructura psíquica de cada individuo viene a ser un órgano preceptor,
dotado de una forma determinada que permite la comprensión de
132
ciertas verdades y está condenado a inexorable ceguera para otras.
Asimismo, cada pueblo y cada época tienen su alma típica, es decir, una
retícula con mallas de amplitud y perfil definidos que le prestan rigorosa
afinidad con ciertas verdades e incorregible ineptitud para llegar a
ciertas otras. Esto significa que todas las épocas y todos los pueblos han
gozado su congrua porción de verdad, y no tiene sentido que pueblo ni
época algunos pretendan oponerse a los demás, como si a ellos solos les
hubiese cabido en el reparto la verdad entera. Todos tienen su puesto
determinado en la serie histórica: ninguno puede aspirar a salirse de
ella, porque esto equivaldría a convertirse en un ente abstracto, con
íntegra renuncia a la existencia.
Desde distintos puntos de vista, dos hombres miran el mismo paisaje.
Sin embargo, no ven lo mismo. La distinta situación hace que el paisaje
se organice ante ambos de distinta manera. Lo que para uno ocupa el
primer término y acusa con vigor todos sus detalles, para el otro se
halla en el último, y queda oscuro y borroso. Además, como las cosas
puestas unas detrás de otras se ocultan en todo o en parte, cada uno de
ellos percibirá porciones del paisaje que al otro no llegan. ¿Tendría
sentido que cada cual declarase falso el paisaje ajeno? Evidentemente,
no; tan real es el uno como el otro. Pero tampoco tendría sentido que
puestos de acuerdo, en vista de no coincidir sus paisajes, los juzgasen
ilusorios. Esto supondría que hay un tercer paisaje auténtico, el cual no
se halla sometido a las mismas condiciones que los otros dos. Ahora
bien, ese paisaje arquetipo no existe ni puede existir. La realidad
cósmica es tal, que sólo puede ser vista bajo una determinada
perspectiva. La perspectiva es uno de los componentes de la realidad.
Lejos de ser su deformación, es su organización. Una realidad que vista
desde cualquier punto resultase siempre idéntica es un concepto
absurdo.
Lo que acontece con la visión corpórea se cumple igualmente en todo
lo demás. Todo conocimiento lo es desde un punto de vista
determinado. La species aeternitatis, de Spinoza, el punto de vista
ubicuo, absoluto, no existe propiamente: es un punto de vista ficticio y
abstracto. No dudamos de su utilidad instrumental para ciertos
menesteres del conocimiento; pero es preciso no olvidar que desde él no
se ve lo real. El punto de vista abstracto sólo proporciona abstracciones.
Esta manera de pensar lleva a una reforma radical de la filosofía y, lo
que importa más, de nuestra sensación cósmica.
La individualidad de cada sujeto real era el indominable estorbo que la
tradición intelectual de los últimos tiempos encontraba para que el
133
conocimiento pudiese justificar su pretensión de conseguir la verdad.
Dos sujetos diferentes –se pensaba- llegarán a verdades divergentes.
Ahora vemos que la divergencia entre los mundos de dos sujetos no
implica la falsedad de uno de ellos. Al contrario, precisamente porque lo
que cada cual ve es una realidad y no una ficción, tiene que ser su
aspecto distinto del otro que percibe. Esa divergencia no es
contradicción, sino complemento. Si el universo hubiese presentado una
faz idéntica a los ojos de un griego socrático que a los de un yanqui,
deberíamos pensar que el universo no tiene verdadera realidad,
independiente de los sujetos. Porque esa coincidencia de aspecto ante
dos hombres colocados en puntos tan diversos como son la Atenas del
siglo V y la Nueva York del XX indicaría que no se trataba de una
realidad externa a ellos, sino de una imaginación que por azar se
producía idénticamente en dos sujetos.
Cada vida es un punto de vista sobre el universo. En rigor, lo que ella
ve no lo puede ver otra. Cada individuo –persona, pueblo, época- es un
órgano insustituible para la conquista de la verdad. He aquí cómo ésta,
que por sí misma es ajena a las variaciones históricas, adquiere una
dimensión vital. Sin el desarrollo, el cambio perpetuo y la inagotable
aventura que constituyen la vida, el universo, la omnímoda verdad,
quedaría ignorada.
El error inveterado consistía en suponer que la realidad tenía por sí
misma, e independientemente del punto de vista que sobre ella se
tomara, una fisonomía propia. Pensando así, claro está, toda visión de
ella desde un punto determinado no coincidiría con ese su aspecto
absoluto y, por tanto, sería falsa. Pero es el caso que la realidad, como
un paisaje, tiene infinitas perspectivas, todas ellas igualmente verídicas
y auténticas. La sola perspectiva falsa es esa que pretende ser la única.
Dicho de otra manera: lo falso es la utopía, la verdad no localizada,
vista desde <<lugar ninguno>>. El utopista –y esto ha sido en esencia
el racionalismo- es el que más yerra, porque es el hombre que no se
conserva fiel a su punto de vista, que deserta de su puesto.
Hasta ahora, la filosofía ha sido siempre utópica. Por eso pretendía
cada sistema valer para todos los tiempos y para todos los hombres.
Exenta de la dimensión vital, histórica, perspectivista, hacía una y otra
vez vanamente su gesto definitivo. La doctrina del punto de vista exige,
en cambio, que dentro del sistema vaya articulada la perspectiva vital
de que ha emanado, permitiendo así su articulación con otros sistemas
futuros o exóticos. La razón pura tiene que ser sustituida por una razón
vital, donde aquella se localice y adquiera movilidad y fuerza de
transformación.
134
Cuando hoy miramos las filosofías del pasado, incluyendo las del
último siglo, notamos en ellas ciertos rasgos de primitivismo. Empleo
esta palabra en el estricto sentido que tiene cuando es referida a los
pintores del quattrocento. ¿Por qué llamamos a estos <<primitivos>>?
¿En qué consiste su primitivismo? En su ingenuidad, en su candor –se
dice-. Pero ¿cuál es la razón del candor y de la ingenuidad, cuál su
esencia? Sin duda, es el olvido de sí mismo. El pintor primitivo pinta el
mundo desde su punto de vista –bajo el imperio de ideas, valoraciones,
sentimientos que le son privados–, pero cree que lo pinta según él es.
Por lo mismo, olvida introducir en su obra su propia personalidad; nos
ofrece aquella como si se hubiera fabricado a sí misma, sin intervención
de un sujeto determinado, fijo en un lugar del espacio y en un instante
del tiempo. Nosotros, naturalmente, vemos en su cuadro el reflejo de su
individualidad y vemos, a la par, que él no la veía, que se ignoraba a sí
mismo y se creía una pupila anónima abierta sobre el universo. Esta
ignorancia de sí mismo es la fuente encantadora de la ingenuidad.
Mas la complacencia que el candor nos proporciona incluye y supone
la desestima del candoroso. Se trata de un benévolo menosprecio.
Gozamos del pintor primitivo, como gozamos del alma infantil,
precisamente porque nos sentimos superiores a ellos. Nuestra visión del
mundo es mucho más amplia, más compleja, más llena de reservas,
encrucijadas, escotillones. Al movernos en nuestro ámbito vital sentimos
éste como algo ilimitado, indomable, peligroso y difícil. En cambio, al
asomarnos al universo del niño o del pintor primitivo vemos que es un
pequeño círculo, perfectamente concluso y dominable, con un repertorio
reducido de objetos y peripecias. La vida imaginaria que llevamos
durante el rato de esa contemplación nos parece un juego fácil que
momentáneamente nos liberta de nuestra grave y problemática
existencia. La gracia del candor es, pues, la delectación del fuerte en la
flaqueza del débil.
El atractivo que sobre nosotros tienen las filosofías pretéritas es del
mismo tipo. Su claro y sencillo esquematismo, su ingenua ilusión de
haber descubierto toda la verdad, la seguridad con que se asientan en
fórmulas que suponen inconmovibles nos dan la impresión de que un
orbe concluso, definido y definitivo, donde ya no hay problemas, donde
todo está ya resuelto. Nada más grato que pasear unas horas por
mundos tan claros y tan mansos. Pero cuando tornamos a nosotros
mismos y volvemos a sentir el universo con nuestra propia sensibilidad,
vemos que el mundo definido por esas filosofías no era en verdad el
mundo sino el horizonte de sus autores. Lo que ellos interpretaban como
límite del universo, tras el cual no había nada más, era sólo la línea
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curva con que su perspectiva cerraba su paisaje. Toda filosofía que
quiera curarse de ese inveterado primitivismo, de esa pertinaz utopía,
necesita corregir ese error, evitando que lo que es blando y dilatable
horizonte se anquilose en mundo.
Ahora bien: la reducción o conversión del mundo a horizonte no resta
lo más mínimo de realidad a aquél; simplemente lo refiere al sujeto
viviente, cuyo mundo es, lo dota de una dimensión vital, lo localiza en la
corriente de la vida, que va de pueblo en pueblo, de generación en
generación, de individuo en individuo, apoderándose de la realidad
universal.
De esta manera, la peculiaridad de cada ser, su diferencia individual,
lejos de estorbarle para captar la verdad, es precisamente el órgano por
el cual puede ver la porción de realidad que le corresponde. De esta
manera, aparece cada individuo, cada generación, cada época como un
aparato de conocimiento insustituible. La verdad integral sólo se obtiene
articulando lo que el prójimo ve con lo que yo veo, y así sucesivamente.
Cada individuo es un punto de vista esencial. Yuxtaponiendo las visiones
parciales de todos se lograría tejer la verdad omnímoda y absoluta.
Ahora bien: esta suma de las perspectivas individuales, este
conocimiento de lo que todos y cada uno han visto y saben, esta
omniscencia, esta verdadera <<razón absoluta>> es el sublime oficio
que atribuimos a Dios. Dios es también un punto de vista; pero no
porque posea un mirador fuera del área humana que le haga ver
directamente la realidad universal, como si fuera un viejo racionalista.
Dios no es racionalista. Su punto de vista es el de cada uno de nosotros:
nuestra verdad parcial es también verdad para Dios.¡De tal modo es
verídica nuestra perspectiva y auténtica nuestra realidad! Sólo que Dios,
como dice el catecismo, está en todas partes y por eso goza de todos
los puntos de vista y en su ilimitada vitalidad recoge y armoniza todos
nuestros horizontes. Dios es el símbolo del torrente vital, al través de
cuyas infinitas retículas va pasando poco a poco el universo, que queda
así impregnado de vida, consagrado, es decir, visto, amado, odiado,
sufrido y gozado.
Sostenía Malebranche que si nosotros conocemos alguna verdad es
porque vemos las cosas en Dios, desde el punto de vista de Dios. Más
verosímil me parece lo inverso: que Dios ve las cosas al través de los
hombres, que los hombres son los órganos vitales de la divinidad.
Por eso conviene no defraudar la sublime necesidad que de nosotros
tiene, e hincándonos bien en el lugar que nos hallamos, con una
profunda fidelidad a nuestro organismo, a lo que vitalmente somos,
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abrir bien los ojos sobre el contorno y aceptar la faena que nos propone
el destino: el tema de nuestro tiempo.
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